En El grosor del polvo (México, 2022), indómito debut del exasistente de dirección y productor capitalino de 47 años Jonathan Hernández (cortos: Año bisiesto o el corazón azul del alumbrado 07, y Un, dos..., Un dos tres, cuatro 07), con guion suyo y de Gustavo Hernández de Alba, la hermética dueña madura de una fonda Alma (Giovanna Zacarías excelsa) participa escindida de los invitados en el festejo de cumpleaños juvenil que para ella resulta doloroso, retoma en solitario como siempre sus rutinas domésticas al día siguiente para iniciar la semana, atiende en persona su negocio Supercocina Alma sirviendo comidas in situ o a domicilio, recibe a deshoras a una brigada de rezanderas madres buscadoras de parientes desaparecidos, pasa largas jornadas dentro del intacto cuarto filial y, desde hace tres largos años, suele salir por las tardes a pegar por toda la ciudad innumerables carteles de “Se busca” con la fotografía de su hija ausente, en vista de que el caso ha sido policialmente archivado, pero un día se entera por una burócrata solidaria de que el presunto culpable de la desaparición de su hija es su excompañero sentimental, un tal Daniel (Víctor Hugo Villanueva), estudiante de ingeniería civil, elusivo hermano de una simpática clienta y maniático de las motos con una pata fracturada, y todo cambia para la inconsolable Alma, se instala vigilante por horas ante la unidad habitacional de los hermanos, les lleva personalmente sus alimentos, se distancia de su grupo de mujeres buscadoras y se aferra a la hostilidad justiciera, rehusándose a la resignación, pero luchando consigo misma para tomar la decisión de hacerse justicia por mano propia, convulsa y sufriente por cierta sagrada ansia pegacarteles.

El ansia pegacarteles propone una ficción minimalista coloquial y extrema que apenas logra dar vueltas sobre sí misma, a fuerza de registrar hechos ínfimos al hacer el elogio de amor loco a la tenacidad, el sacrificio, la antigua abnegación (tan odiada por las feministas actuales de cualquier signo) y la inherente contradicción de las madres buscadoras, en la figura de este sobrecogedor personaje extremo (“Mi hija no está muerta, está desaparecida”) cuya máxima e inalterable actividad diaria consiste en recorrer calles e inagotables callejuelas o puentes peatonales y rincones inopinados y recónditas zonas industriales de la megaurbe sorda e impersonal, para pegar y pegar más y más carteles demandantes, dejando sus volantes estampados en postes y muros por doquier, en forma obsesiva e infatigable, caminando y deambulando sin cesar por los rumbos más peligrosos e inhóspitos de espacios laberínticos tan desolados como ella, hasta salirle ampollas o sangrarle los pies y tener que acudir a consulta con una doctora, pero pese a ello segura de sí misma y de lo bien fundado de su derecho, más allá del pathos actoral y los lugares comunes del subgénero de madres buscadoras, como el inconvincente Ruido (Beristáin 22), tan por debajo de sus desarmantes predecesoras, tipo Sin señas particulares (Valadez 20) y Te nombré en el silencio (Espinosa de los Monteros 21) o La civil (Mihai 21).

El ansia pegacarteles puede entonces hurgar en despoblado, en la inafectividad titubeante (esa intensa cogida fortuita, esa relación sucedánea con la sobrina de encrestados cabellos sobre las piernas), en un sinsentido por nadie reprobable, en el absurdo de la maternidad vulnerada, en la herida mental y enloquecedora e incapaz de ser superada por estar ya supurada, en el inerme retrato incólume de una madre solitaria y taciturna enfrentada a un dilema ético y vivencial que tanto intelectual como visceralmente la rebasa, en la acumulación polvomaternal y materdisyuntiva de una mujer mordiendo el polvo que no se sabe hecha polvo, y de manera crucial, en el valor terapéutico de una obsesión llevada a cierto extremo donde el espectador en vez de juzgarla se pregunta, dada esa situación, cómo se conduciría y qué decisión tomaría en esa disyuntiva entre la resignación autoabandonada o hacerse justicia por mano propia en el páramo del abandono y de la injusticia.

El ansia pegacarteles está sostenida dramáticamente, en ausencia de cualquier música truculenta (sólo hay ambientes de tráfico o el ruido del Metro pasar), por una laxa y divagante edición de Úrzula Barba Hopfner que no obstante ahíta de golpes superelípticos (la reunión buscadora enigmáticamente vista como devota sesión religiosa, el amante ocasional abandonado de espaldas en el otro extremo de la cama) permite ir descubriendo paulatinamente las diversas dimensiones de su heroína cual sorpresas identitarias o activistas, a cada episodio una nueva capa de su cebolla existencial, bendita como todas por una decisiva fotografía transfiguradora cotidiana del excuequero César Gutiérrez Miranda escarbando por los confines de la gran ciudad y sólo hallando imágenes-espejo geográficas de la desolación de la huraña madre buscadora, incluso en los destellos de la reluciente motocicleta culpable en remate, sincopadamente, porque como afirmaba el jazzista Miles Davis “Cuando crees en ti, ni el cielo es tu límite”, para efectuar una especie de vivisección caracterológica con apariencia de semidocumental en directo, por su contención y dureza.

Y el ansia pegacarteles termina semejando una fábula trunca, un acre callejón sin salida, un cuento alargado en exceso o una metáfora elaborada, al culminar en esa inolvidable secuencia demencial, como si sólo estuviese concebida en función de ella, donde el presunto feminicida de enyesada extremidad simbólica Daniel responde a un toquido anónimo sólo para descubrir un océano de carteles con la efigie de la victimizada hijita materialmente tapizando varios pisos de su edificio y hallando en la cumbre los ojos terribles de la madre buscadora, lanzando una mirada felina váyase a saber con qué intenciones matadoras y sagradas, por encima del inatajable/inalcanzable/inagotable final abierto.


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