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No inventó un territorio inédito, cargado de magnetismo a partir de sus recuerdos de infancia, como su amigo Gabriel García Márquez: prefirió que sus novelas fueran un espejo de las ciudades reales en las que ocurren sus tramas y que el magnetismo viniera de la reinvención de personas y urbes. A diferencia de Guillermo Cabrera Infante, nunca incluyó cuentos perfectos dentro de sus novelas, sagazmente integrados a la narración general. Consciente de que cada uno de los grandes géneros narrativos poseían un poder y una personalidad únicas, prefirió dividir territorios: sus novelas serían continentes aptos para vivir una gran aventura, capaces de transformar para siempre al viajero; sus cuentos estarían organizados por la naturaleza de los secretos que guardaban, de modo que cada isla fuera atractiva y cada archipiélago, un conjunto de islas misteriosas. Jamás consintió que sus novelas contaran hasta dos o tres novelas al mismo tiempo, de modo que estas compitieran en arrebato, y se intercalaran y equilibraran hasta alcanzar una forma simétrica, como acostumbra Mario Vargas Llosa: aunque construyó historias con una estructura casi geométrica, a partir de cierto punto de su carrera prefirió que la libertad que otorgaba a sus narradores terminara por inventar una forma desconocida, que él debería descubrir, por barroca que fuera, y ese fue uno de sus proyectos más ambiciosos. Con mayor ahínco que todos los narradores que formaron parte del Boom Latinoamericano, Carlos Fuentes se distinguió por la voluntad de encontrar nuevos modos de narrar, y en particular, una forma original que le perteneciera sólo a él. Si pensamos que en casi cada novela Fuentes cambió de estilo, vale la pena preguntarse cuál es la forma más personal que consiguió crear uno de los principales narradores mexicanos.
Desde sus primeros libros, Fuentes destacó por su capacidad para aplicar recursos y estructuras de vanguardia en las historias de su país natal. Como el propio Fuentes contó en numerosas ocasiones, su primera novela, La región más transparente, se escribió bajo la influencia de Manhattan transfer, pero no buscó importar el modelo idéntico, sino estudiarlo y adaptarlo hasta que reflejara la realidad mexicana. Ambas novelas se proponen realizar un ambicioso censo literario sobre la vida en una gran urbe, ambas son rompecabezas compuestos por tres partes principales y protagonizadas por personajes de orígenes muy distintos, provenientes de todas las clases sociales, pero mientras que en Manhattan transfer el relato sigue de cerca la historia de Jimmy Herf y Hellen Thatcher, en la primera novela de Fuentes no hay una trama central ni un personaje protagónico, sino un relato fragmentario, construido por más de 20 voces, entre las cuales sobresalen los monólogos incendiarios de un joven escritor que aparece de modo sutil o evidente en la mayoría de las escenas y vive angustiado por encontrar su identidad y la de su país. Si comparamos su forma con la de Manhattan transfer, vemos que Fuentes agregó aún más personajes y capas sociales al procedimiento de Dos Passos, y, por supuesto, el discurso flamígero de Ixca Cienfuegos.
En La muerte de Artemio Cruz, Fuentes escribió una segunda novela en forma de rompecabezas, ahora bajo la influencia de William Faulkner. En esta novela, la forma adquiere tanta importancia que determina el destino de los personajes de la narración. Para contar el auge y la caída de un revolucionario mexicano, Fuentes dividió la psique de su héroe en tres personas: Yo, Tú y Él, a las cuales asignó momentos distintos en la vida del protagonista. La primera persona, que recupera la percepción sensorial del personaje en el tiempo actual, narra cómo se desmoronan la mente y el cuerpo del caudillo mientras yace en su lecho de muerte; la segunda persona, que realiza las funciones de una conciencia, se dirige a Artemio Cruz para recriminarle los instantes en que se corrompió y abandonó los principios que lo guiaban: la fuerza de esta voz se expresa en futuro, como si buscara condenar los hechos más vergonzosos en la vida del guerrero; y finalmente la tercera persona nos narra un pasado tan remoto que el avejentado héroe apenas consigue reconocerse en él: la historia del luchador social que fue durante la Revolución Mexicana y hasta antes de traicionar sus ideales. Los tres puntos de vista se alternan catorce veces en el mismo orden, hasta que Artemio Cruz muere: entonces, como el resultado de un juicio adverso, sólo sobreviven las dos voces que reprueban los pasos del político.
La muerte de Artemio Cruz, que ofrece una de las estructuras más originales creadas por Fuentes, se aleja muy pronto de la inspiración que pudo representar Mientras agonizo, donde no hay un protagonista que prevalezca sobre el resto de los personajes, sino un personaje principal que aparece en 19 de los 50 y un fragmentos que integran la novela, y catorce personajes secundarios cuyos testimonios complementan la historia principal. Ambas novelas tienen forma de rompecabezas: Mientras agonizo es una selva de voces, mientras que La muerte de Artemio Cruz es una sólida carretera de tres carriles en la que todos se preguntan quién es el protagonista y cuál es el juicio final sobre su vida.
