A cien años de la publicación del (Primer) Manifiesto del surrealismo —aparecido un 15 de octubre de 1924 en París, bajo el sello de Éditions du Sagittaire—, es necesario preguntarnos qué pensamos cuando oímos hablar de surrealismo. A una gran mayoría, me imagino, se le vendrán a la mente algunas pinturas de Remedios Varo, de Alice Rahon o de Leonora Carrington, expuestas varias veces en el que es hoy su casa, el Museo de Arte Moderno; otros, probablemente, recordarán las películas de Luis Buñuel, tanto las de la Época de Oro del cine mexicano, como las del periodo francés; unos más, tal vez, incluso piensen en los poemas de César Moro, en los textos de Benjamin Pèret o en la mítica revista Dyn de Wolfgang Paalen. Todos estos personajes, como es bien sabido, hicieron de México su país de residencia (ya sea temporal o permanente), a inicios de la década de 1940, a causa de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, poco más de quince años antes, había habido una primer inmigración surrealista, aunque en ésta llegaron únicamente papeles, ideas y algunas imágenes.

Tan sólo meses después de la publicación de su manifiesto, la crítica mexicana ya hablaba del movimiento surrealista, aunque no siempre en los mejores términos. Tanto en El Universal, en El Universal Ilustrado y en Revista de Revistas se imprimieron textos que cuestionaban la actitud de los llamados surrealistas ante la literatura y el arte, pues veían en su producción y en sus acciones más un afán de escandalizar que una verdadera propuesta estética. Aunado a ello, los reporteros y articulistas ponían en duda el ímpetu revolucionario que se adjudicaban a sí mismos los integrantes de este movimiento, ya que, para los mexicanos, quienes acababan de vivir una revolución ideológica y armada, una palabra de ese calibre no debía utilizarse a la ligera, menos si sólo se trataba de “novedades literarias”[1].

Entre 1925 y 1928, pocas notas sobre el surrealismo superaron el comentario marginal o la desacreditación en aras de defender de las influencias extranjeras a la literatura mexicana, que, decían algunos, debía tener un carácter social y revolucionario. No fue sino hasta la llegada de la revista Contemporáneos(43 números, 1928-1931) que se haría, de manera fragmentaria, una crítica profunda al surrealismo, a la vez desde una perspectiva ética y estética. Rápidamente esta publicación tomó una postura crítica ante distintos fenómenos culturales (históricos, artísticos, sociales y literarios) y se hizo reconocer por ello. Dentro y fuera del país, tanto de modo positivo y negativo, Contemporáneosse convirtió en un referente para el público interesado en arte y literatura, en especial para algunos grupos de escritores e intelectuales con los que mantenían intercambios y correspondencia.

Aunque estuvo prácticamente toda su vida dirigida por Bernardo Ortiz de Montellano —con excepción de los primeros ocho números, en los que había un consejo directivo formado por Jaime Torres Bodet, Enrique González Rojo y el mismo Ortiz de Montellano—, a decir de este último, Contemporáneos estaba planteaba como una revista grupal, en la que se pudieran encontrar diversos puntos de vista, pero con una sensibilidad compartida. De esta suerte, un tema como el surrealismo encontró cabida en las páginas de esta publicación, desde las que se estudió, comentó, diseccionó y jugó con el movimiento, sus ideas, autores y propuestas.

Ahora bien, ¿por qué nos interesaría saber hoy en día acerca de las reflexiones que del surrealismo hicieron quienes publicaban en Contemporáneos? Más allá de la mirada retrospectiva que podamos tener en la actualidad, ya en los años de su impresión y distribución esta revista ponía en papel lo que otras publicaciones de su tipo se negaban a estudiar o, siquiera, comentar. De tal modo, durante cierto tiempo, los textos aparecidos en Contemporáneosfueron de los pocos (si no es que los únicos) que se abocaban a discutir sobre arte moderno y de vanguardia, sobre poesía contemporánea o sobre historia nacional desde una perspectiva que se abría a lo universal, sin perder de vista lo local.

Así, por ejemplo, podemos encontrar en el tercer número (agosto de 1928) de Contemporáneosóleos de Giorgio de Chirico —quien en ese momento era vinculado a los surrealistas, debido a que éstos lo consideraban un antecesor propio y lo publicaban en varias de sus revistas— y textos sobre este mismo pintor atribuidos a Jean Cocteau (aunque algunos críticos proponen que, en verdad, quien los escribió fue Xavier Villaurrutia). Igualmente, por el tono en el que están escritas, a esta dupla pueden sumársele las “Fichas sin sobre para Lazo”, de Villaurrutia, aparecidas en el segundo número de la revista (julio de 1928). El juego entre palabra e imagen permite, en estos números iniciales, familiarizar al lector con una estética que podría resultarle, más que desconocida, chocante. De un mismo modo, aunque con diferentes medios, las pinturas de De Chirico y los fragmentos de Cocteau y de Villaurrutia presentan nuevas formas de concebir, desde el arte, el mundo circundante.

