En Valentina o la serenidad (México, 2023), desolado film 2 de la veterana actriz oaxaqueña y autora total de 45 años Ángeles Cruz (largo: Nudo mixteco 21; meritorios cortos: No dejes que me ahogue 09, La tiricia o cómo curar la tristeza 12, La carta 14 y Arcángel 18), la ternurita ochoañera mixteca de larguísimo pelo suelto Valentina (Dánae Ahuja Aparicio reveladora hipermatizada) juega a perseguirse por los senderos con su amiguito Pedro (Alexander Gadiel Mendoza Sánchez), se esconde dentro de una llanta como cuartel-guarida y siente que vuela como superheroína gracias a un trapo blanco del tendedero que usa como capa, pues atesora y dibuja ingenuamente cómics que pueblan su imaginario, pero un día su existencia cambia drásticamente cuando recibe la impersonal noticia de que a su padre Emiliano se lo llevó el río y ella no lo reconoce en ese cuerpo amoratado que hallaron y luego entierran entre ceremonias autóctonas, se niega a aceptar la innombrable muerte paterna y se aferra inflexiblemente a esa idea durante días y semanas, rechaza cualquier consuelo y se encapsula, escindida de todo mundo, sea su severa abuela, su afligida madre (Myriam Bravo), su hermano y su hermana púberes o de los juguetones condiscípulos de la escuela rural en el recreo, e inclusive de su compañerito Pedro, realiza minúsculas fugas solitarias cada vez más riesgosas, se sumerge temerariamente en el río a la búsqueda de su padre a quien le habla sin respuesta y cuyos sombreros de rancho porta, se desaparece, es llevada con un doctor que nada anómalo le encuentra y de pronto, excepcionalmente, Valentina admite otra vez la presencia de su amiguito Pedro porque le enseña la lengua mixteca que dominaba el difunto y le permite hablarla con éste en secreto, pero también eso es inútil, entonces la niña se refugia en el silencio, se rehúsa a tomar alimentos, escupe aquellos dados a la fuerza (“Papá se va a enojar”/ ”Papá no va a regresar”) y en vano se le practican limpias curanderas o se le somete a tradicionales rituales en torno a una fogata, hasta que su exasperada profesora manda traer a la madre y ante ella confronta feroz y lúcidamente a la pequeña con la noción de la muerte tal como la define el diccionario abierto: la terminación de la vida, y una sacudida y en shock Valentina (“Esta muerte no es la tuya m’hija”/ “Me voy a ir con mi papá”) entra en otra fase de su crisis, de la que sólo la podrán ir sacando poco a poco, aceptante e implacable, la dulce compañía de su familia y de su amigo Pedro, al frente de la carga social en su conjunto, rumbo a la objetivación del padre muerto y al final perentorio de una dolorosa suspensión femiaciaga.

La suspensión femiaciaga reclama el privilegio único en la Historia del cine nacional de volcarse y volcar todos sus elaboradísimos recursos expresivos en la descripción exclusiva del proceso de un duelo infantil e innumerables e innombrables trabajos íntimos, hasta alcanzar dimensiones y sondear esencias cósmicas, imaginarias, naturales y comunitarias, al encontrar equivalencias de ellas en los terrenos más inesperados, equivalencias plásticas en luminosa y fractal fotografía virtuosística de Carlos R. Correa, equivalencias rítmicas en la edición contemplativa y superelíptica de Felipe Gómez, equivalencias acústicas en las procelosas estridencias metálicas de la música híbrida percutiva-disonante de Alejandra Hernández y Rubén Luengas, tanto como del diseño sonoro de Rodrigo Castillo Filomarino desbordante de fabulescas y fantásticas resonancias realista-irrealistas.

La suspensión femiaciaga secreta, como en Nudo mixteco respecto a las actitudes y asunciones hostiles ante las sexualidades indígenas, una narratividad sutil y respetuosa en donde cada detalle y cada lance argumental se tornan aristas del malestar de la pequeña Valentina huyendo de la realidad sólo para con ella toparse más duramente y consigo misma, sean la noticia fatal recibida brutalmente desde el fuera de cuadro por una cruel figura inmostrable, el rostro morado del difunto dentro del féretro abierto, el sombrero ranchero paterno colgado y ceñido en un peligroso recodo del río, el diccionario con la impronunciable palabra muerte cuya definición Valentina es obligada a leer, el recurrente proferimiento del vocablo Trueno en mixteco y las invocaciones al metafórico Rayo poéticamente destructor o creativo (“El rayo ilumina tu destino”), el descubrimiento de que el padre se llamaba Emiliano en honor a Zapata un héroe verdadero y no de historieta, pero sobre todo las enormes hormigas arrieras que respetaba delicadamente Valentina aunque se subieran a sus extremidades pero de repente aplastándolas con el pie como signo inequívoco de su curación al precoz fin de su inocencia y el principio de una vida adulta anticipada.

La suspensión femiaciaga consuma así el prodigio de hacer visible el drama convulso y exteriorizar el espacio interior de una niña campesina oaxaqueña con estados psicopatológicos que se confunden con su edad mental, porque no es lo mismo la resignación adulta que la necesidad irracional de tener que convivir con esa masa amorfa del vacío ontológico-existencial-realista, ese universo ultrasimbólico, pues aquí todo parece convertirse en signo y símbolo: el papalote, las nubes, el gesto clave con dedos en la frente, el árbol hueco, los sombreros paternos, la automutilación capilar-transferencial que requiere gorrito de lana (“Pareces borrego trasquilado”), los lechos de mazorcas o de petate vistos desde un enfoque cenital, en suma, jamás una requisitoria sobre la miseria humana de sus criaturas, apenas la seguridad del sufrimiento vuelta incertidumbre e inermidad consciente.

Y la suspensión femiaciaga ha sido dotada del título irónico de Valentina o la serenidad, a propósito de una serenidad imposible, cuando más bien debía llamarse Valentina o la gravedad, en su desesperada ansia de valores balsámicos ante un horizonte irredimible-irremisible.

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