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I. JACQUES RIVIÈRE A ANTONIN ARTAUD
1 de mayo de 1923
Apreciado señor:
Lamento no poder publicar en la Nouvelle Revue Française sus poemas, los cuales, sin embargo, han despertado en mí tal interés que deseo conocer a su autor. Si le es posible pasar a la revista un viernes, entre cuatro y seis de la tarde, estaré encantado de verlo.
Le ruego acepte, apreciado señor, el testimonio más sincero de mi simpatía.
Jacques Rivière
ANTONIN ARTAUD A JACQUES RIVIÈRE
5 de junio de 1923
Apreciado señor:
Espero no le importune que me atreva a retomar ciertos términos de nuestra conversación de esta tarde.
Lo que pasa es que el tema de la aceptabilidad de estos poemas es un problema que me interesa tanto como a usted. Me refiero, por supuesto, a su aceptabilidad absoluta, a su existencia literaria.
Padezco una enfermedad espantosa de la mente. Mi pensamiento me abandona en todos los niveles. Desde el hecho simple del pensamiento hasta el hecho exterior de su materialización en forma de palabras. Palabras, formas de frases, direcciones interiores del pensamiento, simples reacciones de la razón; vivo en una búsqueda constante de mi ser intelectual. Así que cuando puedo asir una forma por imperfecta que sea, la fijo, por miedo a perder el pensamiento entero. Sé que estoy por debajo de mí mismo y lo padezco, pero lo permito por miedo a morir por completo.
Todo esto que está tan mal dicho podría provocar un temible equívoco en su juicio sobre mí. Por eso, en consideración a la emoción central que me dictan mis poemas y a las fuertes imágenes o giros que haya podido encontrar, ofrezco a pesar de todo estos poemas a la existencia. Esos giros, esas expresiones desafortunadas que me critica, yo los percibí y los acepté. Recuerde: no los refuté. Provienen de la profunda incertidumbre de mi pensamiento, y me siento dichoso cuando esa incertidumbre no es reemplazada por la inexistencia absoluta que a veces padezco.
Aquí una vez más temo un equívoco. Quisiera dejar claro que no se trata de esa existencia a medias que tiene que ver con aquello que hemos consentido en llamar inspiración, sino de una ausencia total, una pérdida total.
Por eso también le dije que no tenía nada, ninguna obra en ciernes, lo poco que le presenté son los jirones que pude recuperar de la nada absoluta.
Me es muy importante que las escasas manifestaciones de existencia intelectual que he podido darme a mí mismo no se consideren inexistentes a causa de las manchas y de las expresiones desafortunadas que las constelan.
Al presentárselas me parecía que sus defectos e irregularidades no eran lo suficientemente escandalosos como para destruir la impresión general de cada poema. Créame que no tengo ningún objetivo inmediato ni mezquino en mente; lo único que quiero es vaciarme de un problema palpitante.
No puedo esperar que el tiempo ni el trabajo remedien esas obscuridades ni esos desvanecimientos, por eso imploro con tanta insistencia y preocupación esta existencia, aunque sea abortada. La pregunta para la que le pido una respuesta es, ¿cree usted que se le puede reconocer menos poder de acción y autenticidad literaria a un poema defectuoso pero sembrado de bellezas potentes que a un poema perfecto pero sin gran resonancia interior? Concedo que una revista como la Nouvelle Revue Française exige cierto nivel formal y materia de una gran pureza pero, si se deja eso de lado, ¿la sustancia de mi pensamiento está tan diluida que su belleza general ha quedado desactivada por las impurezas y las indecisiones que la salpican, al grado de no poder existir literariamente? Lo que está en juego es el problema de mi pensamiento entero. No se trata para mí de nada menos que de saber si tengo o no derecho a seguir pensando, en verso o en prosa. Uno de estos viernes me permitiré regalarle una copia dedicada del pequeño poemario que el señor Kahnweiler acaba de publicar y que se llama: Tric Trac du Ciel [Tric Trac del Cielo], así como el pequeño volumen Les Douze Chansons [Las Doce Canciones] de la colección Les Contemporains. Entonces podrá comunicarme su impresión definitiva sobre mis poemas.
