En estos días se han vuelto populares algunas entrevistas que hizo el músico Javier Paniagua a colegas del oficio y que comparte en su canal de YouTube. Predominan artistas del rock nacional, aunque también hay representantes de otros géneros. En una de las entrevistas, Aleks Syntek menciona una experiencia común en el gremio: los músicos ya no son autores de un disco sino de canciones que compiten en las plataformas digitales por la atención de los consumidores. De esta manera, las empresas discográficas han perdido el interés por desarrollar —con una mirada de largo plazo— a sus artistas, sino que se limitan a explotar canciones que, por azar, se vuelven populares y generan miles o millones de descargas. Spotify se ha convertido en el espacio que ha monopolizado el consumo de música a nivel global. Salvó el negocio de la piratería y las descargas ilegales —como se puede ver en la miniserie de Netflix The Playlist— pero entregó el consumo de música a un sistema que, en el afán de maximizar las ganancias, apostó por lo viral en lugar de la creatividad de grupos, productores, intérpretes y promotores de la industria musical.
Los algoritmos, cada vez más omnipresentes en nuestra vida diaria, son pensados o asumidos exclusivamente en el ámbito de la propaganda en las redes sociales. De esta manera, me temo, se invisibilizan otros efectos peligrosos. El periodista y crítico cultural Kyle Chayka (Portland, 1988) publicó recientemente Mundofiltro. Cómo los algoritmos han aplanado la cultura. El amplio ensayo editado por Gatopardo Ediciones describe las numerosas formas en las cuales los algoritmos conducen nuestros gustos y cómo eso empobrece nuestra convivencia y experiencia vital. Una de las principales ideas del autor —advertencia, mejor dicho— es la homogeneización de la cultura global. Este proceso, encabezado por los algoritmos y el monopolio de muchas plataformas y aplicaciones, es invisible y sutil, pero también totalitario. Chayka parte de una explicación básica del funcionamiento de los algoritmos para ir más allá y describe la influencia que tienen en nuestra cultura, arte y, por supuesto, las relaciones humanas.
A través de anécdotas personales y experiencias de músicos y artistas de varias disciplinas, Chayka analiza la uniformidad de los gustos generada por los algoritmos y la influencia que esto tiene en la política, la economía y la transmisión de la cultura. Cada vez que un usuario entra a plataformas como Instagram, Spotify, Facebook, Amazon o Twitter (ahora X) tiene la sensación de acceder a un lugar infinito y con opciones que lo hacen más libre. Sin embargo, la omnipresencia de los algoritmos vuelve la experiencia una especie de vuelo dirigido cuyo objetivo más importante es generar contenido todo el tiempo. Atrás quedaron las épocas en las cuales internet era un espacio separado de los usuarios. Ahora se funde con nosotros durante gran parte de nuestro día. ¿Por qué debería preocuparnos esto en términos de cultura? En primer lugar, como afirma el autor, porque presentar siempre lo más popular erosiona la diversidad de gustos, sensibilidades y opiniones. Por otro lado —y esto es cada vez más perceptible durante los años recientes— entregar la difusión de las manifestaciones artísticas e, incluso, de la conversación pública, a los monopolios tecnológicos, abre una Caja de Pandora cuyos efectos se aceleran cada vez más.
En la historia de la cultura y la tecnología hay, a veces, posiciones maniqueas: la idealización de internet y las plataformas —tecnoutopía por derecho propio— o propuestas poco realistas, además de conservadoras, que intentan demonizar los avances tecnológicos en lugar de proponer democratizar su uso para un beneficio común. Mundofiltro apuesta por un justo medio difícil de llevar a cabo, pero indispensable si queremos que internet no termine convertido en un territorio cada vez más intransitable y depredador. En particular, Chayka destaca los esfuerzos hechos en la Unión Europea para regular las plataformas a través de multas y, sobre todo, obligar a los corporativos a que transparenten el funcionamiento de sus algoritmos, además de empoderar a los usuarios para que puedan regular el contenido al que son expuestos de formas cada vez más intensivas. En el caso de México, por desgracia, esta discusión ni siquiera aparece entre las prioridades de los políticos y medios de comunicación. El capitalismo de plataformas, por poner el ejemplo de Uber o Airbnb, goza de libre acción en el país a pesar de los controles que les han sido impuestos en Europa y Estados Unidos.
¿Los Beatles hubieran podido prosperar en la era de los algoritmos? Quizás tendrían una oportunidad, aunque difícilmente seríamos testigos de una evolución como la que protagonizó el grupo inglés. La necesidad imperiosa de ofrecer a un público cada vez más predecible el mismo producto quizás hubiera atascado a los músicos en los primeros discos que dependían más del estribillo pegajoso que de la experimentación de los álbumes posteriores. El resultado de la cultura gestionada por los algoritmos es una especie de aletargamiento o agotamiento creativo. A menudo se piensa que ya se inventó todo en el arte, que estamos condenados a una nostalgia perpetua y a la dependencia a la estética retro. Sin embargo, la creatividad sigue al igual que la evolución de los distintos lenguajes artísticos, sólo que es empujada, cada vez más, a los márgenes de los canales de distribución de las ideas. Si las máquinas, por más sofisticadas que sean, nos mantienen en una suerte de embeleso perpetuo, una utopía recetada por los algoritmos con límites bien definidos que nunca dejarán entrar lo diferente, entonces estaremos alimentando un colapso gradual de la cultura. El “mundofiltro” que predetermina nuestras decisiones está hecho para aislarnos y hacernos dependientes de estímulos volátiles. La conversación, la crítica a la tecnología y, sobre todo, la descentralización de lo creativo, son fundamentales para que el arte siga cuestionándonos y sorprendiéndonos.