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¡Vaya festín que pudimos disfrutar el fin de semana pasado! Sin ningún afán histori-
cista, el repertorio incluido en el par de conciertos a los que asistí, el viernes 10 en la Sala Felipe Villanueva, y el sábado 11 en el Palacio de Bellas Artes, trazó un arco bajo el cual se agruparon composiciones vocales de factura nacional que retrataron de la mejor manera lo que ha vivido nuestra sociedad en poco más de siglo y medio. Les cuento:
A raíz del concierto que realizaron en agosto pasado en el Teatro de la Ciudad, presentando un panorama de 200 años de ópera mexicana, los integrantes de esa admirable asociación denominada Ópera: nuestra herencia olvidada (ONHO) fueron convocados por el Maestro Rodrigo Macías para replicar algo similar con la Orquesta Sinfónica del Estado de México (OSEM), y tras meses de trabajo intensivo, en el que la curaduría y el apoyo de la doctora Áurea Maya fueron determinantes en la selección del material y la edición de las partituras —porque esa es, en primera instancia, la razón por la cual no se programa esta música: si bien nos va, existe la partitura general, pero no las particellas— se armó una interesantísima Gala de Ópera Mexicana del Siglo XIX, durante la cual tuvimos la primicia de escuchar fragmentos de las óperas Atala, de Miguel Meneses, y La venta encantada, de Miguel Planas, que no han sido escuchadas desde mediados del siglo antepasado.
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Todo iba muy bien, hasta que, unos días antes del evento, surgiera uno de esos imprevistos que insuflan adrenalina a las cosas: el barítono Carlos Fernando Reynoso, pilar fundamental de ONHO, tuvo que cancelar su participación pues fue fichado por el Teatro Real de Madrid, y sus condiciones contractuales le obligan a estar disponible estos días para ellos, así que hubo que hallarle emergentemente un sustituto, cosa nada fácil, ya que no se trataba de llegar a cantar los infaltables caballitos de batalla que plagan todas las “garras de ópera”, sino un repertorio del que no había referente alguno para que se lo orejearan siquiera. Daniel Cerón fue el valiente que “le entró al toro” y la decisión no pudo ser más afortunada. Músico completo —además de barítono, es un sólido contrabajista— se aprendió la música en tiempo récord, y su recreación de Callaré lo del molino, la brillante aria de Sancho Panza de la ópera de Planas, con su demandante silabato, fue de los momentos más aplaudidos de la noche, pero eso, ya fue casi al final de la velada. No nos adelantemos.
La función inició con una lectura muy cuidada en sus dinámicas del Preludio de la Ildegonda de Melesio Morales, y como ladies first, la parte vocal inició con Eccomi alfine, esa exquisita aria para soprano coloratura que escuchamos en voz de Ana Rosalía Ramos. El momento de lucimiento para la mezzo, Rosa Muñoz, cuyo instrumento ha madurado de manera espléndida, vino con Il sacrificio mio, de la Catalina de Guisa, de Cenobio Paniagua, “un vecino de aquí de Toluca, pues nació aquí cerquita, en Tlalpujahua, Michoacán, y pasó aquí varios de sus años estudiantiles”, informó la doctora Maya durante la charla previa al concierto.
Qué tiempos aquellos en los que, a diferencia de hoy día, que “se reservan” los datos de cuánto se ha dilapidado en elefantes blancos, esas obras faraónicas que, más allá de su inoperancia, nos atan a un pasado obsoleto. ¿O es que alguien le ve futuro a una refinería, cuando deberíamos estar generando energías limpias?, ¿a un tren, que, como todo lo que toca la 4T, ha devastado nuestra mayor reserva de la biósfera?, ¿o a un aeropuertito rascuache, pudiendo haber tenido el Hub más importante de América Latina? Según leímos en las notas al programa, escritas por la doctora Maya, las cosas eran muy distintas entonces: “Nueva documentación encontrada nos ha revelado la importancia que tuvo el género operístico para expresar que México estaba a la altura de las naciones europeas. Ellos tenían ópera y nosotros, también”.
