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Tal vez haya escuchado hablar de esta modalidad de acceso a la información: acceso abierto, o bien “open access”, como se conoce en inglés. Nació en la comunidad académica universitaria, cuando se comenzó a cuestionar que la investigación desarrollada en centros universitarios tuviera que pagarse una vez publicada. Si los mismos investigadores habían escrito los artículos (en revistas científicas), se preguntaban por qué debían de pagar por leer estos textos ya publicados.
La respuesta es en realidad sencilla: porque hubo alguien que invirtió para que toda esta información fuese publicada. Usualmente las editoriales. Y, después de haber invertido en el desarrollo de la publicación, la editorial espera poder recuperar su inversión. No hay secreto.
De cualquier manera, el movimiento creció, por lo que las editoriales adoptaron el modelo de acceso abierto. Sólo que alguien debía cubrir los costos, en este caso las mismas instituciones académicas o los autores. Si lo que se quiere es que los usuarios no paguen, alguien más lo debe de hacer.
El dilema radica en la noción de la gratuidad de productos y servicios, generalmente otorgados por el Estado. Vale la pena detenerse un momento para dejar en claro dos conceptos de economía básica, que suelen causar confusión.
El primero es del célebre economista Milton Friedman (1912-2006), que decía: “No hay almuerzo gratis”, en referencia a que todo tiene un costo. El concepto de la gratuidad en productos y servicios es una ilusión. Sabemos que al final del día, alguien termina pagado la factura y, por lo general, somos todos nosotros, al pagar nuestros impuestos.
El segundo es que ningún gobierno en el mundo tiene dinero per se. Cada vez que un gobernante se llena la boca diciendo que otorgó, como una dádiva a la ciudadanía, tales o cuales obras o beneficios, miente. Todo el dinero que administra un gobierno proviene de los impuestos de los ciudadanos y las empresas productivas. El gobierno lo único que hace es recaudar y administrar los recursos, y usualmente lo hace muy mal, en todo el mundo. Ese sería tema de otro artículo.
El modelo de acceso abierto funciona muy bien cuando los autores o las instituciones académicas que los respaldan están dispuestas a pagar por su publicación. Es un modelo que ha incorporado exitosamente la industria editorial y que se basa en el derecho de autor.
Y, en ese sentido, el derecho de autor, que es un derecho plasmado en los derechos humanos universales, es muy sencillo y muy claro: el autor o titular de los derechos puede determinar si su obra se publica o no, y bajo qué modalidades.
Si los creadores o los titulares de los derechos de un cierto contenido deciden ponerlo a disposición de manera gratuita, bienvenido. No hay ningún problema con el derecho de autor. No hay delito que perseguir.
El problema viene cuando se pretende que todos los contenidos publicados sean de acceso gratuito. Hay una narrativa fomentada por las grandes empresas tecnológicas en ese sentido, y hay mucha gente que la ha comprado, porque suena muy atractiva. ¿Por qué lo que está publicado no es gratuito?
El periodista Robert Levine escribió en su obra Free Ride: How Digital Parasites are Destroying the Culture Business: “Google tiene tanto interés en los contenidos gratuitos en línea como General Motors en la gasolina barata. Por eso la empresa gasta millones de dólares en presionar para debilitar los derechos de autor”.
En la actualidad tenemos acceso a más información como nunca antes en la historia de la humanidad. En un pequeño dispositivo de tan sólo 15x8 cm, tenemos acceso, con las suscripciones adecuadas, a todo el conocimiento.
¿Que si es atractivo que toda esa información fuese gratuita? ¡Por supuesto! ¿Quién podría estar en contra? El problema es la inevitable resaca. Atentar contra el sistema del derecho de autor es como dinamitar una presa. En un inicio habrá toda una inundación en los valles aledaños. Agua como nunca antes. Sin embargo, una vez agotados los recursos, vendrá, de manera irremediable, la sequía, porque no se volverá a acumular agua en la presa destruida.
Sucede lo mismo con la información publicada. Es más, ya sucedió en Canadá. De una forma que nadie entiende, Canada adoptó una legislación en 2013 que permite hacer copias de materiales educativos de manera indiscriminada.
Diez años después, la sequía. Hoy, los niños y adolescentes en Canadá ya no aprenden más en libros escritos por autores canadienses y publicados por editoriales canadienses. Ya no los hay. Eso se acabó. No hay ya autores ni editoriales dispuestas a crear y producir materiales que serán utilizados sin ningún tipo de remuneración. Hoy en Canadá no hay más libros de autores canadienses, publicados por editoriales canadienses. Es una tristeza.
John Degen, presidente de la Unión de escritores de Canadá, que es la principal organización de autores en aquel país, con más de 2 mil 600 miembros, lanza un grito desesperado al respecto:
“El abandono a los creadores y editores canadienses es una desgracia para nuestro país y una vergüenza internacional”.
El acceso abierto puede funcionar muy bien, pero alguien tiene que pagar “el almuerzo”, como diría Friedman. La ilusión de un mundo en donde todo es gratuito, promovida por las empresas más acaudaladas en la historia de la humanidad, que se enriquecen a costa nuestra, es una quimera.
El sistema del derecho de autor ha hecho posible la publicación de más libros como nunca antes. No lo destruyamos. No dinamitemos la presa.