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“Recuerdo que Raúl Ruiz indicaba que en Chile primero se opinaba y después se pensaba”, escribe el poeta y editor Matías Rivas en uno de los fragmentos que componen Referencias personales. Literatura y autobiografía (Seix Barral, 2024). Lo dicho por Ruiz (de paso, no sólo un cineasta inolvidable sino un magnífico autor de diarios) y recogido por Rivas puede aplicarse al universo entero un día como hoy, cuando empieza a cumplirse el primer cuarto de nuestro siglo, época de opiniones y escasa en pensamientos.
Entre quienes se libran de pregonar esa escasez está Rivas, nacido en Santiago de Chile en 1971. Sobrios y francos (franqueza indiscreta, de la buena, aquella que no alecciona sino expone a su autor), estos pensamientos lo colocan entre los ensayistas latinoamericanos que recomiendo leer. La suya es la distancia del ornitólogo (su padre observaba pájaros) con que mira a sus semejantes. No en balde, como John Gray y otro chileno (Alejandro Jodorowsky) es devoto del gato doméstico, por la inteligible indiferencia con que nos acompaña, curioso como está Rivas en preguntarse (con John Berger) si la compañía paralela de los animales no nos confronta con la irreductible soledad del ser humano.
Rivas lee bien a los teóricos posmodernos que a mí me causan escozor (Giorgio Agamben o Slavoj Zizek) y recuerda a la llorada Beatriz Sarlo cuando decía que leer a Karl Marx siempre es (o fue) una iniciación formidable y más aún si se recuerda que cuando Rivas era adolescente, durante la dictadura del general Pinochet, la circulación del Manifiesto del Partido Comunista (1848) era clandestina. Para mí, leerlo, en tierras más templadas, fue como entrar a una catedral barroca aunque luego las figuras de los santos empezaran a despostillarse, después a caerse, el órgano a desafinar y tornarse increíble el sermón e inaudito algo como la confesión de los pecados, que a Rivas no le parece mal, a través del psicoanálisis, al ha acudido, como yo en varios períodos de mi vida y al despertarse, se toma, como he hecho también algunos días, un Rivotril para poder salir de la cama, ese nido blanco.
Me gusta que Rivas sea muy siglo XX: cree en la conversación psicoanalítica, es insomne, añora las llamadas telefónicas largas (y debe detestar, como yo, lo de hoy: anunciarse por Whatsapp antes de “marcar” un teléfono) y tampoco oculta el tópico del estremecimiento significado en esa primera lectura de Nietzsche (otro no habría tenido el valor civil de hacerlo), aunque coincidiría con Goethe, quien tiene –el chileno– fama de misántropo, en que el matrimonio es una de las pocas obras de arte a la altura de cualquier mortal, al grado de soñar con escribir un libro sobre su mujer, aspiración que no pocas veces he compartido y a la que Robert Lowell se acercó peligrosamente. Inclusive, el intercambio de imágenes tan frecuente en nuestros días, gracias al teléfono inteligente, nos hizo descubrir a Matias (nunca lo he visto fuera de Santiago) y a mí, que nuestras salas (o living, en Chile) eran idénticas por su mobiliario, el color casi rojo del sofa y la pasión por las churriguerescas paredes retacadas de cuadros.
Si la vida cotidiana, desde Georg Simmel al menos, se ha hecho materia del ensayo literario, en ese linaje (como su amigo y maestro Roberto Merino), Rivas es un peatón concentrado en el resto de sus conciudadanos, observador implacable de cómo las mujeres se miden unas a otras, y otros detalles que son material indispensable para nutrir sus pensamientos, a los que que agrega una variable nacida en la centuria pasada, la del automovilista frecuente que mira con fruición al resto de los conductores, o los escrutina desde la muy digna condición del peatón. El parque vehicular como parque humano, es una de las muchas características de la prosa seca y directa de Referencias personales, donde aparece –también– un enemigo de los viajes, y sobre todo, de los aeropuertos, donde “no existe el concepto de dignidad”, aquella que recibe el friolento peatón al regresar a casa, con la familia y el gato. Rivas es un espíritu conservador que por obligación profesional hubo de resignarse a vivir en una época donde las viejas revoluciones aún gozaban de fama, aunque maltrecha.
No hay mucho de literatura chilena en Referencias personales, lo cual es lógico pues Rivas dirige la editorial más importante de Chile (y acaso en cuanto oferta literaria, de América Latina), pero aparecen Gonzalo Millán, Enrique Lihn, la hoy, otra vez como hace un siglo, celebérrima Gabriela Mistral a quien Rivas admira por su manera de imponer la nostalgia del paisaje. No falta un Raúl Zurita (su voz), ni José Donoso (Luis Buñuel, uno de los ídolos de Rivas, habría querido filmar El obsceno pájaro de la noche), ni Martín Cerda y desde luego, tampoco el bíblico Nicanor Parra, cuya larga vejez lo hizo rodearse de brillantes nietos literarios, entre ellos, Rivas. El exilio, agrega, no siempre es una desgracia como pareciera serla desde Ovidio. Ruiz y el pintor Roberto Matta se sintieron dichosos de haber salido a tiempo “del horroroso Chile”, como escribiese Lihn.
Le mete Rivas un correctivo a Roberto Bolaño, cuya fama, a él, le parece enigmática y en todo caso, escasamente chilena. “No hay huellas del habla chilena” en él y en “Nocturno de Chileabundan los estereotipos, escasean las descripciones”, lo cual abona en la certidumbre de que no siempre el prestigio internacional es bien recibido en casa y no necesariamente debido al imperio de las bajas pasiones. Carlos Fuentes, con su oído penetrante, se esforzó mucho en actualizar su “mexicano” lo cual le sirvió de poca cosa en México; pareciera que Bolaño (aunque a veces conjuga mal el verbo chingar) hizo lo contrario, con resultados parecidos porque cuando “relata historias chilenas, no está dentro como Donoso, sino que su visión está acotada a la perspectiva del extranjero. En Los detectives salvajes ocurre lo opuesto: los personajes están vivos gracias al manejo del mexicano, y las imágenes que proyecta del DF son cinematográficas, inolvidables específicas.”
Lector de Wislawa Szymborska, de Juan Rulfo, de Elizabeth Bishop (a quien lee con frecuencia antes de dormir), de Mark Fisher, María Moreno y de Agota Kristof, Rivas se declara incompetente para escribir obituarios, pero sí, en Referencias personales, de exigirle, a la literatura no la opinión, sino el pensamiento: “Pensar con intensidad y transmitir esa fuerza en enunciados es el desafío principal de los escritores. Los críticos e intelectuales que ambicionan notarse afuera del corral académico están obligados a asumir que deben otorgar estilo a sus palabras, impregnarles una subjetividad que sintonice con el lector e impresione. Desplegar ideas es una tarea lánguida y lenta. Las asociaciones inesperadas sirven para acelerar la comprensión, al igual que el ingenio y el humor. Darle rapidez y espesor a una prosa es una tarea que debe asumir todo autor. Encontrar el tono que cautiva el tono es crucial a la hora de discurrir por escrito, es lo que determina el destino de las obras. La pasión contagia, entusiasma, es energía”.
Pareciera obvio, pero no lo es. Referencias personales, de Matías Rivas, en el ensayo literario contemporáneo en español está para exigir esa constancia, la de pensar, y si acaso, opinar.