Antonin Artaud
JACQUES RIVIÈRE A ANTONIN ARTAUD
25 de junio de 1923
Estimado Señor:
Leí atentamente lo que tuvo a bien someter a mi juicio y, conmovido de que me haya hecho su confidente, quiero tranquilizarlo con toda sinceridad acerca de las inquietudes que revela en su carta. Como le dije desde el inicio, sus poemas contienen torpezas y sobre todo rarezas desconcertantes, las cuales me parece que corresponden a cierta búsqueda de su parte, más que a una falta de dominio de sus pensamientos.
Es evidente (y eso es lo que me impide por ahora publicar cualquiera de sus poemas en la Nouvelle Revue Française) que en general no alcanza usted una unidad de impresión. Sin embargo, mi experiencia en la lectura de manuscritos me permite detectar que su temperamento no le impide en absoluto la concentración de todos sus medios en un objeto poético simple y que, con un poco de paciencia, aunque sea para eliminar las imágenes o rasgos divergentes, usted logrará escribir poemas perfectamente coherentes y armoniosos. Me encanta la idea de seguir viéndolo, conversar con usted y leer lo que desee mostrarme. ¿Quiere que le devuelva el ejemplar que me trajo? Le ruego acepte, apreciado señor, el testimonio más sincero de mi simpatía.
Jacques Rivière
II. ANTONIN ARTAUD A JACQUES RIVIÈRE
París, 29 de enero de 1924
Apreciado señor:
Está en su derecho de haberme olvidado. En algún momento del mes de mayo le hice una pequeña confesión mental. Y una pregunta. Hoy le pido que me permita completar aquella confesión, retomarla, ir hasta el final de mí mismo. No busco justificarme ante sus ojos, me da lo mismo aparentar que existo ante cualquier persona. Para curarme del juicio de los demás, tengo toda la distancia que me separa de mí mismo. Le pido que no vea en esto insolencia alguna, tan solo una confidencia muy fiel, la penosa exposición de un doloroso estado del pensamiento.
Durante mucho tiempo, estuve sentido por su respuesta. Yo me le había abierto como un caso mental, una auténtica anomalía psíquica, y usted me respondía con un juicio literario sobre unos poemas a los cuales no me aferraba, a los cuales no podía aferrarme. Me halagaba que usted no me hubiese entendido. Hoy me doy cuenta de que quizá no fui lo suficientemente explícito, así que una vez más le pido perdón.
Había imaginado que el valor de mis versos lo atraparía o, por lo menos, la singularidad de ciertos fenómenos de orden intelectual que impedían que esos versos fuesen o pudiesen ser distintos, aun si yo tenía los medios para llevarlos al extremo de la perfección. Sé que exagero con esta afirmación vanidosa, pero lo hago de manera intencional.
Quizás en efecto mi pregunta era especiosa, pero se la hacía a usted y a nadie más que a usted debido a la sensibilidad extrema, la penetración casi patológica de su inteligencia. Me halagaba presentarle un caso, un caso mental tipificado y, dado que lo creía curioso de cualquier deformación mental, de todos los obstáculos destructores del pensamiento, pensaba al mismo tiempo que atraería su atención sobre el valor real, el valor inicial de mi pensamiento y de las producciones de mi pensamiento.
Esa dispersión de mis poemas, esos vicios de forma, la dimisión constante de mi pensamiento, no debe atribuirse a una falta de oficio, de posesión del instrumento que estaba manipulando, de desarrollo intelectual, sino a un derrumbamiento central del alma, a una especie de erosión esencial y al mismo tiempo fugaz del pensamiento, a la no posesión pasajera de los beneficios materiales de mi desarrollo, a una separación anormal de los elementos del pensamiento (el impulso de pensar, en cada una de las estratificaciones terminales del pensamiento, pasando por todos los estados, todas las bifurcaciones del pensamiento y de la forma).
Hay, pues, algo que destruye mi pensamiento, algo que no me impide ser lo que podría ser pero que sí me deja, si se me permite, en suspenso. Algo furtivo que me quita las palabras que yo encontré, que disminuye mi tensión mental, que destruye poco a poco en su sustancia la masa de mi pensamiento, que me quita hasta el recuerdo de los giros que sirven para expresarse y que traducen con exactitud las modulaciones más inseparables, las más localizadas, las más existentes del pensamiento. No voy a insistir. No hace falta que describa mi estado.
Solo quería contarle lo suficiente para que al fin me entienda y me crea.
