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Caballeriza, un cuento de Carlos Martín Briceño

El recuerdo de hace 50 años trae a un hombre de vuelta a su infancia frente a la costa yucateca, el olor a mar y los juegos ambiguos con su primo

Veloz, el caballo de una infancia repetida a través del trauma. Foto: Archivo
18/08/2024 |01:05Carlos Martín Briceño |
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Me excita el olor a mierda fresca de caballo. Pasó hace casi cincuenta años en una caballeriza de Progreso. He vivido medianamente feliz, como si lo ocurrido fuera parte de un nebuloso sueño, pero nunca he dejado de estar allí.

De cuando en cuando llegan a mis oídos las risas de los adultos que conviven en la terraza de abajo. Seguro han abierto las primeras cervezas. Imagino los platos llenos de ceviche de caracol y pescado. Y ahora han puesto otra vez el disco de esa mujer que canta en francés. Como siempre, nos iremos cuando caiga la noche o antes de que papá comience a dormitar. Lo que ocurra primero.

La casa de la abuela en la playa es húmeda y oscura. Un chalet mal construido que ni siquiera mira al mar. El frente da a un rústico campo de futbol donde suelen jugar los marinos de la armada en sus ratos de ocio. Ahora la casa tiene dos plantas, cocina y baño, pero, según cuenta papá, cuando él tenía mi edad y pasaba aquí los veranos, era un galerón con techo de paja y piso de arena, sin luz eléctrica, donde pululaban el comején y los ratones. Llegamos hace media hora y estoy desesperado por meterme al mar, pero me aguanto las ganas porque, además de que no me dejan ir solo, es divertido revisar las chucherías que guarda la abuela en los cajones de su tocador.

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Si por mamá fuera, yo no debería estar aquí. Lo que estoy haciendo, diría ella, es “una falta de respeto”. Afortunadamente está tan ocupada en la cocina que no ha tenido oportunidad de pensar en dónde me he metido. Es cuestión de tiempo. Levanto la vista y observo las fotos que cuelgan de la pared, muy cerca de la ventana. En una de ella miro a papá y mamá muy sonrientes en un parque, cuando todavía eran novios. Desde entonces no se separan ni para ir al baño. Mientras uno está en la regadera, el otro se sienta a cagar en el inodoro. Lo sé porque a veces he fisgoneado a través de una rendija de la puerta del baño. ¿Cómo aguantarán los olores? ¿Pasará lo mismo con todos los casados? ¿No se aburrirán nunca? Sus únicos pleitos tienen que ver conmigo. Papá es un gran consentidor. Hace poco dije que quería una nueva Scalextric y mamá respondió que se la pidiera a Santaclós. Por supuesto yo no iba a esperar hasta fin de año. Bastó con insistir un poquito a solas con papá y asunto arreglado. Cuando mamá lo supo armó un escándalo, pero ya no pudo hacer nada: la autopista con sus carritos estaba ya en mi habitación.

El olor a pescado frito me abre el apetito. Debería bajar y comer algo: una tostada de pulpos en su tinta, un plato de ceviche, un taco de camarones empanizados, alguna de esas delicias que preparan mamá y la abuela, pero estoy tan distraído revisando un viejo álbum de fotos en blanco y negro que ni siquiera escucho cuando alguien abre la puerta del cuarto y me cubre los ojos con las manos. Mi corazón se sobresalta.

¿Quién eres?, pregunto, asustado. Una risa estridente me responde. Se trata de mi primo Rubén. A sus trece, solo unos cuantos años más que yo, le encanta dárselas de mayor.

Conque fisgoneando, cabroncito, dice, mientras me sujeta por la cintura desde atrás como le hace el Santo a sus adversarios en el cuadrilátero, rodeando mi cuello con su brazo derecho.

Comienzo a acalorarme, me cuesta trabajo respirar y tengo ganas de llorar. Auxilio. No es la primera vez que me trata así. Rubén siempre es brusco y aprovecha su estatura para imponerse. Intento zafarme y le doy un pisotón con todas mis fuerzas. Se ríe de mi desesperación. He de parecerle un debilucho. Al cabo de unos segundos me suelta.

Te asustaste, ¿verdad?, dice sarcástico.

Me le quedo viendo con odio. Prefiero no abrir la boca, presiento que en cualquier momento voy a soltar unas lágrimas de coraje y no le quiero dar el gusto.

Voy al mar, primo, ¿vienes?, pregunta, como si nada hubiera pasado. El rumor de las olas llega hasta mis oídos. Asiento. Por supuesto que deseo ir al mar.

Se llama Veloz. Supongo que alguna vez fue un caballo hermoso, pero desde que tengo uso de razón lo recuerdo flaco, con los huesos marcados y el pelaje sin brillo. Es un animal manso que se la pasa encerrado casi todo el año. Mis primos mayores lo sacan únicamente durante el verano para impresionar a sus novias. Montados en pareja, suelen dar largos paseos por la playa mientras se pone el sol, como en las postales de San Valentín o las portadas de los cuadernos de mis primas grandes. En este momento Veloz no está, sabrá Dios quién se lo ha llevado, así que Rubén y yo aprovechamos para meternos a la caballeriza a ponernos las calzoneras. Antes de entrar debemos caminar con mucho cuidado sobre unos tablones que el mozo ha dispuesto para sortear las plastas pegajosas de Veloz de las que emana un tenue hedor dulzón.

Rubén se pasea sin ropa frente a cualquiera, pero yo procuro ponerme de espaldas mientras me cambio. Bajo con rapidez mis shorts con todo y trusa tratando de hacerlo en un solo movimiento. Apenas estoy comenzando a subirme el traje de baño cuando siento que Rubén se acerca por detrás, rodeando con su brazo otra vez mi cuello. Cabrón. No se puede confiar en él. Y además de sudoroso, está desnudo. Me incomoda sentirlo tan cerca. El siseo de las olas invade mi cabeza. Trato de alzar la voz para exigirle que me suelte pero me falta el aire y mi garganta no responde. Se me restriega. Me desespero. Auxilio. El olor a mierda de caballo parece reconcentrarse, hacerse más intenso. ¡Que alguien me ayude! Le doy a Rubén un codazo en las costillas pero no consigo apartarlo. En vez de molestarse, se suelta a reír. Resignado, aprieto los ojos para evitar el llanto y escucho la voz burlona de mi primo que susurra en mi oído: no tiene nada de malo, se siente bien rico, ¿verdad?, date la vuelta, es lo que sigue.

¡¿Lo que sigue?! Sus palabras me alarman. Resisto tanto como puedo hasta que el sonido de unos pasos salvadores que se aproximan hace que Rubén afloje. En ese instante aprovecho para zafarme, termino de subirme la calzonera y salgo de la caballeriza corriendo. En plena carrera hundo sin querer uno de mis pies en una plasta de mierda reciente.

Pablo, hijo, ¿dónde te habías metido? ¡Mira nada más cómo tienes el pie! Ven para que te laves.

Mamá finalmente ha aparecido. La sigo hasta el baño y luego a la cocina, donde me sirve unos tacos de pulpos en su tinta y un vaso de jamaica antes de irse a la terraza con el resto de los adultos.

Minutos después entra Rubén en traje de baño, mete las manos sucias en las sartenes y se lleva a la boca un gran trozo de pescado.

Voy al mar, primo, ¿vienes?, pregunta, como si nada hubiera sucedido.

Por supuesto deseo ir al mar.