Por ejemplo, en las “Fichas…”, dice el mexicano: “Describir un sueño gráficamente lo hace un suprarealista. Componer un cuadro con los elementos del sueño lo hace un pintor. Chirico es suprarealista, pero no todos los suprarealistas son pintores” (p. 120). Por otro lado, en los “Fragmentos sobre Chirico”, dice Cocteau: “Un hombre que cae de lo alto es un hombre que empequeñece y cesa brutalmente de empequeñecer, en una brusca postura de pelele. Un hombre que se aleja es un hombre que cae con dulzura y, en vez de aplastarse, se dispersa, como una nube. Todas las perspectivas de Chirico son caídas” (p. 261). No está de más mencionar que esta estética onírica e inquietante sería explorada por Villaurrutia en sus Nocturnos (1931); a la vez que las pinturas de De Chirico tendrían en los años posteriores un gran impacto en la producción de diversos artistas mexicanos, como Roberto Montenegro, María Izquierdo, Manuel González Serrano y Agustín Lazo.

Manteniéndonos en el ámbito de las artes visuales, en el número 13 (junio de 1929) de Contemporáneosse publican cinco obras de Man Ray, obtenidas todas con una técnica inventada por él mismo y denominada rayografía —ésta consistía en exponer objetos o figuras sobre un papel sensible a la luz que posteriormente sería revelado—. Varios números más tarde, en la entrega 33 (febrero de 1931) de la revista, aparecería el texto “El arte de la fotografía”, de Salvador Novo, en el que el mexicano comenta: “Llegada a su madurez técnica, la fotografía tiene ante sí los dos caminos: la creación o la reproducción; la emoción indirecta o la emoción estética. Entre los más inquietos parisienses de hoy, Man Ray, que no lo es, ilustra las doctrinas del surrealismo sin otra cosa que su genial cámara fotográfica” (p. 171). Aún más, no es ninguna coincidencia que apenas unas páginas antes del ensayo de Novo hubiera tres reproducciones de Manuel Álvarez Bravo, quien, en palabras de André Breton, “revelaba el alma del país por entero” con sus fotografías, pues “donde Álvarez Bravo se detiene, ahí donde se rezaga para fijar un rayo de luz, un signo, un silencio, es ahí donde no tan sólo late el corazón de México sino también donde el artista ha podido presentir, con singular discernimiento, el valor plenamente objetivo de su emoción”[2].

Otra aportación crítica importante que podemos hallar en Contemporáneos —una que no se centra en la proyección de artistas u obras surrealistas hacia el mercado local del arte— es la discusión teórica sobre qué era eso que en su momento llamaban “arte nuevo” y cuál era su función. Por ejemplo, en el texto “El arte nuevo como agresión” de Miguel Pérez Ferrero, publicado en el número 24 (mayo de 1930), se dice que Un perro andaluz de Luis Buñuel es “una incitación al crimen y a la violencia. Una incitación a volver la espalda a todas las ligas y asociaciones de humanitarismo y a todas las cuerdas sensibleras. Se trata de habituar a las gentes, por medio de fuertes e inesperados espectáculos, al choque que forzosamente les ha de ir imponiendo la vida” (p. 162). Aunque parezca lo contrario, esta opinión sobre el trabajo de Buñuel es positiva, ya que para Pérez Ferrero el “arte nuevo” debe utilizar la crueldad y la violencia para hacer arte con lo extra artístico y, así, cimbrar la realidad del espectador. En mayor o menor grado, desde El río y la muerte, Ensayo de un crimen y Viridiana, hasta El discreto encanto de la burguesía y El fantasma de la libertad, encontramos en Buñuel esta utilización de la crueldad para despertar nuestra parte más oscura, para dinamizarnos y sacarnos del diminuto lugar seguro en el que la sociedad nos ha llevado a entrar.

Si bien en otros ensayos Ortiz de Montellano, Torres Bodet o Jorge Cuesta reflexionan también sobre el lugar del arte en la vida, me parece que es Pérez Ferrero quien señala con toda precisión cuál es la función del arte nuevo, que él identifica plenamente con el surrealismo: “Yo lo veo como una fuerza viva y poderosísima de renunciamiento y a la par de adquisición. Y un deseo de hablar por primera vez, en tono percibible [sic], de sensaciones que ni uno mismo se había atrevido, consigo, a descifrar” (p. 158). Esta nueva percepción es lo que, desde las páginas de Contemporáneos, se comienza a entender como surrealismo, una percepción que encuadra ciertas partes de la realidad para aumentar la comprensión de otras. Así, el surrealismo no se queda únicamente en el ámbito artístico, sino que logra “Descender con su Arte a la Vida y realizar el Arte de vivir contendiendo, de intervenir directamente en acontecimientos de toda índole” (p. 160).

Son estas revelaciones sobre el movimiento surrealista las que nos dejó Contemporáneos, las cuales siguieron siendo comentadas y estudiadas a lo largo de los años. Esta revista, si bien se centra en tratar de comprender su presente y su realidad, nos permite también observar, a la distancia, la consolidación y apropiación de ciertos estilos e ideas por parte de intelectuales y artistas mexicanos. E, incluso, abre nuevamente una puerta para (re)descubrir algunas facetas del surrealismo, en particular, y del arte, en general, que tal vez hemos perdido de vista.

[1] Luis Mario Schneider consiga distintos artículos y puntos de vista vertidos en periódicos y revistas mexicanos en su clásico libro México y el surrealismo (1925-1950).

[2] André Breton, “Manuel Álvarez Bravo”, Artes de México, núm. 63, 2003, p. 58.

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