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En Club Zero (Austria-Francia-Reino Unido-Dinamarca-Alemania-Qatar, 2023), superestilizado film 8 de la exhiperrealista minimal vienesa de 51 años Jessica Hausner (Lovely Rita 01, Hotel 04, Lourdes 09), con despiadado guion suyo y de Géraldine Bajard, la solitaria yogadicta rubita añorante del paraíso donde produce su propio té de hierbas Miss Novak (Mia Wasikowska tan ambigua vampírica moral como en Sólo los amantes sobreviven y La cumbre escarlata) se incorpora como profesora nutrióloga en el talent campus de un colegio austriaco de élite e implementa allí de improviso un ultramanipulador curso vanguardista radical denominado Alimentación Consciente que reduce al mínimo la comida de su grupo de alumnos, por razones ecologistas contrarias a la devastación del planeta y la explotación capitalista de los países pobres, y tendiente a lograr que los cuerpos acaben nutriéndose de sí mismos por autofagia consentida y conquistada, un método de espaldas a cualesquiera expectativas paternas y a la autoridad de la directora al servicio del estrato social más opulento Miss Dorset (Sidse Babett Knudsen), pero consiguiendo motivar el fanático seguimiento absoluto de cinco inteligentísimos estudiantes que dejan prácticamente de comer y serán trastornados por esos hábitos alimentarios extremos, lo que ocasiona la sesgada expulsión hipócrita de la profa Novak, acusándola de invitar a la ópera a un alumno (con quien por otra parte estaba afectiva y castamente muy involucrada), violando la estricta regla que prohibía frecuentar pupilos fuera del ámbito escolar, pero el cambio de régimen sólo provoca una crisis de privación en los chicos y las chicas que orillará a la recontratación de Miss Novak, quien aprovecha su nueva situación para incorporar a la chaviza a su Club Zero y conducirlos secuestrados/autosecuestrados a su privado edén geográfico, en pos ahora sí de una plena, cerebral y omnidesafiante ascesis autofágica.
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La ascesis autofágica se vuelca de modo primordial a la elegante, perversa y ético/moralmente shocking observación de los comportamientos lúcidos y más que conscientes de todas las criaturas humanas involucradas en su severa fábula, como esos padres respetuosos de sus hijos a tal grado que ya sólo pueden comunicarse e influir en ellos a través de la manipulación, o como esos padres abandonadores e internautas exclusivos porque se hallan en África devotamente dedicados a un filantrópico proyecto desarrollador-civilizador, pero el paradójico relato límite se concentra sobre todo en la acre vivisección analítica de los cinco chavos disfuncionales, víctimas irónicas de la profa idealista y victimarios de sí mismos, cada uno a su modo límite y según sus expectativas: el abandonado diabético ansioso de afecto y bailarín exquisito de ballet prokofieviano Fred (Luke Barker hermoso intersexual adonaico si los hay) que se refugia en el sublimador yoga de la maestra y será traicionado por su celoso profe árabe de danza Dahl (Amir El-Masry) para terminar hospitalizado por la autodestructiva suspensión de su insulina indispensable, la patética bulímica superconsentida Elsa (Ksenia Devriendt) que acabará alimentándose con su propio vómito de fresca ingestión inmediata, la archirreprimida erótica de largas trenzas fálicas Ragna (Florence Baker) que de pronto devorará compulsivamente una sobrecompensadora barra de chocolate, el hijo de madre viuda tristemente sobretrabajada Ben (Samuel D. Anderson) que empieza por rebelarse pero se somete lamentablemente ante la amenazadora calificación baja de fundamentadísimos dictados de Miss Novak para no perder su oportunidad de una salvadora beca colegial completa, y la deleznada fanática de corazón con gruesas gafas Helen (Gwen Currant) que por el mero motivo circunstancial de haberse ido a esquiar a Suiza con sus progenitores, se erige finalmente en la única desertora rencorosa del grupo, pero también en la última abogada feroz de sus posturas extremas.
La ascesis autofágica crea una provocadora sensación de molestia deliberada en una estructura narrativa que da vueltas en espiral sobre sí misma, una fotografía manierista de Martin Gschlacht en suntuosos espacios petrificados ahítos de monocromías restallantes que admiten hasta un uso desmaterilizador de inefables-aplastantes planos cenitales, una impersonalizante edición de Karina Resler que actúa sobre las oquedades de planos muy largos cercanos a los del aquí coproductor Ulrich Seidl (Jesús, tú que todo lo sabes 03), y una crispada música de Markus Binder con abundancia de tam-tams y bongós cual signos de ritual sofisticación sarcástica y ecumenismo acechante, todo ello para mejor burlarse en espejo de la opulencia inhumana de una clase social hastiadamente culpable de su elevado estatus y de sus privilegios suntuosos en medio de un inmostrable mundo de privaciones y sujeto a saqueos.
La ascesis autofágica permite así hacer un estudio ilustrativo y mordaz de la genealogía del fanatismo, de todos los fanatismos en uno, de los irrefutables principios de cualquier fanatismo, pues los chavos iluminados por los tiránicos dictados de Miss Novak y por la cercanía de una inanición casi celestial están de antemano y reiteradamente convencidos de que nadie estará jamás capacitado para comprenderlos, ni para entender su sagrada e insigne razón de ser y actuar, porque aquí a la Renoir todos los personajes tienen la Razón, sin importar que la infeliz Elsa se la viva ruidosamente tras la puerta del baño, ni que el frágil Fred deba ser hospitalizado, ni que esos gélidos planteamientos subversivos se descubran manipulados, falaces y afincados en resentimientos de clase al revés.
Y la ascesis autofágica culmina en la beatitud de etéreas figuras de negro saltando en el edén, debidamente envidiadas por la chica Helen por azar rescatada a tiempo en una reunión de paterfamilias culpígenos titubeando todavía en seguir el camino alimentario consciente de sus hijos evanescentes.