Confabulario

Crítica de "Todo el silencio" dirigida por Diego del Río

La ópera prima de Diego del Río, "Todo el silencio", gira en torno a la desolación de una maestra de lenguaje de señas que comienza a perder sus facultades; una fábula sobre la impotencia y el desamparo

La película mexicana cuenta con las actuaciones de Adriana Llabrés, Ludwika Paleta y Moisés Melchor. /Especial
07/07/2024 |01:05
Jorge Ayala Blanco
colaborador de Confabulario Ver perfil

En Todo el silencio (México, para la plataforma Amazon Prime Video, 2023), grave ópera prima del docente de teatro y experimentado director escénico treintañero Diego del Río, con guion factótum de Lucía Carreras, la amable instructora matutina en lengua de señas mexicana sin ser sorda Miriam Mi (Adriana Llabrés formidable) sigue por las tardes una ascendente carrera como actriz dentro de una exigente compañía escénica interpretando el papel de Amasha de La gaviota de Chéjov en un montaje aún en proceso y disfruta de una equilibrada y sexualmente satisfactoria cohabitación con su pasional novia sorda oralizada Lola (Ludwika Paleta transfigurada), cuando inicia al venturoso azar una identificadora relación amistosa, cual reflejo indeseable, con el nuevo profe de señas sordo de nacimiento también actor del grupo de vanguardia Seña y Verbo Manuel (Moisés Melchor), pero lo que realmente habrá de socavar a la tranquila existencia de Miriam va a ser una aconsejada audiometría que le revela que está perdiendo gradualmente la capacidad de audición, entrando en crisis, saliendo agitada a la mitad de una representación de la obra bilingüe señas/español Vagabundo estelarizada por el amigo Manuel que la ha invitado, preocupando profundamente a su cariñosa pareja Lola al sentirla ausente en una fiesta preponderantemente lésbica de cumpleaños, derrumbándose a dormir y amanecer tirada en el suelo, rehusándose e imposibilitándose psicológicamente para comunicarle a su adorada pareja (o a cualquiera otra persona) lo que le ocurre y devasta, haciéndose gritonear histéricamente en pleno ensayo por la severa directora escénica Claudia (Arcelia Ramírez tan enérgica como en La civil 21) porque la talentosa actriz en ciernes ha dejado pasar sus frases de entrada por no haberlas percibido, rompiendo uno a uno sus queridos discos antiguos LP de música clásica, reaccionando con furia gratuita contra las criaturas que la rodean, desentendiéndose violentamente de los ya inútiles audífonos que ha adquirido a un costo exorbitante, orillándose a sentimientos autodestructivos e incluso estando a punto del suicidio, refugiándose gimoteante en los brazos del disponible Manuel sobre un puente peatonal y aceptando finalmente su nueva condición auditiva gracias a la devoción manifestada por la omnicomprensiva Lola, al final de una desgarradora e inacabable privación ensordeciente.

La privación ensordeciente describe en síntesis una espiral descendente existencial que se sitúa e involucra a cuatro mundos concatenados donde reside la impar heroína: un mundo lésbico perfectamente bien asumido y respetuoso respetable con sus centros de reunión y sus antros específicos o permisivamente abiertos y sus parejas estables o coquetas bisexuales o ligadoras pero un núcleo que por cierto conjurado instante parecería amenazado por la presencia masculina jamás satanizada como enemiga ni competidora, un mundo del teatro cerrado sobre sus prácticas rutinarias y sobre ritos de entrenamiento y de paso o entrecruzamientos/paralelos vivenciales con los hondos conflictos chejovianos (“Porque llevo luto por mi vida, soy infeliz”) y extensiones a espectáculos para espectadores de capacidades auditivamente distintas (“El teatro no es para los débiles, es resistencia”), un mundo de los sordos insólitamente bien definido en sus principales variantes (sordos de nacimiento, sordos oralizados, sordos lectores de labios, hipoacústicos o sujetos en apariencia sin discapacidad pero ensordecientes) en las antípodas de toda truculencia, y un mundo del lenguaje que abarca tanto el verbo (insuficiente, amenazado por la mudez opcional o usurpada u obsolescente) y las señas como instrumento (difícil, fatigoso, complejo) que se adopta y se enseña y se aprende como sucedáneo, ambos tan necesarios cuanto tan deficientes y empobrecedores, como virtual o virtuosamente esenciales.

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La privación ensordeciente inspira así una valiosa y rara ficción sin precedente ni equivalencia en el cine nacional, más que conmovedora, patética, enternecedora o estrujante, bien podría ser calificada como desoladora, que gira en torno de dos mujeres en el desamparo y a la intemperie, su impotencia radical, y la desolación de sus cuerpos en trance de perder facultades, sus impulsos rotos, sus dimensiones y resonancias sublimes que se ignoran, sus apariciones en pantalla ajenas a cualesquiera golpes de teatro, sus fuegos helados reavivándose entre sí o desplomándose sobre la comprensión innata del varón ya escaldado, dentro de un tejido fílmico volcado sobre el estremecido estremecedor lenguaje de los cuerpos convulsos.

La privación ensordeciente jamás habla de la pérdida auditiva como un hecho terminado, sino como un doloroso proceso, para lo cual resulta determinante e inapreciable el fabuloso diseño sonoro conjunto de Miguel Hernández, Mario Martínez Cobos y Liliana Villaseñor, dictando una verdadera estética de la intermitencia acústica pérdida auditiva, en sus extremas consecuencias punzantes y paulatinas, el sonido-tensión mental y esa vida interior dramáticamente objetivada, que concede suprema importancia a la confianza y a la confesión, la espiritual dignidad y nobleza cristiana/poscristiana de la confesión liberadora, pero no la interesada y sospechosa confesión rosselliniana (Angustia 55) que libera de la culpa y sí la confesión sacramental hitchcockiana que libera de un oculto lastre mental demasiado pesado y quasi fatal (Mi secreto me condena 53), la asunción aceptante de la tragedia propia e implosiva, ese “Me estoy quedando sorda” que confiesa Mi (como la nota mi de la escala musical) al casi desconocido pero desinteresado Manuel y luego por fin a su irreductible pareja.

Y la privación ensordeciente se enfrenta a los ladridos-latidos de ambulancia que ha dejado de escuchar la desventurada divagante Miriam para concentrar finalmente toda su recién llegada desazón de cara a su adorada Lola (“No sé qué estás diciendo”).