Algo sabía Fleur de los viajes en tren, pues para mi deleite el asiento que me asignaron se hallaba en un gabinete de primera clase, con cuatro lugares disponibles que nadie más ocupó. Bueno, me dije, no está nada mal que haya tantos supersticiosos en Francia. Me instalé junto a la ventana y dado que la mirilla y el seguro de la pistola se me clavaban en la pierna, guardé el arma en la maleta y dejé esta entreabierta en el asiento contiguo, sólo por precaución.

A medida que el aparato ganaba velocidad rebasamos los últimos edificios de París, sucios y descuidados, como si nadie los hubiera pintado desde la Gran Guerra. Luego de tantas paredes en un deprimente color amarillo, más digno de un hospital psiquiátrico que de la Ciudad Luz, surgió el bosque con la intensidad de una explosión verde. A partir de allí, el paisaje voló a toda velocidad en dirección de mis ojos, y los postes, los árboles e incluso las casas parecían despegarse del suelo por un instante y flotar, adquirir una vida aérea, hasta que de un salto se lanzaban hacia el pasado. Era el primer tren que tomaba.

Me temblaban las manos: había dormido poco y muy mal esos días. Buscando a Mariska, prácticamente no había pegado el ojo en una semana. Y a pesar de que entrevisté a cuanta maga o ilusionista pude localizar, y por supuesto, a todos los vecinos de su edificio y su barrio, nadie parecía estar al tanto de ella, lo cual hablaba muy bien de las habilidades de mi amiga para moverse sin llamar la atención, pero me dejaba a mí en la incertidumbre más grande, incapaz de determinar si los jabalís le habían hecho daño, o si alguien más la había secuestrado. Fue imposible localizar a su amigo, Horacio Walpole, de extrañas costumbres nocturnas, y dado que Mariska se disfrazaba tan bien, su casera, por ejemplo, estaba convencida de que en su departamento no vivía ella, sino un hombre de edad avanzada, que dejaba París por largas temporadas; los tenderos de su calle no la recordaban y ni siquiera los meseros nocturnos lograron decirme algo sustancial: si uno de los jabalíes se la llevó, o si Mariska logró esconderse, borró bien sus huellas.

Mientras pensaba en los sospechosos que iba a enfrentar vi desfilar campos de trigo divididos por altas hileras de pinos; un amplio terreno muy verde y moteado de azul por un plantío de lavanda; pueblos breves como un parpadeo, iglesias en ruinas, un granero del cual emergía una espesa nube de urracas que giraba en extrañas espirales; las cúpulas inclinadas de una iglesia sombría; un puente de madera en el cual se besaba una pareja, un lago artificial donde una docena de patosseguía a su líder; y un vasto terreno, ocupado por media docena de borregos, gordos como nubes terrestres, y vigilándolos desde una colina próxima, el perro negro más grande que había visto en mi vida, casi tan enorme como aquellos que acompañaban a la banda de los jabalís: un perro titánico, que observaba a los borregos como un rey a su corte. Y junto a las vías del tren, el desastre: a ocho años de que terminara la Gran Guerra aún podían verse hondonadas profundas a ambos costados, producto de los obuses y las bombas alemanas.

