Cuando se reescriba la historia del Surrealismo —la vanguardia más audaz y trascendente del siglo XX—, en su parábola, tendrán que señalarse sus puntos de Hileg o axiales, de los que hablaba Paracelso: esas entusiastas adhesiones o bruscos adioses al único ismo (heredero del “sol negro” del Romanticismo) que se postuló como un más allá del mero ámbito artístico, y enarboló la bandera de la poesía, el amor y la libertad, casi como una nueva concepción de la vida.

Antonin Artaud ingresa al Círculo Surrealista en 1924, recién publicado su poemario Tric Trac del Cielo. Dirigió la Oficina de Investigaciones Surrealistas y creó el Teatro Alfred Jarry, en homenaje al inventor de la Patafísica (o “ciencia de las soluciones imaginarias”) y gran innovador escénico. El paso de Artaud por el Círculo, pese a ser fulgurante, alcanzó para esbozar una era civilizatoria basada en el surrealismo: un nuevo orden pasional que recuperase para el hombre sus perdidas facultades poéticas. “La poesía debe ser hecha por todos, no por uno”, había dicho el joven Cisne de Montevideo. Artaud escribe una serie de cartas al Papa, al Dalai Lama, etc. que dan el tono antiburgués a los tracts del grupo. En México, Artaud es conocido por su Viaje al país de los Tarahumaras, donde relata su contacto con los rarámuris y su experiencia mítico-espiritual con el peyote, el cactus sagrado del Norte mexicano. Este viaje al corazón de la Sierra Madre, “en busca de una raza-principio, original, no contaminada por Occidente” sería clave en su última etapa creativa. El balance del aporte de Antonin Artaud al surrealismo está aún por hacerse, pero nadie como él abrazó la poesía como una forma de conocimiento e iluminada búsqueda interior.

Antonin Artaud habría de protagonizar también el primer (y el más telúrico) adiós al surrealismo. La causa y el sentido de esta despedida son temas de su opúsculo, A plena noche o el bluff surrealista (publicado, en edición de autor, en 1927), una réplica a Au grand jour (1926), donde Breton y Éluard se inclinan a anudar la revolución poética con la social y adherirse al PC francés. El tono de la polémica es de lo más intenso. De Artaud se dicen las palabras más duras: su concepción de la revolución como una “metamorfosis de las condiciones internas del alma” lo hacen un simple nihilista, un diletante. Breton decreta la expulsión del poeta y actor de Marsella: “Hoy —dice tajantemente— vomitamos a este sinvergüenza”. La réplica de Artaud, en el Bluff, no es menos intensa: escribe una serie de frases que no harán sino repetirse, cíclicamente, hasta nuestros días: “El surrealismo ha muerto” —dice— al abrazar la realidad y “olvidar el deseo”. Con esto, ha perdido su propio “centro” —la “transfiguración de lo posible”—, lo que lo hacía “un nuevo tipo de magia”. La propia acción Artaud del grupo la juzga estéril: “Por la nula influencia de los surrealistas en las costumbres e ideas de la época”. El surrealismo se ha despeñado hacia el “sentido utilitario y práctico”, olvidándose que la revolución es, en esencia, espiritual, interior. Para Artaud, estos nuevos “conversos” a la fe del marxismo son simples “revolucionarios que no revolucionan nada”.

Quizás reconstruir el contexto de esta polémica, que pone frente a frente a Artaud y a Breton, nos dé un panorama más claro del asunto. En 1925 estalló una sublevación anticolonial en el Rif, Marruecos. Clarté, de filiación comunista, y los surrealistas se alzan, a contracorriente del fervor chovinista —alentado en España por Primo de Rivera y en Francia por Doumergue—, a favor de los sublevados. Es entonces que André Breton y su círculo íntimo (Éluard, Péret, Aragon y Unik) se plantean dar un paso práctico: adherirse al Partido Comunista y enlazar así las tres modernidades más significativas del siglo XX: el surrealismo, el psicoanálisis y el marxismo. Breton, como todo hombre libertario, había saludado la Revolución de Octubre y en “Legítima Defensa” (La Revolución Surrealista, núm. 8, 1926) se pronuciaba favorable a jugar la carta roja. A pesar de esta adhesión, rehúsa la invitación de Henri Barbusse, director de Hummanité, a colaborar en un periódico cuya escasa calidad juzgaba lejos de ser un verdadero órgano de instrucción del proletariado. Breton, pese a ese inicial acto de fe, no da su brazo a torcer: “He juzgado inútil inscribirme en el Partido Comunista”. Sentía el deber también de defender al grupo de acusaciones de ser “artistas burgueses” o “diletantes snobs”.

