Muy a pesar de La Cofradía del Huipil, que ha pretendido desaparecer cuanta manifestación cultural considere neoliberal o fifí, el fin de semana pasado fui testigo de sendas representaciones de música y ballet de tan alto nivel, que me hacen preservar un auténtico “rayito de esperanza” de que no todo está podrido en Dinamarca… por mucho que nuestro sistema de salud ¡vaya que lo esté!

La primera tuvo lugar en el Blanquito, al que para poder ingresar hay que sortear las vallas que lo circundan hasta encontrar el acceso que, muy escondidito, está sobre la Avenida Hidalgo o, si bien nos va –porque ese no está siempre abierto- el de la Avenida Juárez. De la inseguridad y el mugrero que también le rodean mejor ni hablemos: Bien decía José Antonio Alcaraz que, además de ser la vitrina donde se exhibía lo mejor que teníamos artísticamente, el cuidado que cada gobierno le brindaba a dicho inmueble era “el mejor escaparate de la situación del país”.

Hoy, 29 de septiembre, se cumplen 90 años de que fue abierto al público y no puedo más que añorar aquellos tiempos de gloria, cuando era parada obligada en las giras de los solistas y las orquestas extranjeras más importantes del mundo. Algo que dejó de ocurrir durante esta administración, que optó por homenajear delincuentes como Naasón Joaquín García, y así como desapareció al Consejo de la Ópera –haciéndose notorio en el repertorio y el lamentable nivel de lo que cada vez más escasamente se ofrece-, también creó una suerte de comité que se dedicó a poner trabas y fijar altas cuotas a nuestras orquestas que aspiraban a llegar a su escenario: a duras penas lo visitó la Orquesta Sinfónica del Estado de México en tres ocasiones (junio de 2019, y octubres de 2021 y 2022) y, el 17 de junio del año pasado, la presentación de la Filarmónica de Jalisco corrió el riesgo de ser cancelada, pues la maquinaria teatral que permite colocar la concha acústica, estuvo a punto de colapsar por falta de mantenimiento.

Por eso agradezco inmensamente que este 20 de septiembre, un estado panista, Chihuahua, invirtiera en realizar una gira para conmemorar los 30 años de su orquesta, presentándola también en el Teatro Juárez de Guanajuato el 22, y el 24 en el Teatro Degollado de Guadalajara. Tenía una muy buena impresión de su titular, Iván del Prado, desde que le vi edificar una memorable versión de la Sinfonía Manfredo de Tchaikowsky como director huésped de la OSEM; sin embargo, nunca había escuchado a la Orquesta Filarmónica del Estado de Chihuahua hasta ahora, que iniciaron su programa con la espléndida transcripción de Carlos Chávez a la Chacona en mi menorde Buxtehude, inmejorable elección para constatar la solidez de los distintos grupos instrumentales que la conforman.

Si algo me motivó a escuchar a esta orquesta de la cual no tenía referentes, fue la participación del mejor solista que, en estos seis años, se ha presentado en el Blanquito, el gran pianista Jorge Luis Prats. Virtuoso “de la vieja escuela”, Prats posee un sonido único: distintivo y avasallador, cuya paleta dinámica es capaz de producir desde los pianísimos más sutiles hasta los fortísimos más atronadores. La obra encomendada a él fue el Concierto en fa de Gershwin, que ofrendó con tal frescura y contundencia que un joven estudiante de piano me comentó que, por primera vez, había escuchado notas que nunca había oído, refiriéndose a los trémolos de octavas que van del compás 367 al 372 del Allegro inicial, pues muchas veces la abigarrada escritura confiada a la orquesta acaba tapando al solista en más de un pasaje.

Quienes conocemos al Maestro Prats sabemos que es él quien puede tapar a cualquier orquesta… Cosa que no hizo, permitiéndonos aquilatar cuán bien escogidos están los atrilistas de la OFECh. Sus alientos, particularmente los metales, fueron decisivos para infundirle a esta obra la pátina de jazz que le distingue, y quien se lució fue Héctor Rodríguez, su trompetista principal, durante su solo en la introducción del segundo movimiento. Rúbricas esperadas e imprescindibles en las presentaciones de Prats, Siempre en mi corazón, de Lecuona, y su Suite de danzas de Cervantes fueron los bises que antecedieron el plato fuerte de la velada: Scheherezada, de Rimsky-Korsakov. Recreada con vehemencia y convicción, fue el mejor examen de grado que pudieron brindarnos la OFECh y del Prado para considerarlos, desde ya, una de las mejores orquestas del país.

Al día siguiente viajé a la Sultana del Norte para presenciar la nueva coreografía que Marcelo Gomes, ex primer bailarín del American Ballet Theatre, creó para el Romeo y Julieta de Prokofiev que presentó el Ballet de Monterrey en el Teatro de la Ciudad. En los casi siete lustros que lleva de fundada, esta compañía que tanto enorgullece a los regios se ha consolidado gracias al rigor, seriedad y disciplina con que, más que por los diferentes directores artísticos que ha tenido, ha sido orientada por Doña Yolanda Santos, su fundadora y presidenta honoraria de su patronato.

Asistí a la función del domingo 22 y, una vez más, refrendé el profesionalismo del equipo involucrado en la producción: desde la escenografía y el vestuario hasta la iluminación, todo “lo que se veía” enmarcaba dignamente a esta compañía que contó con Katia Carranza, una de las egresadas más destacadas de la Escuela Superior de Música y Danza de Monterrey para despedirse este día de los escenarios bailando el rol de Julieta.

Lamento que el programa de mano no precisara qué bailarines interpretarían cada rol en las diferentes funciones (alguien me dijo que, al menos, eran cinco elencos distintos), pero eso no me impidió disfrutar la precisión con que los varones realizaron sus escenas de esgrima, el desempeño de las cuadrillas involucradas en la fiesta en casa de los Capuleto, o escuchar a mis vecinos de asiento quejarse de que la escena final les pareció insufrible, pues “fue mucho drama y muy poco baile y ni Romeo ni Julieta terminaban de morirse”, pero, como de lo que puedo hablar más fundamentadamente es de la música, me permitiré abundar en “lo que se oía”.

Celebro el esfuerzo por armar una orquesta con más de 60 elementos seleccionados por Felipe Tristán, director de orquesta principal del Ballet de Monterrey, de entre los mejores músicos disponibles en México y el extranjero para estar a la altura de esta partitura tan demandante. Solamente con profesionales de alto nivel y una batuta experta como la suya se garantiza la ductilidad que permita acoplar los tempi a las habilidades físicas particulares de cada elenco y es justo gracias a ese “pequeño detalle”, donde radica la diferencia. La exitosa diferencia.

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