A medida que se orientaba hacia el norte, el ferrocarril atravesó tierras más oscuras y bosques más densos, que sólo excepcionalmente se abrían y mostraban siniestras imágenes: una mansión bajo un tupido bosque de abetos, tan oscura que pasaba casi inadvertida, a pesar de que arriba teníamos un cielo azul rutilante; un granero rojo y frente a él, un grupo de niños que agitaba los brazos sobre sus cabezas, como si trataran de ahuyentar una nube de abejas, o un ave pequeña que los estuviera acosando; un par de esculturas gigantes, ambas con cuernos, mitad demonio, mitad toro, mirando en dirección de los rieles; la plaza principal de un pueblo desierto, en la cual alguien había colocado lentes oscuros a una estatua de mármol; una casita muy linda, decorada con esmero, frente a la cual una joven se concentraba en recortar la piel de un mamífero, hirsuta y marrón, para colocarla sobre diversas tazas de cerámica; una cabra con patas tan flacas y alargadas que parecían de mosquito; el cuerpo de un persona vestida de negro y recostada en el centro de un trigal, imposible discernir si era una mujer viva o un hombre muerto; y una delicada niña a la sombra de un árbol, la cual inclinaba el rostro una y otra vez sobre un alimento que parecía delicioso: cuando el tren se acercó lo suficiente me pareció que el manjar sobre el cual se inclinaba era un ave negra, con todo y plumas aún.

Cabeceé un poco cuando el tren giró a la derecha y por un instante juré que un hombre se había asomado a mi gabinete, pero cuando salí a echar un vistazo no había nadie en el pasillo. Llámenme crédulo, pero en ocasiones como esa me parece que el talismán busca llamar mi atención: hace unos días, cuando iba a atacarme la banda de los Jabalís, sentí que el talismán aumentaba de temperatura, como si lo hubieran puesto en el fuego: tal advertencia salvó mi vida. Esa mañana en el tren lo palpé con curiosidad, pero estaba tan tibio como mi propia piel, y aún manchado por el aceite blanco que le puso el comisario. Por más que la froté con un pañuelo, la mancha no se quitó. Los seguidores de Paulo de Tarso sabían lo que hacían.

Si había fantasmas o seres de ultratumba en los vagones, sabían esconderse muy bien. Y por más que lo pensé, nunca había escuchado que los fantasmas fueran capaces de aparecerse en tren alguno. Relatos de espíritus que se aparecen en plácidos buques a mitad del océano, o en coches dulcemente arrastrados por caballos apacibles, había escuchado decenas. En Drácula, una novela muy interesante que había leído hacía tiempo, el fantasma, o la aparición, por llamarla de algún modo, viajaba de Europa a Inglaterra en un buque comercial y su presencia sorprendía de tanto en tanto a los marineros. En uno de los cuentos más impresionantes que leí de niño, creo que de Nerval, un hombre enamorado viaja en una apacible carroza y ahí mismo lo alcanza su amada muerta, a fin de arrancarle la vida luego de desangrarlo y beber cada gota. También La leyenda de Sleepy Hollow, de Washington Irving, cuenta cómo el espectro del Jinete Sin Cabeza perseguía al infortunado Ichabod Crane a caballo hasta el puente en que se decidió su destino. Y en la oficina, poco antes de morir, mi amigo, el agente Le Rouge, contaba a carcajadas que según ciertos reportes un fantasma se aparecía en los anticuados taxis parisinos, se hacía llevar al otro extremo de la ciudad y se bajaba sin pagar. Pero nada de apariciones del Más Allá en trenes o avionetas, ya no se diga en un zeppelin, como si Ultratumba estuviera reñida con la velocidad.

La luz que inundó mi gabinete cuando atravesamos el siguiente bosque cambió por completo mi percepción del vagón. Varias veces creí que había una mujer sentada en el asiento de enfrente, y que su vestido blanco se hacía visible cuando las gruesas copas de los árboles bloqueaban los rayos del sol. Pero en cuanto salimos del bosque, la joven no volvió a aparecer. Por curiosidad me incliné sobre su asiento: se diría que el respaldo estaba ligeramente hundido, como si alguien ocupara el lugar. Extendí la mano, muy extrañado, y cuando iba a tocar el cojín un vendedor llamó a mi puerta:

-¿Café para el señor? ¿Pan, jugos de naranja? ¿Un trago fuerte?