La polémica entre Artaud y Breton alcanza, en 1927, el punto más alto de tensión. Dos extraordinarios pensadores, dos iluminados de la poesía, lanzan, uno contra el otro, sus mejores rayos, debatiendo el sentido del abrazo de la poesía y la revolución. Los argumentos de Artaud en el Bluff surrealista son soberbios: la revolución es esencialmente interna, un cambio espiritual, una alquimia verbal y vital, como lo había clarificado Rimbaud. Lo otro sería poner en riesgo la poesía y dejar latente el peligro de subordinarla al poder. Con Artaud, dicen adiós al surrealismo casi todos los “experimentalistas” de la Oficina… Soupault, Vitrac, Carrive, Deltei, Gérard, Limbour, Masson. Cualquier otro ismo se habría desmoronado cual castillo de naipes con tamaña deserción, pero no el surrealismo.

La contrarréplica de André Breton no es menos soberbia: la revolución debería ser integral. Breton trae a colación también a Rimbaud, el moderno poeta vidente. Recuerda los días del joven poeta en la Comuna de París: “Un niño con orejas de ratón y ojos de bígaro que, tras seis días de caminata, desde su natal Charleville a París, se presenta en el cuartel de Babilonia, ante los bravos Comuneros”. Los pasos del poeta entre las barricadas, durante esos días del “primer asalto al cielo”, fueron contados por el coronel Godchot: Rimbaud compone un himno, redacta una Constitución, saluda a los sublevados… Tras esas huellas, André Breton replica que no es sólo una cuestión política (o ética) abrazar la praxis revolucionaria. Devela, tras el argumento de Artaud, la aporía dualista que encierra ver sólo un lado del espejo: zanja la discusión de si la revolución es “interna” o “externa”, “utópica” o “de hechos”, “espiritual” o “material”, postulando la búsqueda (casi budista o propia del Zen) de un “punto” donde esa dualidad se disuelva: “Todo lleva a creer que existe un cierto punto del espíritu donde la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo cesan de ser percibidos contradictoriamente” (Segundo Manifiesto Surrealista, 1930). La actividad surrealista no tendría “otro móvil” que la esperanza de “determinar” ese punto. El hombre es uno con su yo interno y sus circunstancias, el hombre de acción es el mismo que sueña. En esa línea, Breton encuentra el lugar y la fórmula para sentenciar:

Marx dijo: cambiar el mundo, Rimbaud dijo: cambiar la vida. Para nosotros ambas consignas son una sola.

La compleja historia del socialismo y el Arte de Vanguardia durante el siglo XX, si se consideran algunos relevantes hechos aislados, parece darle a veces la razón a uno u a otro. La relación del surrealismo con el marxismo (sobre todo en su versión ortodoxa) no ha sido en última instancia sino la de un completo fracaso.

El PC expulsa, en 1933, a los surrealistas, que poco espacio encontrarán en el Congreso Internacional para la Defensa de la Cultura (París, 1935) y en la AEAR, dominados por comisarios culturales alineados al Kremlin. El propio André Breton, hacia 1936, termina desencantado de Rusia, sobre todo cuando Stalin arrecia sus purgas, sus criminales “Juicios de Moscú”, que en España se replican en la “Operación Nikolai”, que termina, al más puro estilo de la Cheka, con el secuestro y asesinato de Andreu Nïn, dirigente del Poum. Por otra parte, el rechazo de André Breton al arte de Estado, oficial, de consigna (que en otro plano pudiera considerarse como un tácito reconocimiento de que, a pesar de todo, Artaud tenía razón), condensado en el “realismo socialista” —ideal artístico del “marxismo” soviético— quedó plasmado en el manifiesto Por un arte revolucionario, independiente (1938), que escribe, al alimón, con Trotsky, en Coyoacán, México: Allí y en la revista Clé, Breton reitera la necesidad que tiene el poeta a escribir sin el imperativo de ortodoxias de ningún tipo: “Toda la libertad en el arte”.

La permanente lucha del surrealismo por la libertad artística tiene, en esta primera polémica, protagonizada por dos de los más grandes poetas del siglo XX, Antonin Artaud y André Breton, su primer desplumadero.

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