En Caminos cruzados (Crossing, Suecia-Dinamarca-Francia-Turquía-Georgia, 2024), acezante film 4 del autor total sueco-georgiano también TVserialista de 44 años Levan Akin (Cierta gente 11, El círculo 15, Al final bailamos 20), Premio del Público en la sección Panorama de Berlín 23, cumpliendo con la promesa hecha a una hermana recién fallecida, destaca la severa figura de la profesora jubilada georgiana Lia (Mzia Arabuli señorial) en una costera casa de huéspedes de la ciudad portuaria de Batumi, a la búsqueda de su amada aunque desaparecida sobrina trans de 28 años Tekla, a quien los vulgares y rastreros inquilinos del lugar recuerdan como una refinada chica en compulsivo rumbo a la frontera con Turquía, aunque ninguno sabe otros pormenores de ella, salvo el avispado chavo semipolíglota georgiano-turco-inglés Achi (Lucas Kakava) que alcanza corriendo a la enlutada señora, le asegura en falso poseer en su celular la dirección en Estambul de la prófuga y, ya que acaba de romper con su retrógrada hermano mayor Zaza (Levan Bochorishvili), se ofrece a conducir a la crédula aunque inaccesible Lia hasta la lejana megalópolis, debiendo vender la mujer sus arracadas de oro para bordear juntos en ómnibus el Mar Negro, hasta arribar, tras un sinfín de peripecias, a un aburdelado edificio en los bajos fondos donde nadie conoce a georgiana alguna con el ridículo nombre de Tekla, y allí mismo, mientras el autor de la vil patraña esperanzadora al fin confesa Achi busca sin éxito un empleo, la frustrada Lia vaga sin rumbo y, cuando ha logrado sustituir por afecto maternal el rencor que le guardaba al chico, conoce por azar a la excepcionalmente solidaria abogada trans exsexoservidora Evrim (Deniz Dumanli), quien se apiada de ella y hace suya la búsqueda imposible de Tekla, hasta dar con un lujoso prostíbulo en el que trabajó la joven extraviada antes de perderse de vista, de quien aún se conservan algunas pertenencias, las cuales recoge devotamente la condolida Lia, para luego partir de regreso a Georgia, dejando a un Achi feliz de hallar trabajo en el hostal donde ambos se hospedaban y siendo encaminada hacia la frontera por el taxi del comprensivo novio instantáneo Omer (Ziya Sudancikmaz) de la abogada Evrim, aunque todavía falta un postrer giro desquiciante de la trama en este insólito opúsculo ficcional y encomiástico de una transolidaridad estoica.

La transolidaridad estoica se afirma, más que cual rutinaria road picture intimista o espiritual, como un altivo cine de personajes más enérgicos y admirables que su naturaleza, con ese desgarbado adolescente Achi que emblematiza juguetonamente las ardorosas añoranzas migratorias de las nuevas generaciones postsoviéticas, y esa hábil leguleya trans superasumida Evrim, perteneciente al organismo Pink Life, en paciente trance de vencer impedimentos burocráticos para ejercer su profesión, siempre ligadora libre sin tapujos y ya blindada contra cualquier repudio o actitud discriminadora por su reasignación de género (sin tener que invocar la protección de comunidad queer alguna, porque ella misma es la protectora líder), pero sobre todo, esa hermética peregrina sombría Lia que va a ser la primera en violar las estrictas reglas impuestas a su inmaduro acompañante: parlotear sobre problemas personales y beber alcohol, habiendo malbaratado autosacrificialmente sus joyas y abofeteando al chavo porque le espantó al espontáneo galán otoñal georgiano Ramaz (Levan Gabrichidze) por quien se había ido a pintar de rojo los labios al baño de un antro, desinhibiéndose con más erotizada dignidad o delicadeza luctuosa que aquella viajera dotada de un indeseado hijo postizo en el inflado film brasileño Estación Central (Salles Jr. 98), develando cual triste maestra de Historia su verdadera sensibilidad vulnerada y aguantadora a cada paso fracasado, como inefable representante contradictoria e irónica de ese eminente carácter georgiano que ha resistido y subsistido a los más feroces sojuzgamientos dictatoriales a lo largo de los siglos, transcultural y transnacional en otros sentidos no genéricos.

La transolidaridad estoica se desarrolla en un ignorado Estambul visceral, prostituido y autoritario donde la gente emigra para poder desaparecer, tan caótico cuan melódico y danzante con sus niños ubicuos en el ferry o a media calle cantando al son de instrumentos autóctonos y bailando, porque el baile proviene de una estética vigorosa y de una idiosincrasia dancística georgiana de las que el realizador del eufórico e irreductible Al fin bailamos se abroga como máximo portavoz actual, el baile como alegría innata y desbordamiento anímico irreprimible, la danza como fiebre erótica y trascendencia en éxtasis, arrasando con sus ímpetus, respaldados más que uncidos a la edición de Emma Langrellus y una precisa fotografía de Lisabi Fridell en ámbitos invariablemente móviles y congestionados excepto en los deslizamientos de las efigies femeninas contra el diáfano cielo marítimo.

La transolidaridad estoica puede así, y sólo entonces, darse el lujo de proclamar la bondad de sus criaturas por sobre todas las cosas y los prejuicios, la bondad instintiva del chavo embustero que parece doblegarse cuando la mujer fuerte se agiganta y agigantarse cuando la fémina enérgica se doblega, la bondad electiva de la abogada trans que sin chistar libera a sus homólogas del acoso policiaco-social, y la bondad intuitiva de la sexagenaria fatigada de su itinerario humano y su pago de una gran deuda moral que la hace vibrar de nuevo, para hacerla digna del gran milagro quasi feérico de la fábula, el reencuentro milagroso con su luminosa sobrina Tekla (Tako Kurdovanidze) ya en el puente de su partida.

Y la transolidaridad estoica deja identificadas tan emocional cuan metafísicamente a la otrora rígida Lia y la hoy manumitida peluquera Tekla en un festín de afectos tanto dentro de la casucha de la chava como bajo el cielo reconquistado por y para ellas.

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