En 1962, Fuentes publicó la brevísima novela fantástica que lo ha hecho más famoso en nuestro país, una historia de tal calidad que es inevitable pensar en los relatos más siniestros de Maupassant, Gautier o Nerval. Por su enorme capacidad de arrastre, la facilidad que supone su lectura y la contundencia de la historia que ahí cuenta, Aura fue durante décadas una de las lecturas recomendadas para inducir a la lectura. Como hizo al dirigirse a una parte de la conciencia de Artemio Cruz, Fuentes usó la segunda persona del singular para contar su más famosa novela de espantos. Al dirigirse con esta familiaridad al protagonista, Fuentes también transformó a los lectores en el personaje principal y los empujó a vivir esa historia de amor tenebrosa en carne propia. El uso de esta estrategia literaria fuera de lo común, más el talento de Fuentes para generar oscuridad premeditada explica la eficacia de este famoso relato de hechicería.
La oscuridad reina en cada página de Aura. Se diría que cada escena, objeto y personaje fue filtrado a través de un cristal muy oscuro. Desde que cruza el umbral de la vieja mansión en el centro histórico de la capital, la narración del joven historiador se sume en tinieblas que aumentan de modo progresivo. Si exceptuamos la claridad de las páginas iniciales, sólo hay tres momentos de nitidez en el resto del relato, cuando el protagonista lee los diarios del finado esposo de su empleadora. Gracias a ellos comprende qué fuerzas siniestras lo han empujado hasta ahí, y que su amada es una extraña flor nocturna que no resiste ser examinada bajo la luz.
El novelista mantuvo este dominio de las tinieblas en su siguiente proyecto. Cinco años después de Aura, Fuentes publicó Zona sagrada, una de sus novelas menos conocidas pero más deslumbrantes; un reto narrativo que relumbra por el logro que representa contar la historia de amor, odio y dependencia entre la más famosa actriz de México y su hijo maltratado. Desde el principio se hace evidente que Claudia y Guillermo, los protagonistas de esta novela, están inspirados en María Félix y su hijo Enrique, y que gracias al oído y la imaginación del narrador, el habla de Claudia es una fuente constante humor negro a nivel familiar. A esto hay que agregar que la prosa intencionalmente turbia se debe a que el narrador es un hijo desdeñado por su madre, que se resiste a entregar sus secretos y pasiones al lector, y que el final de la historia es uno de los logros más espectaculares de todas las novelas de Fuentes, quizás el mejor de su carrera.
El impacto que provoca este relato se sostiene en una estructura muy delicada: una historia lineal, que al igual que las tragedias griegas transcurre en pocos días, desde que se plantea la situación hasta que los personajes son condenados al desenlace; se intercalan dos recuerdos infantiles para ahondar en el perfil del protagonista, y se muestran tres apariciones de un personaje misterioso: el único amigo verdadero de Guillermo. Como sucede en Aura, aquí también cuesta distinguir los límites entre las pesadillas del protagonista y el intrincado y delirante mundo de apariencias en el que vive la actriz, pero el lector será incapaz de detenerse en este relato hasta desembocar en el universo impredecible que sugiere el último capítulo.
En sus siguientes libros, Fuentes trasladó la empatía que mostró por María Félix y su hijo a personajes anónimos, provenientes de las clases más necesitadas y solitarias de una gran urbe. Por su habilidad para explicar en términos poéticos las vidas de nuevos habitantes de la Ciudad de México, cada cuento de Agua quemada es una Zona sagrada en miniatura. Integrada por cuatro cuentos tan realistas como descarnados, cada relato de Agua quemada despoja de su glamour a la ciudad que apareció en La región más transparente y denuncia tanto la violencia de la miseria como el crimen que surge a consecuencia de la necesidad económica más apremiante. Con ello, creó momentos de espanto inolvidables, que nacen del contraste entre las imágenes que guarda la memoria y su enfrentamiento con la realidad. La tensión que hay entre los personajes que se rebelan y aquellos que se resignan a su destino, explica que Agua quemada consiga unos relatos deslumbrantes, que dentro de la rica tradición del cuento escrito en México sobresalen entre los mejores.
Durante la siguiente década, Fuentes publicó dos novelas que gozaron de gran aceptación entre los lectores, e incluso se filmaron adaptaciones de ambas. En La cabeza de la hidra creó a un simpático James Bond mexicano, que viaja en concurridas peseras de ser necesario mientras trata de desentrañar una conspiración internacional contra el petróleo del Golfo de México, mientras que en Gringo viejo, imaginó los motivos que habrían llevado al escritor Ambrose Bierce a viajar a México durante los años más agitados de la Revolución Mexicana¹. Con altísima eficacia, estas dos historias adoptan la forma de las novelas de aventuras convencionales, de modo que ambas tramas se desarrollan de modo lineal, un poco zigzagueante; la lucha entre dos voluntades opuestas se manifiesta de principio a fin y no es en ellas que Carlos Fuentes logró sus más singulares estructuras literarias.
