En Adolfo (EU-México, 2023), azarosa ópera prima de la autora total mexicana con estudios fílmicos en Santa Fe y en Vancouver de 29 años Sofía Auza (cortos previos: Octubre otra vez 17 y Rosa mexicano 18; TV serie: Yellow 23), Caballo de Bronce a la Mejor Película en el Festival de Cine Juvenil de Estocolmo 23, Oso de Cristal a la Mejor Película para la Generación 12-18 en Berlín 23 y Premio Mezcal a la Mejor Actriz en Guadalajara 23, dos jóvenes moralmente extraviados coinciden cierta noche en dos parabuses enfrentados que van en direcciones opuestas y por donde acaban de pasar los últimos autobuses nocturnos, él es un tristón Hugo (Juan Daniel García Treviño) que de emperifollado-encorbatado atuendo luctuoso se dirige al entierro de su afectivamente lejano padre suicida, quien, con la leyenda “Encuentra un nuevo hogar para Adolfo”, sólo le ha legado un espantoso cactus, mismo que el chico lleva cargando, y ella es la vivaz Momo (Rocío de la Mañana), una chava recién salida de rehabilitación con perpetuos googles de piloto que siente un profundo miedo de retornar al consumo de drogas o de ceder a los impulsos suicidas que le han dejado una horrible cicatriz en el antebrazo izquierdo, se hablan calle de por medio, ella le avienta de prestado su encendedor para que él pueda prender un cigarrillo, se juntan a platicar y no dejarán de comunicarse sus intimidades y sus gustos más sus ansias y sus evasiones el resto de la noche, él admira los tatuajes de Momo pero admite su rechazo al dolor, en cambio ella envidia su indumentaria elegante pues siempre ha querido ir a festejar vestida como Amelia Earhart y lo invita cerca de allí a una fiesta en el caserón de su desatada amiga Ale (Michele Abascal), a la que Hugo rechaza asistir, pero al fin se presenta portando la sensualosa chaqueta leopardesca de Momo, justo a tiempo para evitar que ella consuma la droga que ahí fluye con normalidad y se antoja como aliviane emocional, sobre todo al toparse con su displicente exnovio Leo (Jeremie Cormier) que aún la desequilibra, entonces Hugo y Momo bailan reguetón durante horas, hasta que deciden encontrar juntos el nuevo hogar que en silencio solicita el personalizado y demandante cactus en su poder, una tarea que los une tan cómplice cuan afectuosamente, prueban nuevos hábitats espectaculares o edenfeéricos, si bien sienten que en ninguno de ellos estaría contento Adolfo, se embriagan de amistad y alcohol, Hugo es golpeado de mala manera y acepta ser tatuado por Momo en un brazo, pero en contraste con el acercamiento físico entre ambos cada vez más amistoso y tierno, Momo se apresta a rescatar una vieja cámara fotográfica y a robar en forma atropellada un arcaico radio suyo con el que a la brava se cobró un conecte su exdealer el siniestro barman de camisa vaquera Javier, una violenta hazaña que excita y socava a la chica, al grado de que el solidario Hugo debe irrumpir por la fuerza en el mingitorio de damas para impedir que la trastornada Momo se meta el atractivo contenido de un sobrecito que yacía guardado en uno de los objetos secuestrados, aunque ya recobrada la calma, los dulces amigos van a tener que treparse una encima del otro en la calle para entrar por la ventana a la antigua alcoba del hoy semidesierto departamento de ella y concederle exacto en el alero de la ventana el permanente sitio ideal que parecía exigir el cactus Adolfo, cuya maceta se ha quebrado y deshecho en el transcurso de un duro forcejeo de Hugo con Momo, para enfrentar juntos, uno al lado de la otra, las ahora tranquilas demandas interiores de la secreta y metafórica juventud cactus.

La juventud cactus se estructura dramáticamente sobre la idea exclusiva del encuentro, un encuentro hipotético y soñador, un encuentro que impone la tiranía no obstante abierta del tiempo reducido, un encuentro de una sola alargada e interminable noche, un encuentro minimalista en las antípodas del maxibarroco narcojuvenil de la Fiesta en la madriguera (Caro 23), un accidental y aleatorio encuentro que se torna definitivo y marcante en la vida de dos criaturas a la deriva, un encuentro obsesivo para los estudiantes de cine y acorde con su pensamiento mágico en acto.

La juventud cactus se funda sobre un melancólico encorsetado aunque sensitivo feminista solidario García Treviño librándose tanto de la sombra de Ya no estoy aquí como de sus encasillados roles de narcosicario maldito, y sobre una Rocío de la Mañana desbordante de energía en sus ciclotímicos cambios de tono, pero está a cada momento en un tris de sacrificar todo el caudal expresivo de ellos, y su eficacia anecdótica, a una pavorosa edición acelerada sin motivo y a contrasentido, para la que cualquier acción o simple situación debe volverse dinámica a la fuerza, abrupta, subliminal, antiemotiva e insensibilizante.

La juventud cactus concentra entonces todo su poderío narrativo en la (por desgracia apresurada) contemplación del nacimiento de la ternura, lo cual no es poca cosa, ya que se trata de la ternura como sentimiento fuerte y resiliente, la ternura que salva de ideas autodestructivas, la ternura que logra la imaginaria pero contundente reconciliación amorosa-mutuocomprensiva con la figura del padre distante tan temida, la ternura deambulatoria entre la desconfianza y la empatía inmediata, o entre el desconsuelo y la fragilidad de una envoltura carnal ávida de disfraces, o entre los reveses y la volubilidad amor-amistosa, en suma, la ternura que resuelve contradicciones, cura heridas morales, deshace distorsiones cognitivas, conjura tendencias nefastas y funestas, vence obstáculos innombrables.

Y la juventud cactus halla por fin un merecido remanso de paz y descanso para la bienavenida pareja dispareja de esos héroes que truecan malestares y agitaciones por otros cuerpos, tendidos inmóviles sobre una cama omniconciliadora, bajo la mirada ignoradamente benéfica y satisfecha del inerme, semejante Adolfo, ahora dentro de una botella misericordiosa.

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