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Rosario Alicia Castellanos Figueroa nació en la Ciudad de México a las 8:30 de la mañana del 25 de mayo de 1925, en una casa en la avenida Insurgentes marcada con el número 108. Su familia, que estaba de visita en la capital, la trasladó en las siguientes semanas a Comitán, Chiapas. Ahí transcurrió toda su infancia y el comienzo de su adolescencia. Roja y berreante en los días iniciales, pataleadora y sonriente en los que siguieron, miró por primera vez el mundo y éste fue abriéndose como una forma perpetua del asombro.
Pronto te darás cuenta de que haber sido niña y no niño es más bien decepcionante para los espectadores y cuarenta y seis años después escribirás me encanta estar naciendo. ¿Es por eso, Rosario, que te reinventarás una y otra vez a lo largo de tu vida, como una mujer distinta en apariencia, territorio, oficio y pensamiento?
En mi genealogía no hay más que una palabra: soledad
Los padres de Rosario, César Castellanos Castellanos y Adriana Figueroa Abarca, se casaron el 14 de octubre de 1922 en una ceremonia presidida por el cura Don Belisario Trejo. El día de la boda, César, hijo de Benjamín Castellanos y Rosario Castellanos, contaba con 42 años. Adriana, hija de Jesús María Figueroa y Carmen Abarca, tenía 23. Para los estándares sociales de la época y de un pueblo como Comitán, tanto su papá como su mamá se consideraban ya “quedados”. César tenía veinte años más, una posición social más alta, el prestigio de que había estudiado en Estados Unidos y de que era un señor muy respetable, dueño de dos fincas: El Rosario y Chapatengo. Adriana era una criatura sensible y afectuosa que provenía de una familia pobre y no de las reputadas como “aristocráticas”. Su padre, sin haber tenido la menor conversación con su madre, habló directamente con su abuela materna para pedirle la mano de Adriana: se la dieron, se casaron. El resultado… ¡fui yo!, expresó Rosario, muchos años más tarde, y añadió, pero fuera de esto, puras catástrofes.
Observo una fotografía en uno de los tantos libros que hablan de ti, Rosario. Tienes cinco años, estás parada junto a un árbol, llevas el pelo corto, un jumper oscuro, calcetas blancas, zapatos negros de trabita y sostienes con ambas manos una sombrilla gris, abierta hacia tu costado derecho. Miras fijamente a la cámara, nos miras desde 1930. ¿Logras verte, a esa edad, en los ojos de tu padre? ¿La mirada de tu madre se refleja, de algún modo, en la tuya?
Nunca olvides el bosque ni el viento ni los pájaros
Rosario vivió hasta pasados sus quince años en Comitán, lugar que ella misma definió como completamente inverosímil, totalmente improbable: el fin del mundo.
Comitán de Domínguez o Comitán de las Flores, fundado en una ciénega por indígenas mayas-tzeltales*, es una ciudad ubicada en Chiapas, al sur de México. El nombre prehispánico de este asentamiento fue Balún Canán, que en maya quiere decir lugar de las nueve estrellas. Tras la conquista, los españoles usaron la castellanización de la palabra Komitl-tlan, que significa lugar de alfareros. Fue establecido como pueblo en febrero de 1528 y los frailes dominicos lo constituyeron como ciudad, perteneciente a la capitanía de Guatemala, en 1556. A partir del 3 de septiembre de 1915 se llamó Comitán de Domínguez, en honor al médico Belisario Domínguez Palencia.
El escritor chiapaneco Alejandro Molinari ha dicho que Comitán es una ciudad que no habla, es una ciudad ¡que canta! y en la que cientos de pájaros traen las voces de la selva. Rosario recordaba que la época de lluvias era la estación más prolongada y no era posible arribar en los habituales automóviles destartalados que conducían al poblado, sino que había que llegar a caballo o a pie, entre el lodo. Estaba situado en pleno siglo XVI: el periódico solía demorarse una semana si era tiempo de secas y hasta un mes si ya habían comenzado las aguas. Así, en ese Comitán recóndito de su niñez, lleno de trinos, la familia de Rosario aprendió a disfrutar como primicia lo que ya era pasado.
