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En el imaginario cultural la isla siempre ha evocado la idea de la libertad. Quizás la referencia más famosa sea Utopía, la isla que imaginó Tomás Moro en la que se retomaban los valores más significativos del cristianismo y del mundo clásico. Era, además, una sociedad pacífica que practicaba la propiedad común de los bienes. La fantasía de Moro publicada en el siglo XVI y el ideal de una sociedad inalcanzable no han desaparecido de las ficciones de nuestros tiempos dominadas, en gran medida, por su lado contrario: las distopías y escenarios apocalípticos para los años que vienen. Sin embargo, la idea de aislarse del continente y emprender una vida nueva en una isla ha tenido experiencias históricas valiosas, más allá de las anécdotas de naúfragos que nos ha vendido el cine hollywoodense.
En nuestra época, a través de historiadores y antropólogos como David Graeber o Marcus Rediker, la isla como espacio de rebelión ha cobrado auge gracias a la revaloración de la figura del pirata. Los trabajadores de los barcos –primeros subordinados de la etapa germinal del comercio global– encontraron en las islas una oportunidad para crear sociedades más igualitarias que aquellas que los habían expulsado o desposeído de sus tierras. En el siglo XVIII, mucho tiempo antes de la sociedad hipervigilada de nuestra época, un marinero podía cambiarse el nombre, huir del reclutamiento forzado y buscarse una vida –con otros compañeros de distintos orígenes– en un lugar con sus propias reglas y en el cual podrían escapar de la explotación en el mar. La rebelión pirata fue, posteriormente, caricaturizada en la cultura popular con personajes avariciosos, violentos y huyendo, por supuesto, del progreso del mundo civilizado.
Hay otras historias insulares, cercanas a nuestros tiempos, que nos interpelan de diferentes maneras: los teóricos de la conspiración quizás recuerden un rumor vinculado a la desaparición del vuelo MH370 de Malaysia Airlines ocurrida el 8 de marzo del 2014. Según la información difundida en algunos portales de internet y redes sociales, un ingeniero de IBM –llamado Philip Woods– pasajero del avión, habría mandado información desde su celular desde el atolón Diego García, según las coordenadas del mensaje. El público que siguió la tragedia conoció, entonces, que Diego García pertenece al archipiélago de Chagos, reclamado por Mauricio –un país insular ubicado en el Océano Índico– y administrado por Reino Unido. También, a raíz de esta historia, muchos descubrieron que Diego García es una base militar usada, principalmente, por Estados Unidos. Sin embargo, más allá del accidente ocurrido hace poco más de diez años, las islas de Chagos guardan una historia que representa, muy bien, la geopolítica del finales del siglo XX y los fantasmas del colonialismo que nunca se han ido, aunque ahora se presentan con nuevas caras. "
Phillipe Sands, abogado especializado en derecho internacional y protagonista en juicios relativos a descolonización, presenta en La última colonia –publicado en español a finales del año pasado por Anagrama– el relato colectivo de las 1500 personas expulsadas del archipiélago de Chagos en el verano de 1973 ya que su hogar era un sitio estratégico durante la Guerra Fría. Sus historias, imposibles de contar una a una, son condensadas en la biografía de Madame Elysé, una de las deportadas quien, a la postre, perdió un embarazo durante el proceso de exilio. La diáspora de las diminutas islas de Chagos es, de muchas maneras, la historia de las nuevas maneras en las que las potencias coloniales dominaron el globo después de la II Guerra Mundial. También es la historia de la hipocresía, la manipulación de las leyes y el uso de la fuerza en una época en la cual las potencias mundiales enarbolan las mejores causas. Atrás de sus discursos bienhechores, como es sabido, continúan procesos cada vez más agresivos de desposesión de poblaciones vulnerables y sin poder político o económico.
La narración de Sands –con saltos adelante y atrás en el tiempo– es la gesta legal por recuperar el derecho de volver a las islas de Chagos, una utopía que aún no se concreta. Los exiliados –descendientes de esclavos africanos llevados por los franceses en el siglo XVIII– han sido sometidos, generacionalmente, a una doble diáspora: desde el continente a las islas y, después, como migrantes sobreviviendo en países extraños en una época en la que son considerados desechables. Hay, en el horizonte, una amenaza aún peor: el cambio climático que sumergirá islas que, históricamente, han sido depredadas en sus recursos naturales y diezmadas sus poblaciones locales hasta dejarlas como cascarones vacíos. Sin embargo, su poder evocador seguirá en las narraciones del futuro. En un mundo cada vez más concentrado y homogéneo, la isla cobrará fuerza como un lugar de libertad y ensoñación.