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Entre los enormes privilegios intelectuales y vitales que me dio el tiempo breve en el que fui secretario de redacción de la revista Vuelta, de 1984 a 1986, estuvo el de estar en contacto constante con Gabriel Zaid. Tras la dirección indudable de Octavio Paz, había en el proyecto sobre todo tres personas que añadían cada una un matiz activo: además de Octavio, Enrique Krauze y Gabriel Zaid. Ellos, por encima del consejo de redacción, garantizaban la vitalidad editorial del proyecto.
Poco antes de comenzar, Enrique me llevó a conocer a Gabriel. Su oficina estaba entonces en Paseo de la Reforma. No muy lejos de ahí, en un restaurante muy tranquilo, tuvimos nuestra primera conversación. Él me traía de regalo dos libros significativos en la conversación que íbamos a tener, uno sobre el New Yorker y otro sobre varias revistas culturales editadas en Estados Unidos. Después me enteraría de que él tenía la particular costumbre de regalar casi todos los libros que leía. Mantenía una biblioteca reducidísima y viva, depurada periódicamente. Con frecuencia sus regalos eran estratégicos pero en otras ocasiones invitaba a elegir entre los libros que había designado para salir de su casa algunos que me interesaran especialmente. Su primer regalo, acompañado de sus comentarios fue ya una lección sobre la edición de revistas y sobre la lectura. Dos temas que vendrían constantemente en nuestras conversaciones posteriores.
En las notas de ese primer encuentro, guardo, entre muchas otras ideas, su interés en que una revista en total y cada uno de sus textos fueran abordables por cada lector en un tiempo de verdad realizable. Que no fueran motivo de frustración o de pendientes acumulables. Y que la relación entre textos breves y textos largos tuviera una estrategia clara de complemento o de variedad, un plan vivo y cambiante de lectura. Sus colaboraciones en la revista obedecían a otra estrategia personal combinando un texto breve en cada ocasión con periódicas colaboraciones largas. Cada uno de ellos incidía en la orientación y la sustancia de la revista, pero al mismo tiempo iba construyendo una obra personal en la que, los textos publicados antes en la revista no se acumulaban mecánicamente sino que se consideraban elementos vivos que con mucha frecuencia iban a transformarse y formar parte orgánica de ensayos más largos o de libros enteros hechos de fragmentos. Nunca una suma inanimada de textos.
Esa atención incisiva y respetuosa en los lectores posibles es una de las marcas profundas de su obra reflexiva. Como lo es también la exigencia de la reflexión muy personal de cada autor. Se sintetiza en considerar como irrenunciable la importancia de las ideas. Así, muy pronto comenzamos a tener en la revista una sección en la que siempre hubiera una entrevista que no fuera sólo sobre la personalidad de la persona entrevistada sino sobre las ideas que propone o discute.
Hablamos también de revistas mexicanas notables, entre ellas, El Renacimiento, de Altamirano. De su significado en el México del siglo XIX. De la incidencia de la cultura en todas las dimensiones de la vida nacional. Y hablamos de la importancia de los índices que hizo Huberto Batis de ella. Yo sabía lo que Zaid había hecho discretamente en la vida práctica de La Revista Mexicana de Literatura en los cincuentas. Me lo había contado con entusiasmo Huberto Batis, que le tenía un respeto inusual, siendo gran editor él mismo. Me interesaba su opinión sobre algunas revistas francesas, principalmente la Nouvelle Revue Française, con André Gide como animador fundamental. Gabriel entendía cabalmente las diferencias culturales en cada país de cada proyecto en cada momento histórico. Por eso, el tiempo de ideas anquilosadas que dominaba el México de los 80 requería una atención sostenida a la doxa, a los lugares comunes considerados incuestionables desde diferentes centros de poder. Incluyendo el poder que emanaba de los dogmas universitarios y su relación creciente con el poder político de aquel momento. No sólo para ejercer la crítica de los dogmas y sus consecuencias sociales, sino también para aportar ideas distintas, enriquecer la discusión pública, la convivencia activa de las diferencias. Hacer finalmente un periodismo que no sólo se ocupara de lo que sucede sino también de lo que podría suceder. O de lo que merece una atención que no tiene. Dirigir la mirada pública hacia donde no está puesta. Tanto en lo político y social como en lo literario. “Animar la conversación”.
Su pensamiento heterodoxo alimentó a Vuelta pero también le dio cuerpo a una obra personal que fue y seguirá siendo muy influyente en quien tenga la disponibilidad para recorrerla, gozarla, pensarla. Y, por supuesto que no sólo en México. La reflexión sobre el mundo editorial en su conjunto, en todas partes, es incompleta si no se consideran las proposiciones de Los demasiados libros. Que se puede considerar un clásico porque nos ayuda a ordenar, a pensar de cierta manera abierta y sistemática, el aparente caos de un mundo explosivo e implosivo al mismo tiempo donde confluyen las ideas, la economía, el poder, la creatividad y la vida social en la práctica siempre retadora de la lectura.
Es importante señalar que en la obra de Zaid, ese mismo espíritu vital y reflexivo anima su obra poética y sus ensayos literarios. Y que la creación poética que practica de manera excepcional, llena de ironía y sutileza, de erudición y curiosidad, alimenta sin duda su pensamiento crítico como no puede suceder en ningún otro pensador y crítico social de nuestro tiempo que no tenga a la poesía como dimensión nutriente de todas sus palabras. Cada tema que Gabriel ha explorado con atención sostenida, ya sea el fantasma del progreso, el dinero para la cultura, la lectura, la fama, los abusos como parte sustancial del poder, la naturaleza y vida de ciertas palabras, es impensable sin sus contribuciones y sus dudas. Sus libros están vivos de tal manera que sus ideas siempre ganan actualidad. Atesoro el privilegio de su conversación privada y pública. El privilegio que tenemos todos aquí y ahora de ser sus contemporáneos.