Me pregunto si estás tan habituada a ese desfase, al ritmo extemporáneo de Comitán, que por eso harás de tus cartas y de tus artículos maquinitas del tiempo. Artefactos de escritura que aún ahora nos permiten leerte como si tus palabras estuvieran frescas y nos llegaran allende el mar o la selva o desde la costa mediterránea donde pasarás tus últimos días.
“Desde los rincones de Comitán de las flores, Chiapas, México” (sin fecha). Crédito de foto: Cortesía Archivo Turismo de Comitán de Domínguez
Bastaba estar aquí, tocar las cosas como suspirando
De pequeña, Rosario recibió los cuidados de su nana Rufina, una tojolabal originaria de San Bartolo, un rancho cerca de Ocosingo, municipio aledaño a Comitán. Mientras le trenzaba sus cabellos, le contaba cuentos, mitos y leyendas; muchos años más tarde la escritora chiapaneca convirtió esos relatos en literatura. En las primeras páginas de Balún Canán una niña de siete años va por la calle de la mano de su nana. No es difícil imaginar a la propia Rosario en su niñez diciéndole a Rufina: nana, tengo frío. Ni tampoco ver que Rufina, como hizo desde que nació Rosario, la arrima a su regazo, que es caliente y amoroso.
En Balún Canán, tu novela con rasgos autobiográficos publicada en 1957, hay otra escena en la que la niña y toda su familia van a un llano a volar papalotes. La nana decide no ir al paseo porque le tiene miedo al automóvil, dice que es invención del demonio. A su regreso, la niña le cuenta que conoció al viento. La nana, contenta, le hace saber que el viento es uno de los nueve guardianes del pueblo.
¿Te topas cara a cara, allá en la llanura, con el relincho del viento, Rosario? ¿Distingues nítidamente su voz, su compañía tímida y briosa? ¿Se entierran en invierno sus largos y agudos cuchillos en tu carne? ¿Sientes su pereza, su parsimonia de verano? ¿Lo ves aproximarse vestido color amarillo polen, con su gusto de miel silvestre entre los labios?
Mira a tu alrededor hay otro, siempre hay otro
Como hija de un terrateniente, Rosario fue partícipe de una práctica arraigada entre los chiapanecos de las primeras décadas del siglo xx, la de tener una “cargadora” para sí: los hijos de los patrones recibían para su entretenimiento una criatura de su misma edad. Como ella misma lo describió, esa niña a veces se convertía en compañera de juegos y otras tantas en mero objeto en el que el otro descargaba sus humores: la energía inagotable de la infancia, el aburrimiento, la cólera, el celo amargo de la posesión.
La cargadora se llamaba María Escandón y fungió como tal entre los tres y los seis años de Rosario y sus cinco y ocho. María Escandón era hija de Francisca Escandón García y Trinidad Abarca, primo hermano de Carmen Abarca de Figueroa, abuela materna de Rosario. Los apellidos de María deberían ser Abarca Escandón, pero Trinidad nunca la reconoció legalmente. Rosario no creía haber sido excepcionalmente caprichosa, arbitraria y cruel con María, que era su tía en segundo grado, pero sólo la habían instruido en el respeto por sus iguales y sus mayores, así que admitió que en su momento se había dejado llevar por la corriente de esta usanza comiteca. Cuando Rosario se percató a cabalidad de que su cargadora era, en efecto, una persona, decidió, para el resto de su vida, no utilizar su posición de poder para humillar a otro.
Conforme Rosario y María crecieron, su contacto fue más limitado, y mientras que la primera se dedicó a instruirse en la escuela o con maestros particulares, la segunda fue reasignada a tareas de aseo y preparación de alimentos de la casa. Ninguna imaginaba entonces que María acompañaría a Rosario en sus viajes a Ciudad de México y a San Cristóbal, que velaría la salud de Adriana Figueroa y la de la propia Rosario. Que permanecería junto a ella por casi dos décadas, hasta 1958, año en que María regresó a Comitán para cuidar a su propia madre enferma.