Compré un croissant y un gran café con leche, como los que le gustan a Horacio Walpole. Tan pronto confirmé que no había miradas indiscretas desplegué la mesa portátil disimulada en la pared, me dije: Bueno, vamos a ver quiénes son estos angelitos, pero al sacar el inmenso paquete que me había entregado Fleur, el sobre externo se rompió. Un alud de carpetas cubrió la mesa y el suelo con los expedientes de los sospechosos.

Mientras los ordenaba pude comprobar que todos los miembros del grupo fueron calificados como violentos y sediciosos, y que la mayoría tenía al menos un arresto por vandalismo. Que se les había visto con grupos anarquistas y comunistas; que en sus francachelas lo mismo se reunían con pintores exiliados de Rusia o venidos de España o México, que con mendigos y prostitutas, rusos blancos, carteristas o delincuentes franceses plenamente identificados. Y no había manera de aburrirse con esas historias. Según indicaban decenas de informes policiales, copiados de diversas comisarías, no había surrealista tranquilo.

Al que tenía la apariencia más apacible y sosegada de todos ellos, el poeta Robert Desnos, que en la foto aparecía recostado sobre un diván, los ojos entrecerrados sobre unas ojeras muy negras, el informe lo calificaba de “extremadamente violento”, dado que en una de las reuniones recientes del grupo enloqueció y atacó con un cuchillo a uno de sus amigos, el pintor Max Ernst, aunque por fortuna no logró lastimarlo… La policía se presentó en el lugar por una denuncia de los vecinos, escandalizados por los gritos, pero Ernst no levantó cargos, dado que en el momento de la agresión, Desnos ¡se hallaba hipnotizado por el mismo Breton!

Otro expediente establecía que al calvito del grupo, el poeta Benjamin Péret, el informe lo calificaba de “intransigente”, “incendiario” y “rabiosamente anticlerical”, por su afición a insultar a sacerdotes y militares y a hacerse de golpes con ellos, al igual que el líder del grupo. Una foto suya, publicada en un pasquín distribuido por estos agitadores, la revista Littérature, lo mostraba con el torso desnudo y las manos alzadas como un pugilista, el cráneo coronado por un sombrero de hongo y en la diestra un grueso bastón, que empuñaba como si fuera a atacar a alguien.

Por su parte, a Yves Tanguy, Jacques Prévert y Marcel Duhamel, que compartían un departamento en la calle del Castillo, los vecinos los habían denunciado varias veces a causa de sus fiestas constantes, todas escandalosas y con la presencia de numerosas bailarinas de los cabarets más cercanos, ninguna de las cuales cesaba antes del amanecer. Que algunos de los habitantes de ese departamento, como Jacques Prévert, eran bien conocidos en la comisaría de Saint-Sulpice, donde habían pasado más de una noche arrestados por ebriedad y escándalo público.Que el gerente del Cine Ópera en más de una ocasión se quejó de que estos sujetos llegaban acompañados por señoritas dispuestas a cometer todo tipo de atentados contra la decencia en cuanto se apagaban las luces, y que más de una vez alguien abandonó la sala, escandalizado de que en uno de los balcones los supuestos cinéfilos preparasen ruidosos cocteles al estilo americano, los cuales circulaban con generosidad entre ellos y sus alegres invitadas.

Pero el resto del grupo no se quedaba atrás, pues había provocado riñas y escándalos en numerosos bares y restaurantes, como Le pére tranquille, donde pelearon con un proxeneta y sus guardaespaldas, que al ser insultados intentaron golpearlos con cachiporras; o en La Closerie des Lilas, donde sabotearon la conferencia de una escritora muy respetable y correcta, la cual promovía el odio racial contra los alemanes. Un miembro del grupo surrealista, el pintor Max Ernst, de origen alemán pero radicado en París desde hace años, al oír a dicha escritora se sentó frente a ella y sus acompañantes, y luego de decirles que la guerra ya había terminado, y que eran unos imbéciles por culpar a todos los alemanes sin distinción por los excesos de los altos mandos, los retó a presentar un argumento intelectualmente válido, y en vista de que los asistentes al evento no se retractaban de sus comentarios, los retó a salir a la calle para dirimir a golpes sus diferencias de opinión. No tuvieron tanto tiempo: la refriega se armó allí mismo, para horror del gerente y los comensales: las sillas volaron y en el punto más alto del conflicto, otro miembro del grupo, un tal Louis Aragon, se asomó por la ventana del café y a fin de apoyar a Ernst, gritó vivas a Alemania, con lo cual de inmediato provocó un malentendido que atrajo a una multitud de franceses airados al interior del café, los cuales destrozaron buena parte del local.

