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Las primeras décadas del siglo XXI vieron cristalizarse los derechos de la población LGBTI en México. Será 2014 el año de la letra T, ya que es cuando se aprueba la iniciativa para modificar el código civil del entonces Distrito Federal. Esta modificación permitió que, sin levantar un juicio ni presentar peritaje médico alguno, fuera factible cambiar el marcaje de sexo y el nombre del acta de nacimiento. Al día de hoy, este episodio jurídico se puede considerar como la mayor conquista en la esfera pública de la minoría sexogenérica trans. No sólo porque nos dio una visibilidad ya alejada de lo patológico, sino porque se dignificó el derecho al libre desarrollo de la personalidad y fue el inicio de una expansión que hoy está presente en varios estados de la república. Si la irrupción del deseo erótico por el otro –en términos de orientación sexual– sumó a procesos de identificación colectiva, la identidad de género, como el nombre lo dice, afloró como un lugar para reformular radicalmente el yo. Ya no se trata sólo de quién nos gusta y con quién podemos vincularnos, se trata también de qué significados le damos a la condición sexuada de los cuerpos. Se trata de cómo el género y el sexo son plataformas revestidas de significados y afectos, mismos que nos permiten tensionarlos al punto de no considerarlos ni destino ni reflejo mecánico en la construcción del yo. Si en el ámbito político –y hasta cierto punto en el mediático– lo trans puso sobre la mesa al género como un espectro de lo social, ¿cómo dialogó la esfera cultural y el cine con este advenimiento minoritario y de qué modos vehiculizó las reivindicaciones ahí anudadas?
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Pienso que uno de los cambios más reivindicativos de esta reciente visibilidad es la profusión colectiva; hasta hace unos años no se pensaba en lo trans como una energía multitudinaria, se lo refería como una especie de extravagancia, rareza o excepcionalidad incluso al interior de lo que hoy nombramos como comunidad LGBTI. Éramos periferia de la periferia sexual. Da cuenta de ello el cine mexicano a través de sus imágenes: lo extraordinario de los personajes fue el motor narrativo de muchas producciones hasta antes de su dispersión como una identidad social. No hablo sólo de personajes icónicos y singularísimos de la ficción como La Manuela de El lugar sin límites (1978) o de Adriana, protagonista de la censurada Las apariencias engañan (1978, estrenada hasta 1983). Hablo de una inflexión bastante más cercana en el tiempo, que consiste en un cambio de género cinematográfico que corrió en simultáneo al reconocimiento público. Es en el género documental donde mejor podemos ver este desplazamiento de las vidas excepcionales hacia la colectividad trans. Alrededor de 2014 –año de la modificación al código civil– aparece en el campo audiovisual mexicano una triada de producciones que son hoy plenamente reconocidas como las que llevaron a la gran pantalla, con una densidad hasta entonces inusitada, experiencias de vida trans: Morir de pie (2011) de Jacaranda Correa, Quebranto (2013) de Roberto Fiesco y Made in Bangkok(2015) de Flavio Florencio. Sus personajes protagonistas –entes no ficcionales– presentaron relatos de exclusión, vidas profundamente afectivas pero señeras en su presentación en pantalla. Aunque funcionaban a modo de biopics, la efectividad de estas películas no obedecía a la fama de los personajes sino a lo extraordinario de sus memorias, de su agencia corporal y de sus vivencias de género. Empero, precisamente por lo anterior, esta triada de filmes no terminaba de hacer eco con una comunidad trans propiamente dicha.
Serán producciones posteriores las que darían el salto colectivo: Roberto Fiesco regresa al tema con Club Amazonas (2016); ven la luz El Remolino (2016) de Laura Herrero; Salir (2016) de Luis Villa y Casa Roshell (2017) de Camila José Donoso. En todos estos trabajos, sin abandonar el testimonio vivo y personal, la exploración fílmica da cuenta tanto de cómo las personas trans –no sin dificultades– están integradas a una comunidad, cómo construyen sus propias comunidades o están en esa búsqueda. La narrativa expande sus experiencias apelando a problemáticas sociales más amplias y la puesta en escena encuadra sus cuerpos ocupando el espacio público o simplemente congregados. Desde entonces la producción documental no ha parado, por lo que es imposible enumerar todo el material hasta ahora realizado, pero podemos asentar que estos hechos audiovisuales entroncan con una de las reivindicaciones clave: no somos cuerpos atomizados y marginados, somos un colectivo en búsqueda de un lugar socialmente digno.