Así que concédame credibilidad. Admita, se lo pido, la realidad de estos fenómenos, admita su furtividad, su repetición eterna, admita que habría escrito esta carta antes si no hubiese permanecido en ese estado. Y le hago de nuevo la pregunta:
¿Conoce la sutileza, la fragilidad de la mente? ¿No le he contado lo suficiente como para probarle que tengo una mente que existe literariamente, del mismo modo en que T. existe o E. o S. o M.? Si mi mente recuperara todas sus fuerzas, la cohesión que le hace falta, la constancia de su tensión, la consistencia de su propia sustancia (y todo eso es tan poco, objetivamente), dígame si lo que les hace falta a mis poemas (antiguos) no se restituiría de golpe.
¿Cree usted que en una mente bien constituida la conmoción puede coexistir con la debilidad extrema y que es posible sorprender y decepcionar a la vez? Es decir, si bien soy capaz de juzgar muy bien mi mente, sus producciones solo puedo juzgarlas en la medida en que se confunden con ella en una especie de inconciencia afortunada. Ése será mi criterio.
Para terminar, le envío, le muestro la última producción de mi espíritu. En comparación conmigo, vale poca cosa, pero algo vale. Es un último recurso. Lo que quiero saber es si es mejor escribir eso o no escribir nada.
La respuesta la dará usted aceptando o rechazando este pequeño ensayo. Será usted quien lo juzgue desde el punto de vista del absoluto. Pero he de decirle que sería para mí un muy hermoso consuelo pensar que, aun si todo yo mismo no soy tan alto, tan denso, tan grande como yo, sí puedo ser algo todavía. Por eso, le pido que sea verdaderamente absoluto. Juzgue esta prosa al margen de cualquier criterio de tendencia, de principios, de gusto personal, júzguela con la claridad de su alma, la lucidez esencial de su espíritu, reconsidérela con el corazón.
Es probable que revele un cerebro y un alma que existen y a los que les corresponde cierto lugar. Por el bien de la irradiación palpable de esa alma, no la descarte a menos que su conciencia proteste con todas sus fuerzas. Pero, si tiene la menor duda, que el asunto se resuelva a mi favor.
Me vuelvo a someter a su juicio.
Antonin Artaud
Post scriptum de una carta en la que se discutían algunas tesis literarias de Jacques Rivière.
Usted me dirá: para darle una opinión sobre este tipo de asuntos, haría falta otra cohesión mental y otro tipo de penetración. Pues bien, mi debilidad particular estriba en la absurdidad de querer escribir a toda costa, y expresarme.
Soy un hombre que ha sufrido mucho de la razón y por ello tengo derecho a hablar. Sé cómo se trama eso ahí dentro. Acepté de una vez por todas someterme a mi inferioridad. Y sin embargo no soy tonto. Sé que es posible pensar más allá de lo que yo pienso y quizá de manera distinta. Por mi parte, yo solo espero que mi cerebro cambie, que se abran los cajones superiores. Quizás en una hora o mañana habré cambiado de pensamiento, pero este pensamiento presente existe, no permitiré que mi pensamiento se pierda.
A. A.
Grito
El pequeño poeta celeste
Abre los postigos de su corazón.
Los cielos chocan entre sí. El olvido
Desarraiga la sinfonía.
Palafrenero: la casa loca
Que te deja al cuidado de lobos
No sospecha las furias
Que se incuban bajo la gran alcoba
De la bóveda de allá arriba.
Por ello, silencio y noche:
Amordacen cualquier impureza
El cielo a grandes zancadas
Se acerca a la encrucijada de los ruidos.
La estrella come. El cielo oblicuo
Levanta el vuelo hasta las cimas
La noche barre los desechos
Del banquete que nos saciaba.
Por la tierra se desplaza una babosa
A la que saludan diez mil manos blancas
Una babosa se arrastra hasta el lugar
Donde la tierra se ha desvanecido.
Pero los ángeles volvían en paz
Sin que los llamara obscenidad alguna
Cuando se elevó la verdadera voz
Del espíritu que los llamaba.
El sol más bajo que el día
Vaporizaba todo el mar.
Un sueño extraño y sin embargo claro
Nació sobre la tierra en desbandada.
El pequeño poeta perdido
Deja su posición celeste
Con una idea de ultratierra
Estrechada contra su corazón velludo.
*
Dos tradiciones se encontraron.
Pero nuestros pensamientos bajo llave
No tenían el lugar necesario,
Habrá que volver a empezar.
A. A