¿A quién se le ocurría vitorear a Alemania en este país, que aún se recupera de las heridas de la gran guerra? Revisé el expediente del tal Aragon y lo primero que vi fue una foto que al parecer fue tomada en secreto en una librería, donde un jovencito rubio, al que apenas le crecía un irrisorio mostacho, examinaba las últimas novedades literarias. Al calce decía: Louis Aragon, detectado en la librería de Adrienne Monnier en 1921. Me dije que el tal Louis no podía ser tan salvaje, pero ya me enteraría de los pasos en los que andaba el angelito. Entre otras cosas, en marzo de 1921, él y Breton convocaron a una especie de espectáculo público, en el cual fingieron juzgar en ausencia al muy respetable escritor Maurice Barrès, verdadera gloria nacional, por haber incitado a los jóvenes a participar en la gran guerra a través de sus libros y sus declaraciones públicas. Al final del espectáculo, Aragon fue el primero en pedir que cortaran la cabeza al acusado, ¡a pesar de que él mismo era su defensor de oficio! Y según el agente que redactó el informe, Aragon y sus amigos hablaban en serio. Esa tarde criticaron tan intensamente y con tanta saña a Barrès, y contaron con tantos detalles cómo pensaban abofetearlo y mancharlo de excrementos, que el procurador ordenó que dos miembros de la policía secreta cuidaran al novelista durante los siguientes meses: vaya que el Estado Francés se preocupa por la integridad de sus glorias nacionales, cuando estas defienden la imagen oficial de la patria.

Por supuesto, el expediente más abultado era el del mismo Breton, el líder del movimiento, o “el Papa del surrealismo”, como lo llamaban ahí mismo sus detractores. Según el análisis del experto en frenología de la policía parisina, Breton era el más explosivo del grupo: de acuerdo a los parámetros de Berthillon, esa frente alta y esos labios firmemente apretados eran indicios de un carácter violento y neurótico, habituado a estallar. Fue él quien incitó a sus colegas a muchos de los desmanes anteriores, y fue él quien se presentó a la representación del Ballet Mercurio, en compañía de Louis Aragon y los compositores Auric y Poulenc, a fin de abuchear a Satie, que había compuesto la música, para luego gritar vivas al pintor Picasso, autor de los decorados, pues según Breton la deficiente puesta en escena le restaba méritos al trabajo del pintor español. La policía tuvo que sacarlos a empujones. También fue Breton quien en compañía de Éluard y Péret provocó la sonada pelea, tan comentada en los diarios, entre actores y el público en general, durante la representación de la fallida obra de teatro de Tristan Tzara, Coeur à gaz, en 1923. Yo recordaba haber leído esa nota: al saber que Tzara traicionaba sus principios dadaístas y se atrevía a ofrecer una obra dramática con propósitos comerciales, Breton y sus compinches se presentaron en el teatro y arrojaron todo tipo de verduras a los actores, hasta que estos replicaron y se lanzaron sobre ellos. Vaya fichita que era Breton.