Dos largas compañías en tu vida, la de María Escandón y, tras la partida de ésta, la de Herlinda Bolaños. Ambas estarán a tu lado en momentos difíciles, pero también harán la vida cotidiana, el esparcimiento, las rutinas. Viajarán contigo a otras latitudes y procurarán a los que más amas. Alguna vez una amiga tuya te reprochará que no le hayas enseñado a escribir a María y te prometerás que la próxima vez no sería lo mismo. Con Herlinda tratarás con una trabajadora del hogar que aprendió a demandar menos trabajo, más sueldo, vacaciones pagadas, seguro contra enfermedad, pensión de retiro. Al final, con los suficientes ahorros, los de una vida de trabajo, también se marchará. ¿Las extrañas, Rosario? ¿Tienes algún hueco en tus afectos, alguna nostalgia por sus presencias de tantos y tantos años?
Lo que dice la rama cuando cae desgajada
Raúl Castellanos nació el 11 de agosto de 1919 —tres años antes del matrimonio de los padres de Rosario y cinco antes de que ella naciera—, fue hijo de César Castellanos y una mujer indígena que trabajaba en el rancho Chapatengo, propiedad de la familia. Raúl narró en una entrevista que en los primeros años de su vida tuvo una relación más bien distante con su padre. Esto cambió cuando César contrajo una fuerte infección en el hueso superior (el húmero) del brazo izquierdo, una osteomielitis, al parecer, que puso en serio riesgo su vida, al no existir la posibilidad del uso de antibióticos en los años treinta. Adriana Figueroa prometió que si su marido se salvaba ella aceptaría a Raúl para que viviera con la familia. César sobrevivió gracias a la remoción del húmero, aunque ya nunca pudo tener movilidad plena en su brazo. Adriana honró su promesa y llevó a Raúl con los Castellanos. De su llegada a la casa de Comitán, más o menos a los doce años, Raúl dijo: me recibieron con los brazos abiertos. Me trataron como hijo, como a los naturales de ellos. No había diferencias.
La conversación epistolar entre 1950 y 1951 será el único lugar de tu escritura donde aparecerá tu hermano Raúl. De él recibirás cartas terribles y amables y desagradables y conmovedoras. Relatarás animadversiones y reconciliaciones. Dirás que vas a hacer un esfuerzo serio por entenderlo y quererlo. Sin embargo, después de 1951 no volverás a mencionarlo en tus misivas. Rosario, ¿qué gran demonio mudo anudó en sus lenguas el nudo del silencio?
Yo no sería, si no fuera este castillo en ruinas que ronda tu fantasma
Mario Benjamín Eugenio Castellanos, el hermano menor de Rosario, llegó al mundo el 12 de octubre de 1926 a las 3:35 de la tarde en San Cristóbal de las Casas. Nació dueño de un privilegio que nadie le disputaría: ser varón, escribió Rosario. Con el fin de matizar las posibles rivalidades entre ellos, sus padres establecieron comparaciones y relaciones de supuesta “equivalencia”: si bien Benjamín era simpático, inteligente y dócil, aunque moreno, Rosario poseía un color de piel blanco y la primogenitura; no obstante, era mujer.
Una visión durante un desayuno familiar constituyó el presagio de los hechos funestos por venir. Rosario tenía ocho años y Benjamín siete cuando una amiga de su madre irrumpió en el comedor, despavorida, como una especie de medusa, con el pelo blanco, todo así parado, sin peinar, y profirió su vaticinio: uno de los hijos de Adriana Figueroa iba a morir. La respuesta de su madre fue: ¡pero no el varón! ¿verdad? Tras echar de la casa a la mujer, Adriana tomó a sus dos hijos y fue visitando los hogares de familiares a quienes narraba lo ocurrido y preguntaba repetidamente: ¿es posible que ese tipo de brujerías o de anticipaciones o insinuaciones existan? ¿Pero verdad que lo que no es posible es que sea el varón?
