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En La habitación de al lado (España-EU, 2024), altivo largometraje 23 pero apenas primero angloparlante del manchego de culto mundial a sus 73 años Pedro Almodóvar (tras las autocompasivas Mujeres paralelas 21 y los estupendos cortos ya en inglés La voz humana 21 y Extraña forma de vida 23), con hiperliterario guion suyo basado en la novela Cuál es tu tormento de Sigrid Nunez, la célebre escritora neoyorquina madura de ficciones sobre el miedo a la muerte Ingrid (Julianne Moore muy bien conservada) recupera por azar el contacto con su antigua amiga la bragada excorresponsal de guerra Martha (Tilda Swinton canosísima), una trágica viuda por su hija repudiada, una anciana prematura en el estragamiento absoluto con quien otrora compartió el mejor novio semental de ambas Damián (el exactor-realizador de excelencia John Turturro) y hoy se halla aquejada de un cáncer cervicouterino que intenta curar sin éxito con un método experimental incapaz de evitar una fatal metástasis ósea, arrinconando psicológicamente a la desecha infeliz, al grado de optar a conciencia lúcida, cual medida límite contra la degradación y el dolor inevitables, por el suicidio con una pastilla mortal obtenida a través de la dark web, pero moralmente necesita de una amiga que la acompañe en su difícil trance desde la habitación de al lado, en un idílico albergue adquirido ex profeso cerca de Woodstock, para realizar ese acto sancionado como un crimen por las leyes vigentes estadunidenses, pero en vista de que nadie acepta respaldarla, la demolida Martha se ve obligada a recurrir en busca de apoyo a la novelista autoindagadora Ingrid para que esté con ella hasta el final y después, enfrentando todos los vaivenes temporales, secretos revelados, urdimbres confidenciales, contratiempos, titubeos y consecuencias policiales, encarnadas por un agente interrogador fanático religioso (Alessandro Nivola) y una abogada indispensable (Melina Matthews), dentro del proceso imprevisible de una eutanasia libre.
La eutanasia libre entona una vehemente oda a la amistad entre mujeres activas, creadoras y solidarias que jamás caen en la ñoñez, ni en la autoconmiseración o la compasiva piedad mutua, ni en la costumbre, pues, gracias a sus evocaciones arrebatadas (en la guerra externa o en la íntima) y a sus coloquios provocadores, a la esplendente fotografía de Eduardo Grau, a la edición justa de Teresa Font y a la acezante música prefuneraria de Alberto Iglesias, una amistad nunca beata, con sus dudas y ocultamientos voluntarios y pudores inconscientes (esos inconfesables encuentros vueltos inofensivamente clandestinos de Ingrid con el envejecido exnovio compartido Damián) y válvulas de escape (esos irónicos escapes de la novelista a un gimnasio desde el temeroso entrenador forzudo tiene estrictamente prohibido tocar a las clientas), una amistad que en su dinámica viva está siendo enmarcada y ceñida alternativamente como regeneradora instantánea de sí misma, como asedio, como obsesión, como vínculo más fuerte que la naturaleza, como nostalgia fecunda y como vía de acceso y asunción final de los valores de la propia vida.
La eutanasia libre demuestra así creer en el amor loco, por encima de todas las cosas y ostentosamente como en todas las películas de Almodóvar (incluso en las más aberrantes tipo ¡Átame! 90), el traumático amor loco del vulnerado bélico exmarido Fred (Alex Hogh Andeson) hacia sus correligionarios hasta el punto de morir intentando salvar a los inexistentes soldaditos atrapados en un incendio cuyos gritos el infeliz sólo alucina sin que su segunda esposa (Vicky Luengo) pudiera hacer algo, el amor loco del padre misionero Bernardo (Raúl Arévalo) por su pareja gay y por cumplir con un deber sacerdotal de médico sin fronteras al extremo de permanecer en una zona de conflicto aún después de la retirada de las tropas occidentales (cuya historia orilló hacia la ficción impublicable a la seria periodista Martha), el amor loco de las heroínas por el arte plástico (esa Dora Carrington opacada por su homónima Leonora) y por las cultas citas literarias o mimético-cinéfilo-maniacas (Vidor, Ray, Sirk, Logan, Bergman), y el amor loco del film por el histrionismo vanguardista inglés de Tilda Swinton pintándose señorialmente los labios para tirarse en la tumbona del balcón al procurarse y esperar con severa serenidad la muerte de cara al sol como en un cuadro de Edward Hopper.
La eutanasia libre dramatiza una sola situación cambiante (el acompañamiento ilegal de una suicida), sosteniéndola casi sobre el absurdo y llevándola hasta sus últimas consecuencias, a modo de su fábula moderna encantada de convertirse en una de las cumbres del cine tanático de todos los tiempos, con la muerte que se busca y se abraza como una bendición y un milagro, la muerte que se remonta en paz más que se cruza o se alcanza, la muerte iluminada y dignamente electa y merecida, si bien no exenta de truculencias y paradojas (a semejanza de la agonía fértil de Todo saldrá bien de Ozon 21), como la pérdida subconscientemente deliberada de la pastilla letal y su búsqueda febril, o el excelso gag almodovariano de hacer que la hija póstumamente blanda de Martha sea interpretada por una Swinton rejuvenecida.
Y la eutanasia libre alcanza su máxima alegría a carcajadas viendo escapar de la legión de sus pretendientas al genio del cine cómico Buster en Siete ocasiones (Keaton 25) pero siendo arrollado por una piedrecilla tras haber esquivado también gigantescas rocas en su descenso despavorido por una cuesta, y sólo entonces puede la insigne decisión suicida hacerse digna de ponerse en manos de la muerte y concluir el relato con la frase final cita del cuento Los muertos de Joyce (“Cae la nieve sobre los vivos y los muertos”) y su reproducción textual en la elegante cinta testamentaria de Huston 87, acaso porque, según dictaminaba el clásico Carl G. Jung, “aquél que ve hacia afuera, sueña; quién mira en su interior, despierta”.