La fama y la fortuna de la pareja compuesta por Madame de Staël (1766–1817) y Benjamin Constant (1767–1830) sólo puede comparase a la tenida, el siglo pasado, por Simone de Beauvoir y Jean–Paul Sartre, nos dice Renee Winegarten en Germaine de Staël & Benjamin Constant. A Dual Biography (2018) y sería materia –el asunto– de una biografía cuadruple. Si Beauvoir y Sartre se adueñaron de la conciencia de miles y miles de lectores durante décadas, lo mismo ocurrió con aquella pareja de suizos (aunque ella nació en París y él en Lausana); como Simone y Jean–Paul, Germaine y Benjamin nunca se casaron: en 1807, ya viuda, ella lo rechazó y él, despechado, optó por un matrimonio clandestino donde gozó de una plena actividad sexual –el erotismo no era la actividad favorita entre ambos escritores– aunque acabó por aburrirse de su cónyuge.
El mundo era entonces más pequeño. Si Sartre y Beauvoir, tras el apogeo del existencialismo, se sacaron fotos con Fidel Castro y Ernesto Guevara, los guerrilleros cubanos cuya tiranía festejaron, cuando Napoleón Bonaparte regresó sorpresivamente, en 1815, de su exilio en la isla de Elba y le arrebató el trono a los Borbones, Constant, quien meses antes lo había atacado por déspota, fue llamado por el Emperador para que le escribiera una verdadera constitución. Él aceptó y de aquella carta constitucional, llamada por ello “la benjamina”, nacieron –empezando por la libertad de prensa– todas las constituciones democráticas del siglo XIX. Tampoco fue mal vista por Luis XVIII. El rey, como su fugaz predecesor –ya entonces camino de otra isla, la de Santa Elena, esa cárcel de alta seguridad– lo hizo perdonar. Constant le respondió encabezando lealmente a la oposición y publicando el Adolfo, su novela romántica, leída como una respuesta a Delphine (1802) y Corinne ou l’Italie (1807), los novelones de Madame de Staël.
Aunque De la littérature considérée dans ses rapportes avec les institutions sociales (1800) es una salida en falso del romanticismo, al comparar a los neoclásicos con las literaturas del norte (la futura Alemania) y del sur (Italia), Madame de Staël encolerizó a un cónsul Bonaparte con tiempo para esas lecturas. Se equivocó ella –la primera mujer en hacer teoría literaria– en creer que la Ilustración tendría un efecto progresivo sobre la literatura, pero la relacionó con la sociedad y los caracteres nacionales, y en eso innovó. A Constant, también protestante, le interesaban más que las letras, la religión y dijo en De la religión (1824–1831), esa obra maestra olvidada según Tzvetan Todorov, que el sentimiento religioso era compatible con la libertad, opinión que daba cuenta del cambio de siglo. En el XVIII, Voltaire –a quien Germaine conoció en Ferney llevada por sus padres– se hubiese escandalizado ante esa idea.
Ni Germaine ni Benjamin eran de agraciado aspecto (tampoco Simone y Jean–Paul, dicho sea de paso) pero el historiador J.C.L. Simonde de Sismondi, testigo de las tertulias en Coppet –el castillo de los Necker junto al lago Lemán– dijo que era imposible entender al uno sin el otro. Constant, en solitario, apenas tenía ese poder capaz de subyugar a los grandes de este mundo; sin él, la inteligencia de ella, la gran escritora en 1800, se salía, diluyéndose en el aire, por las ventanas del salón.
Ella era rica: su debilidad fue recuperar el dinero que los Borbones le debían a su amado padre y sólo flaqueó ante el Emperador cuando éste prometió perdonarle sus odios políticos pagando esa deuda ajena con el tesoro público. Él, como cuenta en El cuaderno rojo, esas memorias de juventud publicadas hasta 1907, era un niño echado a perder por su padre. Cuando éste le faltó, Constant se volvió avaro y abusivo. Quizás Albertine de Broglie, fallecida en 1838, fue la única hija, por fuerza natural, de Germaine y Benjamin. A los maledicentes les bastaba con la prueba de que ambos eran pelirrojos; sus amigos apuntaban hacia el pudoroso amor de Benjamin por su aparente hijastra. Amor constante.
Fue Constant quien gustaba de llamarse a sí mismo “el inconstante” y algunos comentaristas lo imitan. Prefiero a quienes piensan que si algún mérito tuvo Constant ése fue el de la constancia. En una época de mudanzas extraordinarias, cuando cambiar de bando no era tan mal visto y las convicciones sustituían a los artículos de fe porque Dios se ausentaba por enfermedad terminal, Constant, quien había estudiando en la ilustradísima universidad de Edimburgo, fue fiel –entre el Directorio de 1795 y la Monarquía de Julio en 1830– al predominio del individuo frente al poder, a las leyes escritas y grabadas en las constituciones, a la defensa del derecho a la propiedad. No desdeñó la apetencia de los hombres por la igualdad –nos lo recuerda Winegarten– pero la subordinó al imperio de la libertad. Sirvió a Luis XVIII y a Napoleón Bonaparte, sucesivamente, porque a ambos los convenció que la guerra era pasajera y sólo en la libertad los modernos podrían superar a los antiguos. Aunque habría querido dictarle una constitución al general De Gaulle (u otro libro rojo a Mao), Sartre no logró lo que Constant.
A diferencia del exobispo Talleyrand –quien fue introducido ante el entonces primer cónsul por Madame de Staël– es aventurado hacer de Constant un político oportunista. Ofrecía sus ideas a los soberanos y le importaba poco bajo que tipo de régimen se aplicarían. En el fondo era escéptico y no se “entusiasmaba”, a diferencia de Germaine. La sobrevivió Benjamin trece años, luchando por el liberalismo durante la Restauración. Murió a unos respetables 64 años de edad por los apenas 51 de ella. Le alcanzó el tiempo para ser rechazado –por tercera vez– por la Academia francesa a uno de cuyos sillones aspiraba y se batió en duelo famosamente sentado en una silla. En julio de 1830, Luis Felipe, de alguna manera su discípulo, se hizo del trono, y a su muerte, el 8 de diciembre de ese año, recibió funerales de Estado.
Cuando Madame de Staël murió estaban en malos términos. Albert de Rocca, el último marido de Germaine y August Schlegel, su leal secretario, le negaron a Constant la oportunidad de despedirse. Una vez muerta, publicó un par de emocionados panegíricos (anónimos por ser testimonio de una amistad irregular) donde, de manera inédita, un varón se rendía ante el poder intelectual de una mujer con la que, además, había compartido la vida. Mucho antes, Germaine dijo: “Constant es un segundo Montesquieu”.
Todavía en 1979 aparecieron inéditos de Madame de Staël, y en el bicentenario de la Revolución francesa, diez años después, al coincidir con la caída del muro de Berlín, acabó por imponerse, al menos para los liberales y la socialdemocracia, su visión girondina de 1789. Es decir, la Revolución francesa fue un progreso civilizatorio que el Terror jacobino manchó de sangre. A esa polémica labor de higiene se dedicaron Madame de Staël y Benjamin Constant, quienes fueron testigos de todo aquello. Para conquistarla, él había apelado, en 1795, con éxito al chantaje con una dosis suicida de opio, al verse rechazado. Se conoce que ese amor–pasión duró veinte años y habiendo terminado poco antes de la muerte de ella en 1817, fue muy turbulento, excepto cuando se callaban la boca y se ponían a escribir, a veces agarrados de la mano.