En La bestia (La bête/The Beast, Francia-Canadá, 2023), ultrasofisticada obra maestra 11 del estilista elegantísimo y músico francés nizardo de 56 años Bertrand Bonello (El pornógrafo 01, Tiresias 03, Saint Laurent 14), con guion suyo y de Guillaume Bréard y Benjamin Charbit basado en el relato psicológico premoderno La bestia de la jungla (1903) de Henry James, cuando el universo ya está dominado por la inteligencia artificial la futurista hermosa treintañera Gabrielle (Léa Seydoux sublime) debe someterse a un arduo tratamiento de limpieza de su ADN para eliminar restos de amenazantes emociones nefandas de sus vidas pasadas: primero en 1910, cuando era una pianista famosa con marido insatisfactoriamente ecuánime (Martin Scali) pero siempre lastrada por un presentimiento de catástrofe que acechaba como una bestia en la jungla, al igual que su irresistible galán medroso Louis (George Mackay) con quien, cual trágica quasi adúltera no consumada, perecería ahogada en un incendio de la fábrica de muñecas familiar; luego en 2014, cuando Gabrielle era una espectacular modelo en ascenso que habitaba en una supercasa californiana prestada y se prendaba de amor loco por el maniaco Louis (de nuevo el mercurial Mackay), un indel, un deseoso galán atroz y paranoicamente autorreprimido, que se filmaba a sí mismo y que, tras un psicopátíco extremo asedio mutuo y un terremoto, decidiría matarla, para evitar que ella lo rechace; y otra vez en el porvenir 2044, cuando asesorada por una vidente virtuosa-virtual (Elina Lowensohn) y una crasa afromuñeca androide (Guslagie Malanda), la solitaria y despistada lectora de datos térmicos Gabrielle es informada del posible fracaso de su cirugía correctora de ADN, se encuentra por fin en un antro con el huidizo Louis y bailan felices la nostálgica balada “Evergreen”, pero él le confiesa que conoce las vidas pasadas de ella, por lo que no puede sentir de manera espontánea, comprobando exasperadamente la inutilidad de cualquier purificación antiemotiva.

La purificación antiemotiva adopta en forma radical una estructura neoexpresionista en tres episodios situados en épocas distintas, al viejo estilo de La muerta cansada de Fritz Lang (1921), donde la muerte asexuada en persona autorizaba tres luces o vidas para que una joven intentara rescatar en vano a su amado difunto, o de El gabinete de las figuras de cera de Leni (1924), donde tres efigies cerúleas cobraban vida por la noche para revivir sus crueles andanzas, pero en el pluriheterodoxo Bonello, aun permaneciendo las perspectivas de la crueldad, el sino fatal y la pasión inútil, las tres historias se trasminan entre sí y se contaminan, sin saberse cuándo empiezan, aunque sí cuándo acaban, pues se trata de narrar los fracasos de la heroína remitida a la corrección del pasado para hacer realidad vigente su historia de amor-pasión instantánea con un personaje que sólo hace el amor en sueños, tan dispersos como el haz de relatos de aquella Crónica de amor en sueños de Raúl Ruiz (2000) cuya estructura episódica obedecía a Ars Combinatoria lógico-matemática del filósofo catalán medieval Ramón Llull, exaltada, insólita e irrepetiblemente cual premonitoria construcción aleatoria y atropellante del experimento surrealista Inland Empire de David Lynch (06), con el que La bestia reclamaría más de un punto de coincidencia narrativa radiada, para situarse en una extraña encrucijada entre la ficción posborgeana, el abismo barroco, la ciencia-ficción maldita, el thriller metafísico y el insondable drama interior.

La purificación antiemotiva demuestra, de manera oscuramente brillante y sin temor al oxímoron creativo, que una cinta de fantasía distópica sobre el presentimiento de la desgracia (la bestia al acecho) y el amor jamás realizado puede dar lugar a una enigmática, laberíntica e inacabable inacabada película a la vez visceral y visionaria, que juega con la convergencia de los tiempos (presente, pasado, futuro) sin arraigar realmente en ninguno de ellos, como quien podría deslizarse entre la doliente Noche transfigurada de Schönberg y la evolvente canción leitmotiv siempre lozana “Evergreen”, aparte de la transida música del realizador y su hermana Anna Bonello, para vehicular las potentes imágenes de la fotógrafa Josée Deshaies omnidisparadas por la implacable impecable edición de Anita Roth.

La purificación antiemotiva disemina los atributos propios y característicos de su protagonista en espacios de absorbentes monocromías verdosas o formidables explanadas palaciegas monstruosamente vacías, un gran cuchillo sobre la mesa, un salón snob belle époque, una anegada fábrica de muñecas inflamables o el ajeno y supratecnologizado edificio de cristal aniquilante, o un multicolor espejo medidor de tonos emocionales desechables, una aguja teledirigida hacia el interior del oído y un sauna de reposo ennegrecido, todo ello al servicio de grandes temas en tierra baldía, como la feroz soledad femenina buscando acomodo a en un agreste psicodélico-dionisiaco antro fractal, el miedo que todo lo devora antes de ser vivido, la fluidez sexual de la chava que aterra de copular sucedáneamente con el espejismo del vecino y lamenta no poder hacer sexo con la muñeca androide, el destino en el repudio hecho costumbre, el aferramiento al recurrente instante de la muerte propia (tipo El muelle de Marker 61), ya flotando ahogada junto con el enamorado intocable o el cadáver baleado en la piscina tras prolongar al infinito repetitivo minimalista la apertura de la puerta al galán homicida, y por supuesto el presentimiento del desastre que ocurre sin que nos demos cuenta.

Y la purificación antiemotiva culmina en la desesperada derrota amorosa de Gabrielle al enterarse que el ser amado por quien había corregido toda su estructura afectiva, sólo se interesa en ella tras haber leído su historial inducido por inteligencia artificial, esa mujer ahora aullante de dolor de nuevo emotivo e impotente.

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