“El fomento a esta manifestación artística estuvo presente en distintos recintos del país desde la instauración de la República Federal, pasando por la época centralista, durante la Guerra de Reforma, se fortaleció durante el Imperio de Maximiliano y continuó con la República Restaurada, hasta el Porfiriato. El género lírico fungió como articulador de intenciones de los diversos grupos, que si bien, con ideas políticas a veces antagónicas, siempre lo impulsaron (incluso destinándole fondos de las partidas de gastos secretos en distintas presidencias)”, concluye Maya.
La Gala incluyó más de una docena de arias, dúos y cuartetos vocales, durante los que también participó el tenor Edgar Villalba, quien estuvo espléndido al recrear Visión purísima, de la Atzimba de Ricardo Castro, ese compositor al que malamente le hizo justicia la Revolución, pues durante mucho tiempo fue condenado al olvido por haber sido apoyado por el gobierno del general Díaz y, no nos hagamos tontos, también porque su música demandaba una solvencia técnica muy por encima de lo que podían abordar los intérpretes locales. Algo que, años antes, también padeció Miguel Meneses, quien formó parte de los compositores mexicanos apoyados por Maximiliano y, por ello, fue obligado a abandonar la capital en 1867, al regreso de Juárez, ese mitificado caudillo al que, los hechos, evidencian que además de su cortedad de miras culturales, era resentido y acomplejado… como ya saben quién.
Otro de los momentos cumbre fue escucharle a Ramos De mi amor, la romanza de Keofar, en la sala que lleva el nombre de su autor, el mexiquense Felipe Villanueva. Qué importante sería editar completa esta partitura y restituirla al pueblo de México, aunque, para ello, falta un gobierno cuya altura de miras valore lo más valioso que tenemos (y que no es el petróleo, ¡basta ver cuánto nos cuesta Pemex!): la Cultura. El año pasado escuchamos algunos de estos números, pero, más allá de las novedades ahora exhumadas, lo que fue un gozo mayúsculo, fue oírlas bien arropadas por una excelente orquesta y un director profesional, quienes, así como empezaron, cerraron esta exitosa Gala, con otro inciso de la Ildegonda de Morales, su cuarteto final.
Y es que, a veces, más vale solos que mal acompañados, y por ello celebro la inteligencia con que Voz en punto se ha consolidado como el ensamble vocal a capella más exitoso de nuestro país, cuyos integrantes festejaron sus treinta años de existencia en el Blanquito —atrasaditos cuatro años, a causa de la pandemia—, ofreciendo un programa “lleno de contrastes, que conmemora los capítulos más destacados de su trayectoria, que incluye desde sus célebres imaginerías virreinales, pasando por la música tradicional y popular mexicana, hasta las entrañables estampas que nos regaló Cri-crí, el grillito cantor”, y que les han ganado el fervor del público que, delirante, vitoreó y ovacionó cada segmento.
Incidir en el virtuosismo, la disciplina y la alegría contagiosa que transmite esta media docena de cantantes capitaneados por esa entrañable pareja que conforman Sonia Solórzano y José Galván, su director, arreglista “y tololoche vocal”, según lo llamaron durante el concierto, sería reiterativo. Por eso, más que aplaudir sus pirekuas o la nostálgica intervención de Edgar Vivar, para presentar la Chespirito Suite, me rindo, nuevamente, ante la inteligencia de un impecable mensaje subliminal. La elección de la Plegaria Guadalupana del “Cuate” Castilla con que inició su programa no pudo ser más oportuna, ¡independientemente de la Marea Rosa que nos convoca hoy al Zócalo!
Su letra lo dice todo:
…patroncita mexicana,
oye nuestra petición,
has que mi Patria este salva,
de la maligna ambición.