Con todo y el pánico que sentían por las conversaciones que escuchaban, Rosario y Benjamín tomaron clases de catecismo para su primera comunión, como una suerte de antídoto. Cuando la catequista les hizo saber de la existencia del infierno, los hermanos no se inmutaron. Fue más bien la descripción de Dios lo que les hacía sudar las manos de miedo: el diablo, qué nos importaba, nosotros ya lo teníamos dominadísimo…. pero Dios… era horrible. Dios en cualquier momento se podía aparecer.
Rosario evocó ya en su adultez, y durante una sesión de psicoanálisis, el hecho de que por esos días Benjamín y ella hablaban todo el tiempo de quién de los dos se iba a morir. Jugaban entonces a contar sus sueños y en una ocasión Benjamín afirmó haber soñado con la Virgen y que la Virgen le había dicho que no, que a él no, que a él no le iba a pasar nada. Rosario contestó entonces que ella había soñado con Dios y que Dios le había dicho que sí, que él sí se iba a morir. Una semana después, Benjamín despertó con un fuerte dolor en el vientre. Mientras sus padres discernían si lo llevaban a México, si lo operaban o qué podía hacerse, agravó y murió. En el acta de defunción constó que Benjamín Castellanos falleció por una obstrucción intestinal en su domicilio a las 6 horas y 30 minutos del 7 de julio de 1933. Rosario presenció cómo, ante los pésames y las condolencias del velorio, la respuesta de sus padres era: ¡sí! Que se haga su voluntad, pero… ¿Por qué en el varón, por qué en el varón?
En tus cartas de 1950 confesarás: aunque nunca me lo dijeron directa y explícitamente, de muchas maneras me dieron a entender que era una injusticia que el varón de la casa hubiera muerto y que en cambio yo continuara viva y coleando. Dirás que siempre te sentiste un poco culpable de existir, que todos esos años hubieras querido pedir perdón a todos por estar viviendo. Tus padres te reclamaban que quizá de no haber estado tú, ellos podrían haber terminado con su existencia, que tú los atabas a una vida que no deseaban y que soportaban sólo por su sentido del deber. Hablarás de esa raíz que te habitaba: una raíz amarga y difícilmente extirpable.
Déjame hablar, mordaza, una palabra para decir adiós a lo que amo, escribirás en un poema diecisiete años después de la muerte de tu hermano menor. ¿Es el nombre de Benjamín, dibujado en las paredes de cal de tu casa con tu propia mano y con letra infantil, el gesto desesperado y amoroso de quien intenta conjurar la despedida?
Un fantasma pequeñito
Un jardín enorme y abandonado; unos corredores desiertos; unas alcobas clausuradas; la cripta, húmeda, oscura, fragante de flores y ceras, resonante de sollozos y alaridos. Tras la muerte de Benjamín, Rosario empezó a pensarse a sí misma como un ser en la categoría de las criaturas solitarias. Durante un buen tiempo sus padres dejaron de mirarla, abatidos por la pérdida y la nostalgia. Todos los viernes Raúl llevaba, junto con la familia, una charola de flores blancas al panteón. Abajo, en la cripta, mientras en las pequeñas manos de Adriana se sucedían las cuentas del rosario, César se dedicaba a llorarle, a leerle cuentos, historias, chistes, cosas de niño.
Me crié en el ambiente de una familia venida a menos, solitaria, aislada: una familia que había perdido el interés por vivir, evocó Rosario con el paso del tiempo. En una de sus cartas de 1950, escribió que adquirió la costumbre de sentirse inexistente en la infancia. Que como era tan flaca que casi no tenía cuerpo, se sentía vagando por el aire como un puro fantasma. A punto de desvanecerse.
*Este pueblo originario de la región montañosa de Chiapas se hace llamar a sí mismo winik atel, que significa hombres trabajadores.