Sería hasta 1975 que Fuentes consiguió crear la primera de sus dos formas novelescas más personales. Tanto en Terra nostra como en Cristóbal Nonato (1987), el escritor se propuso dar una libertad absoluta a sus narradores, e incluso a aquellos narradores secundarios que tendían a interrumpir o comentar a los principales, y siguió la vehemencia de este impulso hasta cosechar las novelas más alambicadas de su carrera. En los impresionantes 144 capítulos de Terra nostra, la habilidad de Fuentes para fundir las voces de distintos narradores alcanza su punto más alto y años después retomaría este mismo recurso para contar la descabellada, impredecible, y muy divertida vida de Cristóbal Nonato.
Bajo la influencia de Vida y opiniones de Tristram Shandy, caballero, también Cristóbal Nonato comienza y termina con la gestación del protagonista, sólo que esta escena, que da pie con rapidez a otras historias en la novela de Laurence Sterne se vuelve el eje del relato de Fuentes: a fin de ganar un concurso nacional, una pareja de enamorados engendra a un bebé que comentará su propio crecimiento y las aventuras de sus padres durante los nueve meses de su gestación. Fuentes se queda con la libertad infinita del narrador de Sterne y con los cambios imprevistos de rumbo, de modo que si el Tristram Shandy se desvía del camino para contar la ridícula historia del tío Toby en la batalla de Flandes, también Fuentes siguió las aventuras de la madre, el padre y los tíos Homero Fagoaga, Federico Robles Chacón y Fernando Benítez, que luchan por construir el país de sus sueños, cada uno a su excéntrica manera. Con su inagotable sentido del humor y del relajo, Cristóbal Nonato ofrece una bofetada a la realidad política mexicana de todos los tiempos. Las dos únicas novelas que han llegado tan lejos en este afán son La destrucción de todas las cosas, de Hugo Hiriart (1992) y El dedo de oro, de Guillermo Sheridan (1999). Tres novelas que avizoran un futuro catastrófico para el país, gracias a la continuidad de las malas prácticas de políticos y empresarios, de Hernán Cortés a nuestros días. Si en la encantadora novela de Hiriart México es invadido por los extraterrestres, y en la de Sheridan los mexicanos sortean el Apocalipsis a base de ingenio terrenal y cinismo sobrehumano, en Cristóbal Nonato una pareja de enamorados intenta escapar a los practicantes de la rapiña. Un motivo de alarma es que tanto Sheridan como Fuentes lanzaron la misma profecía sobre el futuro de México: para pagar la deuda externa, y ante la falta de ingenio o voluntad de los políticos para resolver la cuestión, en un futuro próximo los gobernantes mexicanos venderán la mitad del territorio a potencias extranjeras, y acomodarán a los habitantes en lo que reste del territorio, de modo que cada parte del país conservara el nombre de los estados originales, pero reducidos a escala.
Cristóbal Nonato es la más divertida y libre de las novelas de Fuentes y una de las mejores puertas de entrada a su obra. Quien descubra este tono del escritor deseará continuarlo en sus libros más descabellados, como El naranjo, donde Fuentes consigue obras maestras como “Apolo y las putas”; o en La frontera de cristal, a la que llamó “una novela en nueve cuentos”, donde el poderoso empresario mexicano Leonardo Barroso y su joven amante reaparecen en diversos cuentos del libro. Esa misma libertad se disfruta en Carolina Grau, donde la heroína que da título al libro aparece de modo recurrente en un grupo de relatos sobre otros relatos literarios, y también se aprecia en Todas las familias felices, donde, siguiendo la huella de Bradbury o Calvino, Fuentes intercaló coros entre los dieciséis cuentos que lo componen, y con ello creó un archipiélago más ceñido, con puentes que llevan de una a otra de dichas islas.
En Otras inquisiciones² , Jorge Luis Borges aseguró que el día del juicio final Dios ordenará a todo aquel que se diga artista llamar a sus criaturas y ordenarles que vayan a su presencia: sólo cuando las invenciones obedezcan, sus autores merecerán el premio eterno. A noventa y cinco años de su nacimiento y once de su deceso, el escritor mexicano, a nadie le queda duda que en el caso de Carlos Fuentes al llamado asistiría una decena de personajes que han permanecido en la imaginación de sus lectores: los generales que participaron con el mismo furor en la revolución y la corrupción, encarnados en el agónico Artemio Cruz; el inocente historiador Felipe Montero y la encantadora Aura; el niño Cristóbal Nonato en sus nueve meses de gestación, la hermosa Constancia en busca de su identidad, la aguerrida actriz Claudia Nervo y su atribulado hijo Guillermo a la caza del amor imposible; el guerrillero Carlos Pizarro de su estupenda última novela, y por supuesto, el llameante Ixca Cienfuegos y la enorme ciudad de México de mediados del siglo de las revoluciones. Pero sobre todo inventó al menos un personaje más, que habita la imaginación de sus lectores: la novela monumental, dueña de una forma insólita y personalísima, capaz de organizar cientos de rebanadas de vida al servicio de un relato que permita comprender naciones, lenguas o países. Nadie ignora que durante décadas los libros de Carlos Fuentes han sido una de las principales puertas de entrada a la cultura y la historia de México. Nadie debería olvidar que también son una pista de despegue hacia la mejor literatura.