No sólo el cine, también otros espacios de la cultura dialogan con la visibilidad contemporánea. Y lo hacen incorporando otros motivos reivindicativos como lo es la producción de memoria histórica a través del testimonio y la cultura visual. No aludo sólo a la visibilidad inmediata que otorgan los medios digitales, ni siquiera a los intentos cada vez más sólidos de la red cultural gubernamental por realizar exhibición de archivos y obras de la historia LGBTI. Lo trans hace su propia aportación a esa memoria y a esa historia. En años recientes asistimos a una incursión de textualidades que emborronan una literatura previa que había estado presentando personajes trans atrapados en tramas de poder profundamente disimétricas –toda una pedagogía de la crueldad–. Dichos cuentos y novelas no necesariamente se escribieron como instrumentos de denuncia o memoria. Más bien, los personajes eran entes de ficción supeditados a los argumentos de las historias y con papeles actanciales funcionales a efectos de drama, humor o estilo. Narradores como Eduardo Antonio Parra, Carlos Velázquez o Enrique Serna dan cuenta de esta aproximación. Una reivindicación de lucha por la memoria trans corresponde más al formato testimonial de no-ficción, donde textualidades diversas circularon y circulan por circuitos alternativos o independientes y mediante la autopublicación. Es el caso de libros como Carta a mi padre. Testimonio de una mujer transexual (COPRED, 2008) de Irina Layevska; Hola soy Angie. Testimonio de una mujer transexual (2011) de Angie Rueda Castillo; y En el cuerpo correcto. Primer testimonio de una mujer trans en México de Morganna Love. Aunque estos testimonios de vida siguen la lógica autobiográfica, de hecho aportan a un contexto imperativo para la producción de memoria como elemento que desdice las trayectorias de la historia y la memoria LGBTI, muchas veces centradas en el sujeto gay masculino y cisgénero que ha conformado una especie de canon. Al respecto lo trans tiene mucho que evocar y así lo demuestran algunas que en el momento de escribir este texto son novedades editoriales. En Crucé la frontera en tacones. Crónicas de una TRANSgresora (Egales, 2023) Alexandra R. DeRuiz narra sus transiciones genéricas, territoriales y culturales; y Frida Cartas hace del acto de rememorar su infancia un instrumento de sanación/denuncia contra la transfobia en su libro Transporte a la infancia (Almadía, 2023). Podemos afirmar que la cultura escrita permite vislumbrar una genealogía de lo trans como territorio de disputa por la memoria y la representación a través de la capacidad de alzar la voz propia, de configurar un yo que implica no sólo que lo personal es político, sino que también es creativo. Habrá que mantenernos vigilantes de estas incursiones textuales que poco a poco empiezan a ganar la atención de los lectores. Y no sólo desde lo testimonial, autobiográfico y no-ficcional. Parafraseando a la escritora argentina Camila Sosa Villada: la escritura trans debe insistir en la ficción porque el testimonio no es la única vía, la inteligencia también debe estar puesta al servicio de la creatividad. En ese sentido, el ficcional es un territorio poco explorado por las plumas trans mexicanas –proceso aún en ciernes– por lo que sólo anotaremos la novela Tapizado corazón de orquídeas negras (Tusquets, 2023) de la autora Évolet Aceves; un trabajo de ficción que hace converger, mediante la imaginación, lo trans y el México posrevolucionario.
Si la reconstrucción de una memoria colectiva es uno de los principales horizontes de la visibilidad cultural contemporánea de lo trans, se debe destacar al Archivo Memoria Trans México (AMTM). Esta iniciativa y su trabajo autogestivo es, probablemente, el primer esfuerzo patente por recuperar una memoria a través de la visualidad. Sus integrantes no solo han hecho recuperación de fondos fotográficos y otros materiales que pudieron haberse perdido para siempre, también han venido construyendo un repertorio expansivo alimentado por su propia práctica de archivo. Escuchar a las integrantes en vivo y en directo en las presentaciones, en sus entrevistas y en diversidad de foros, es una potencia performática que no habíamos atestiguado antes. El AMTM ensancha la brecha abierta por la lucha trans y llega en un momento contextual que, como hemos visto, es cada vez más permeable a nuestra diferencia. Parte de ese contexto es observable, en años recientes, a través la apertura que los espacios culturales gestionados por el gobierno han mostrado por el arte LGBTI. Son ejemplares dos exposiciones curadas el año pasado y que trascenderán como esfuerzos contundentes por incluir el arte, la historia y la memoria sexodisidente: Imaginaciones radicales. Una lectura disidente de la colección del MAM (2023) del Museo de Arte Moderno y Positivo/Negativo. Adherencias culturales en la lucha contra el sida en México, 1978-2022(2023) del Centro de la Imagen. En ambas, el AMTM aportó materiales de valor histórico para su exhibición sumando también a granjear un lugar para lo trans en esos recintos icónicos de la cultura visual y artística. Este último horizonte en el encadenamiento de lo trans y la cultura nos da pauta para preguntarnos por los retos aún pendientes.
Si bien los mencionados esfuerzos exhibitorios son encomiables y siguen una voluntad de inclusión de la pluralidad nacional, en materia de política cultural existen retos que el recorrido que hemos hecho nos ayuda a ilustrar. Hemos hablado de la visibilidad, la representación y la construcción de una memoria colectiva, pero existe aún una distancia entre la voluntad de llevarlas a cabo y sus posibilidades efectivas. No es lo mismo, a tal efecto, un cine sobre lo trans que un cine desde lo trans. Desde mi punto de vista, una política cultural efectivamente incluyente debe también habilitar herramientas para la autorepresentación, y eso sólo es posible si nos hacemos preguntas tan básicas como, ¿quién está detrás de la cámara?, ¿quién realiza una curaduría?, ¿quién tiene el capital formativo, educativo y simbólico para escribir, editar, pintar o tomar fotografías? En suma, ¿qué lugar ocupan hoy las personas trans en la organización y la cadena de producción cultural? Considero que es un lugar, aquí también, minoritario. Creo que para modificar satisfactoriamente dicha posición, las personas trans deben tener más oportunidades de acceso a los medios de producción cultural. Por un lado, podemos pensar en medidas concretas para fomentar programas formativos de profesionalización e incrementar la inclusión en la cadena del trabajo cultural; por otro lado, hay que voltear a ver y apoyar los proyectos autogestivos ya existentes y así lograr que la independencia no signifique precariedad (históricamente, estas iniciativas, recintos y prácticas independientes –hoy numerosos– son los que se han encargado de mantener viva una cultura artística de la disidencia sexual). Ambas acciones afirmativas no son ajenas a una política cultural mexicana incluyente, pero quizá habría que optimizarlas para una orientación específicamente trans. La visibilidad trans ya no se trata sólo de representación y contenidos, sino de la capacidad de autorrepresentación y la intervención sobre dichos contenidos.