Entre otros actos de vandalismo, también lo llevaron a la comisaría con tres o cuatro de sus amigos por agredir a un crítico a que esperaba delante de ellos en la fila del cine. El error del pobre hombre consistió en burlarse de Breton mientras este ensalzaba a Charles Chaplin. Breton le arrebató la sombrilla y la rompió contra el piso, al crítico no le gustó nada el detalle, se agarraron a golpes bajo las marquesinas, ahuyentando a la clientela. La policía llegó de inmediato y arrastró a los rijosos a la comisaría más cercana, donde tuvieron que soltar a Breton, gracias a que uno de los poetas que lo acompañaban, aprovechando un descuido, se hizo un profundo tajo en el rostro, y alegó que fue el crítico quien lo hirió. Como el joven sangraba en abundancia y el tajo era profundo, los agentes de guardia creyeron que los ofendidos fueron Breton y su tropa, y los dejaron ir. “Imagine usted lo que puede esperarse de estos fanáticos, si son capaces de mutilarse con tal de salvar a su líder”, terminaba el reporte de nuestro informante secreto.

Vándalos, golpeadores, revolucionarios, anarquistas, dinamiteros, hipnotistas, ex militares que no han depuesto las armas: ¿en qué me metí?

Concentrado en estudiar el material, no capté que el tren perdía cada vez más velocidad hasta que se detuvo por completo. Vi a la multitud descender a toda prisa, y porque era mi primer viaje, tardé en comprender que no se trataba de Dieppe, sino de Rouen. Entonces recordé que debía cambiar de locomotora. No tuve tiempo de ponerme la gabardina, así que la eché en la maleta, sobre los expedientes, cerré ambos broches y bajé de un salto al andén. Quedaban pocos viajeros y, como todos ellos, me acerqué al casillero de información. Allí un anciano repetía las mismas indicaciones, al tiempo que señalaba a distintos puntos de la estación:

-Le Havre, andén uno; Lille y Dunquerque, en el tres; Gante en el cinco, Bruselas en el siete; Dieppe, por el nueve. Y va otra vez: Le Havre, en el andén uno…

Porque había perdido mucho tiempo, tuve que correr hasta el final de un largo pasillo, confirmar cuál de los dos aparatos estacionados era el mío, y salté a bordo cuando iban a cerrar. Otra vez fui el último en subir; por fortuna el segundo tren constaba de menos vagones, así que encontré mi asiento casi de inmediato. El aparato era mucho más viejo: una alfombra de terciopelo rojo cubría los vagones de primera y las rebuscadas lámparas doradas con adornos en forma de planta sin duda fueron diseñadas en la Belle Époque, en la juventud de mi abuela. No tardé en comprobar que jamás alcanzaríamos la velocidad del primer vehículo, y que el tren traqueteaba por el esfuerzo al tomar las pendientes. Casi sonreí al advertir que Fleur me había reservado de nuevo otro gabinete maldito con el número trece y me instalé a mis anchas, seguro de que nadie más iba a ocuparlo: subí las piernas en el asiento de enfrente y coloqué la maleta en la elegante mesita central.

Por poco salto del asiento cuando Jules abrió la puerta y el Ladrillo se sentó junto a mí:

-¡Mira nada más!

Antes de que pudiera detenerlo, el colega metió una de sus zarpas en mi maleta, sacó mi pistola y se la lanzó a Jules. Este la atrapó al vuelo, olió la punta y la colocó en el asiento junto a sí.

-¡Hey! Devuélveme eso.

-En un momento, en un momento.

Traté de moverme, pero el gorila apoyó una de sus pezuñas contra mí. Sin que yo pudiera impedirlo, palpó los bolsillos superiores de mi saco y extrajo mi identificación como policía. Luego de revisarla, se la mostró a Jules:

-Brigada Nocturna. La de los raros. La tinta está tan fresca que mancha los dedos. ¿No tienes mucha experiencia, verdad? Tres meses de antigüedad.

Jules la miró desde lejos, y asintió. El Ladrillo me la devolvió con tanta fuerza que casi me rompe una costilla.

