El aire mantiene su quietud. El sol derrama sobre la mañana una luminosidad homogénea, de tonos dorados, extraña a aquellos días de nieve.

En el arroyo peatonal de la rebosante calle animada, el forastero marcha lentamente entre la multitud. El frío lo envuelve en su estrechez, pero la obstinación de las horas y la diafanidad de su semblante lo estimulan.

Le bastó aquel gesto involuntario: levantar la vista. Allí estaba ella, nítida y apertrechada. El cristal del gran centro comercial de porcelana, la reflejaba con imparcialidad. Un vago destello magnifica la intensidad de su cabello rubio. Su boca roja y encarnada contradiciendo la extendida lobreguez de la calle y los palacios, de las paredes carcomidas por el salitre y la humedad.

El resplandor de su mirada descifra los anhelos instantáneos, que se recortan unos instantes por el tránsito de los paseantes y curiosos frente a los escaparates, así como de dos impolutos policías uniformados con gorro, botas y pesados abrigos.

El forastero —su apariencia y su andar acreditan su extranjería— sigue aquellos pasos a través de callejuelas uniformes, sospechosas y entristecidas al cabo de los años. Los colores apagados de los muros, bardas derruidas y techos ennegrecidos resaltan el prodigio.

El constante volver de la mirada y la sonrisa discreta de la mujer, constituyen el imán y la guía del forastero. El camino está trazado —con todo el temor y toda la esperanza— hasta que los pasos inciertos lleguen a su fin.

Cuando las calles comienzan a acortarse y los viandantes empiezan a escasear, una luz providencial ilumina al forastero. Aquella epifanía de mirada acogedora no marchaba a solas. Con un gesto y una elevación apenas perceptible de los hombros, ella le advirtió la imposibilidad. Su mirada constituyó la entrega, total y suavemente. La sonrisa desolada parece tener dedos.

Cada uno ha de acatar el destino que le toca. No hay recuerdo sin presente. En una ciudad lejana, en otro continente, la fisonomía de aquel portento —cada vez más opaca— de tarde en tarde visita al forastero. Bratislava ha sido rehecha, renovada, resplandecen los tejados y relucen los colores de las bardas. Desaparecieron las calles vacías, lóbregas y heladas.

El cabello desolado, los hombros derruidos y la miopía empantanada son compañía del forastero, mientras invoca a aquella musa. Entornando su mirada escribe y reescribe con devoción, sobre aquella remota bizarría. Pero el tiempo del forastero suele no coincidir con el del calendario.


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