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En La favorita del rey (Jeanne du Barry, Francia-RU-Bélgica, 2023), irreverente opus 7 de la actriz-realizadora francesa de 47 años Maïwenn (Polissía 11, Amor mío 15, ADN 20), con guion suyo y de Teddy Lussi-Modeste, Nicolas Livecchi y Marion Pin, la joven Jeanne Bécu (Loli Bahia) que nació en la anexada Lorena como hija ilegítima de un monje con una cocinera y ha sido educada por las monjas y por el culto señor terrateniente Dumonsseaux (Robin Renucci), quien la inicia en la lectura y las artes pero también en el erotismo, hasta ser expulsada por mezquinos celos (fundados) junto con su madre, ha tomado conciencia de que gente como ella está condenada al anonimato y a la oscuridad pero que es capaz de hacer cualquier cosa, por lo que, convertida en una hermosa Jeanne adulta (la realizadora haciendo más de un guiño), acepta continuar su formación sensual bajo las órdenes del conde Du Barry (Melvil Poupaud) hasta devenir en una asumida meretriz que, reclutada por el provecto duque de Richelieu (Pierre Richard) y siempre guiada por el irrebasable valet real La Borde (Benjamin Lavernhe), seduce al rey Luis XV (Johnny Depp sobrio y carismático a rabiar) desde su primera visita a Versalles, se aferra carnalmente a la alcoba real y así, para escándalo de las confabuladas hijas horrendas de Su Majestad y de la Corte rechazante por tratarse de una plebeya, le infunde un nuevo gusto por la vida al tristón monarca morganático (tras la ruptura con una inmostrable Madame Pompadour) en medio de sus ultrarreguladas actividades diarias de pobre rey superacotado, debiendo ella casarse primero con el mercenario Du Barry, para lograr ser nombrada Favorita del Rey, y ahora sí merecer pleitesías y poder recibir regalos tan inusitados como el pajecito afrohindú Zamor (Ibrahim Yaffa) y un pabellón exclusivo, pero aun así debiendo ganarse la benevolencia del Delfín futuro Luis XVI (Diego Le Fur) y casi mendigar cualesquiera palabras cruciales de la confabulada princesa consorte austriaca Marie-Antoinette (Pauline Pollmann), para llegar a vivir cuatro años de amor pleno y felicidad al lado de Luis XV, sólo interrumpidos por el contagio real de viruela, su deceso, el inmediato ascenso al trono de Luis XVI (“El rey ha muerto; Viva el Rey”) y la reclusión de Jeanne en un convento-cárcel, su retorno a la lejana Lorena y, por haber sido la amante de un rey, su muerte en la guillotina, a manos de una turba revolucionaria entre la que en 1793 se hallaba su antiguo paje Zamor, como una paradoja más de cierta innombrable picardía histórica.
La picardía histórica reivindica y se solidariza con esa Du Barry, merced a su sorpresiva gracia y talento en la intimidad, su vivacidad verbal, su sencillez, su capacidad de innovación en la moda y en el atropello de protocolos, su estoicismo ante la salvaje revisión vaginal obligatoria con fierros, su sonrisa de dientes cautivadores y sus atuendos flamígeramente blancos o a rayas en la Galería de los Espejos, su intercambio de miradas con el rey a través de un falso espejo precisamente, su impulso popular aunado a su antirracismo y su maternal afán protector de un trágico hijastro sacrificado en un duelo Adolphe (Thibault Bonenfant), su andadura radiante al interior de una retórica frontal de suntuosos jump-cut o minimizadores/maximizadores planos muy abiertos en contraste (elíptica edición-alborada/ocaso de Laure Gardette) con las estampas más huecas o espectralmente invernales del Palacio de Versalles jamás captadas (fotografía de Laurent Dailland efervescente de luz y translucideces), su engrandecimiento heroico anunciado o transido por las acometidas-pastiche de una música neobarroca de Stephen Warbeck.
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La picardía histórica le falta al respeto a la solemnidad desde varios puntos de vista pero sobre todo al equipararse con desparpajo y majestad a los modelos clásicos y contemporáneos, siempre en las antípodas de la frivolidad insípida de aquella versión académica de Madame Du Barry con Martine Carol (Christian-Jaque 54), aventurándose a fondo en el juego de las referencias, pues de hecho la película no existiría sin el antecedente de la Marie Antoinette como rockstar de Sofia Coppola (06), sin la luminosidad exquisita del mundo a través de las velas del Barry Lyndon de Kubrick (75) ni la implacable heterodoxia fúnebre de La muerte de Luis XIV (Serra 14), aunque también han dejado su impronta sobre el liso estilo carente de estorbosas ataduras dramáticas de Maïwenn, los radicalismos fantasiosos de la deliciosa raperita excelsa Jeannette, la infancia de Juana de Arco (Dumont 17), en insólito correlato con La toma del poder por Luis XIV (Rossellini 66) y su límpida sencillez conceptual-evangélica.
La picardía histórica semeja más bien y por encima de todo un caluroso y agudo homenaje secreto a la ironía de la silente de la Madame Du Barry del genio de la comedia Ernst Lubitsch (1919) con Pola Negri, la ironía de la superproducción UFA pionera antimperial, la ironía sin efectismos aunque inspirada por un colosal Max Reinhardt prexpresionista, esa ironía jocunda que hoy hereda a Maïwend el desenfadado libertinaje picaresco, la ironía que reinaugura el arte de poder detenerse a punto de la vulgaridad (el célebre Toque Lubitsch), la ironía sin suspenso porque crea sus matizadas tensiones e intensidades suspendidas en el aire (aunque con rápidas digresiones connotativas), la ironía del antimartirologio, la ironía siempre tomando distancia hacia todo (empezando por su propia actitud crítica y por lo narrado en trance de reatarlo), la ironía que sólo quiere ser conciencia e involucramiento al sesgo, la ironía de la sutil insinuación perversa y cómplice.
Y la picardía histórica se ha dejado conducir por la voz narradora de un vehemente Stanislas Stantic que al final se limita a recitar las últimas palabras de la protofeminista Jeanne du Barry (“He amado demasiado la vida, para morir de esta manera”), en medio de un omnicomprensivo paisaje de época.