-Y ahora, amiguito, vamos a comprobar qué haces aquí…

Antes de que yo pudiera oponerme, vació mi maleta sobre la mesita central. Mis camisas y el resto de la ropa e incluso mi gabardina cayeron ahí. El Ladrillo palpó y revisó todo, incluso la gabardina, pero no había ni rastro de los expedientes. Luego de comprobar que no quedaba nada más en la maleta, lanzó una mirada a su colega.

-Es todo, Jules.

Este se talló los ojos y se inclinó hacia mí:

-Bueno, Pierre: ¿vas a hablar? Dinos cuál es tu misión. ¿Te quedas callado? De acuerdo…

Me agaché cuando calculé que el Ladrillo iba a empujarme y su mano golpeó el respaldo de mi asiento. Salté sobre la mesa y tomé a Jules por la corbata. Cuando éste alzaba la 38 contra mí le pegué y el arma cayó bajo los asientos. Pero cuando iba a golpearlo con la derecha, el Ladrillo me tomó por el cuello y me estrelló contra el muro. En ese instante alguien que pasaba por el pasillo tuvo a bien asomarse:

-¿Qué pasa aquí? ¡Sus boletos, señores!

La llegada del revisor fue providencial.

-Los caballeros reñían conmigo por este lugar.

El revisor tomó mi boleto, lo perforó y pidió los papeles a mis compañeros. No le gustó lo que vio. Examinó con el cejo fruncido los dos billetes que le extendió Jules y se los devolvió:

-En efecto, señores, ustedes viajan en el tercer vagón de segunda. Les ruego que dejen al caballero tranquilo, o tendremos que bajarlos en despoblado.

Y como quien no quiere la cosa, sacó una cachiporra de su chaleco, y la blandió frente a mis colegas. ¡Mis respetos para los vigilantes de los trenes!

Los agentes se pusieron de pie. Muy secreta debía ser su misión, pues no se identificaron como oficiales. Jules lucía muy molesto, pero el Ladrillo no tenía pelos en la lengua. Al salir me pegó con los nudillos en un hombro:

-No te has escapado, haragán.

Tenía la mano pesada. El Vigilante asomó al pasillo y no les quitó la vista de encima hasta que se oyó cómo abrían la puerta que comunicaba con el siguiente vagón:

-No te preocupes por ellos, muchacho: vi peores tipos en la guerra. Estos sólo son canallas… Estaré al pendiente.

Cuando el revisor se fue me agaché bajo el asiento y recuperé la pistola. Comprobé que mi arma conservaba el cargador íntegro, y abrí la maleta: los expedientes se hallaban arropados por la gabardina, tal como yo mismo los había puesto al bajar del otro vagón. Me recargué en el asiento: si los expedientes estuvieron ahí todo el tiempo, ¿por qué no pudieron verlos mis colegas? ¿Por qué no pude verlos yo mismo cuando revisaban mis cosas? Mi inquietud creció y creció hasta que el amuleto de mi abuela se deslizó del interior de la gabardina y cayó sobre los documentos. Estaba más caliente que antes. No recordaba haberlo puesto ahí, así que lo tomé y me lo colgué del cuello con su propia cadena.

No me gustaba nada coincidir con Jules y el Ladrillo. Me puse de tan mal humor que no pude leer los informes.

El resto del camino apenas pude concentrarme y poco a poco el movimiento del tren me arrulló. “No debo dormir”, me decía, “Debo estudiar sus perfiles”, y tomaba el primer expediente a mano. Pero el sueño es más rápido que un tren, y la tercera vez que releí el mismo párrafo arrojé el documento y las fotos a mi maletín y me apoyé contra el sillón. La visión de los bosques de pino que pasaban a gran velocidad uno tras otro provocó un efecto hipnótico en mi cerebro: vi a Mariska correr en un bosque, me vi a mí mismo tras ella, y en el momento en que mi amiga se perdía tras los árboles, una piara interminable de jabalíes nos separaba.

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