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Han pasado tres semanas desde que les compartí mis impresiones del espléndido Festival de Música de Cartagena, y si apenas retomo este espacio, es porque aunque he asistido a algo más que un par de cosas y atestiguado eventos por demás variados, la actividad artística nacional tarda en agarrar vuelo durante el mes de enero.

Lo primero a que asistí este año, aquí, en la Ciudad de México, fue la Gala de Ópera Mexicana que ofreció el día 16 la orquesta del Politécnico que ahora dirige Vladimir Sagaydo y realizaron en colaboración con la asociación “Ópera: nuestra herencia olvidada”. No abundaré al respecto porque es la tercera vez que consigno estas galas y el programa y los intérpretes han sido, básicamente, los mismos. Lo único que ha cambiado de una a otra ha sido la orquesta; pero, qué tanto las habré disfrutado, que más allá de repetir dichoso la experiencia, hasta me he aventurado a llegar al remoto auditorio “del queso” para conocer algunos fragmentos inéditos de la ópera Atala, de Miguel Meneses en lo que, a fin de mes, el México Opera Studio (MOS) la ofrece al público por primera vez en más de un siglo.

Días después presencié una función teatral sumamente recomendable: con motivo del centenario de Yukio Mishima, el dramaturgo Carlos Virgen repuso Mizoguchi y el templo de la belleza, historia que elaboró con base en El pabellón dorado y otros textos del literato nipón y de Georges Bataille, principalmente, Las lágrimas de Eros. Este “delirio polifónico” tiene la particularidad de inscribirse en la modalidad del teatro inmersivo, pues los veinte afortunados espectadores de cada función vamos siguiendo el desarrollo de la trama por diversos ambientes de un paraje boscoso al sur de la ciudad. Los días 1° y 2 de marzo habrá un par de funciones más en esta locación secreta, pero, si no logra ser parte de tan selecto grupo, le adelanto que habrá una breve temporada durante el verano, en la Casa del Lago.

No es primera vez que cito a mi querida Consuelo Sáizar, quien suele ponderar que “el mejor teatro de habla hispana lo tenemos en México”. Hoy, me veo obligado a hacerlo de nuevo: si gusta Usted del teatro en serio, Mizoguchi es un título obligado, y si lo que a Usted le gusta es el teatro comercial, tenemos en cartelera No te vayas sin decir adiós, de Oscar Ortiz de Pinedo, que es la muy cacareada “despedida de los escenarios” de Juan Ferrara, y con la cual corroboré que tenemos para todos los gustos, y con muy buen nivel.

Volviendo a la música, mi agenda no pudo ser más contrastante el fin de semana pasado. Viajé a Guadalajara para presentar el sábado 1° la Noche de Valses y Polkas con que el Conjunto Santander de Artes Escénicas inauguró su temporada musical 2025, celebrando el bicentenario de Johann Strauss II con la Orquesta Solistas de América (OSA), concertada para la ocasión por el Maestro Rodrigo Macías. Para empezar mi alocución no se me ocurrió nada mejor que ofrecerle una disculpa al público, porque el programa estaba iniciando “nada menos que 86 años y un mes tarde”, pues la tradición de escuchar estos géneros musicales con que la familia Strauss puso a bailar al mundo inició en Viena la noche del 31 de diciembre de 1939, bajo la batuta del legendario Clemens Krauss, tan recordado por haber muerto aquí, tras dirigir en el Blanquito el 16 de mayo de 1954 e iniciando, con ello, la leyenda negra de que nuestra altura “es muy peligrosa para los artistas extranjeros”.

Felizmente, ese mito parece no haber afectar a la Perla Tapatía, pues la plantilla inicial de esa versátil agrupación que es la OSA, fundada en 2018 por el violonchelista Christopher Ibarra, estuvo conformada por atrilistas egresados de El Sistema venezolano; actualmente, la OSA cuenta con músicos de más nacionalidades y un buen número de mexicanos formados por estos excelsos atrilistas que llegaron a nuestro país gracias a la depuración que, en su momento, realizó Marco Parisotto para hacer de la Filarmónica de Jalisco la mejor orquesta de México, durante el tiempo que fue su titular.

Esa noche no sé qué disfrutamos más: si el virtuosismo que desplegó la orquesta durante la obertura de El murciélago, la nostálgica languidecencia del sobadísimo Danubio azul, el frenético paroxismo de Voces de Primavera, la desbordante ampulosidad de Vida de artista o la sobria majestuosidad que Macías le imprimió al Vals Emperador, tan contrastante con el humor desenfadado de las polkas Trisch-Traschy Rayos y truenos con que compartieron cartel; y en tanto que los amantes del ballet se regocijaron con el Vals de las flores de Tchaikowsky, el orgullo patrio se hizo patente al escuchar Alejandra, de Enrique Mora, y nuestro queridísimo Sobre las olas, de Juventino Rosas.

Al día siguiente regresé para estar en la función con que inició la etapa de Marcelo Lombardero al frente de la Ópera de Bellas Artes, con una única interpretación de la Sinfonía dramática Romeo y Julieta de Berlioz. Encomendada a Stefan Lano, la Orquesta del Teatro de Bellas Artes se desempeñó pulcramente y Alfredo Domínguez logró que el coro sonara afinado y sin gritar. Lástima de su pronunciación… pero esa, es otra historia. Los breves roles de los epónimos fueron abordados correctamente por Edgar Villalba y Rosa Muñoz, y Óscar Velázquez dio voz a Fray Lorenzo durante esta función en que las cosas habrán estado casi todas en su lugar, pero que si de algo pecó, fue de plana. De insufriblemente aburrida.

Artur Schnabel dijo que “la grandeza de un artista se evidencia en cuán lentos puede hacer los tiempos lentos” y, para muestra, basta escuchar la capacidad de Richter para ensanchar los tempi cuando interpretaba alguna Sonata de Schubert, al grado de hipnotizarnos. Lamentablemente, al prolongar de los 90 minutos que suele durar esta partitura, a poco menos que un par de horas, lo único que logró Lano fue adormilarnos y evidenciar cuánto dista de ser un gran artista. Como me tocó un pésimo lugar –casi casi sosteniendo la pared-, aproveché para echarme un coyotito… lo cual no me impide reconocer que, si bien no ha sido el mejor arranque, al menos ya cambiaron la estética que distinguía los horrendos carteles que fueran el sello de la casa durante la gestión de María Katzarava.

Días antes de presentar su propuesta de programación ante los medios, me reuní con el Maestro Lombardero. Me detalló sus planes y el por qué de sus decisiones, que considero tan arriesgadas como necesarias. Tras el naufragio, urge mucho más que un parche para volver a sacar este barco a flote. Le cuestioné si era consciente de que, entre los lastres burocráticos, presupuestales y sindicales, le esperaba una tarea digna de Hércules. Me respondió que no solamente era consciente de ello, sino que como también había sido cantante, funcionario y creativo, estaba optimista y seguro de que saldría airoso, porque “soy peor que todos ellos”.

Considerando cuán impresentables han sido la mayoría de sus antecesores, más que tomarlo como amenaza, hago votos porque así sea.