La historia política de Canadá, ya no digamos la internacional, se halla ausente. No hay conflictos producto de la migración, la explotación laboral o la violencia contra la mujer. Los personajes no cuestionan su entorno social ni se rebelan contra él. En los relatos de Alice Munro (1931), encontramos una sociedad próspera y estable en la que los individuos desean llevar una existencia convencional: ir a la universidad, casarse, tener un empleo, una pareja, hijos, una vejez digna. La autora establece su narrativa en el horizonte de lo doméstico: los vínculos familiares y amorosos. En ese terreno sí se notan dificultades: son las del individuo —mayormente, de mujeres— con sus personas más cercanas, a raíz de su propósito por definirse y fincarse como una entidad autónoma y, al mismo tiempo, en su deseo de saberse amado, acompañado, aceptado. Lo que desde fuera de la ventana podría verse como un espacio reducido —desde el que no se alcanzarían a examinar las globales transformaciones de la Historia—, produce un impacto muy vivo, contundente, en el costado vivencial de quien lee a esta cuentista. Cada caso es particular, cada historia es única, sí, pero en la gran mayoría se advierte el peso determinante que tienen las relaciones con los padres, las parejas o los hijos, y esta dinámica —incluso en el Canadá anglófono tan civilizado— contiene fisuras que trastocan las presunciones de una existencia entera.
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No sentir demasiado
Ejemplos hay muchos de relatos que dejan constancia de las fricciones entre padres e hijos en la numerosa obra de Munro. Uno paradigmático es “Las lunas de Júpiter” (“The Moons of Jupiter”), publicado originalmente en 1978 por The New Yorker e incluido en el libro al que da título, de 1982. Janet, una escritora madre de dos muchachas, cuenta cómo su papá, enfermo, requiere pasar por una riesgosa cirugía. A esta ansiedad se suma el hecho de que una de las hijas está por lanzarse a un viaje hacia México con su pareja, y que la otra ha decidido permanecer aislada, sin contacto con nadie. Al pensar en el juicio que sobre ella se habrían permitido las chicas a lo largo de los años, las especula “comparando notas, relatando anécdotas; analizando, lamentando, culpando, perdonando”. ¿Esto la amenaza? Más que eso: su sentimiento vira hacia el rechazo, pues anota: “Habría deseado mejor tener un niño y una niña. O dos niños”. Sin embargo, al llegar a este punto sabe que no está exenta a su vez de la actitud que ahora, recelosa, consigna. Recuerda sus conversaciones en Vancouver, durante su juventud, con una amiga: “Con qué meticulosidad hablábamos de nuestros padres y madres, deplorábamos sus casamientos, sus ambiciones erradas o su miedo a la ambición, de qué manera tan competente tomábamos nota de sus acciones, los definíamos más allá de cualquier posibilidad de cambio”. Y editorializa: “Cuánta presunción”.
Una particularidad de la ficción de Munro —que, por lo demás, exhibe una prosa directa y eficaz, de inclinación explicativa y afín al registro del detalle exacto, todo en consonancia con una operación de realismo psicológico— es el manejo elusivo y variado del tempo narrativo. No es adecuado generalizar, pero en no escasos de sus textos se da la recurrencia de un formato: en un presente determinado, se escenifica un suceso cotidiano en el que se intercalan breves episodios y especulaciones sobre el pasado, aparecen historias ajenas que se cruzan con la central o, incluso, se adelantan hechos, hasta de años muy posteriores. Nada nuevo, pues, en la ficción occidental; sin embargo, aunque la mayoría de los libros de Munro son de narrativa breve, se encuentra en ellos la ambición de abarcar tiempos amplísimos, más aún, de dar fe de la relación entre momentos muy apartados de una existencia, de la infancia o la adolescencia a la edad adulta. Eso sí: los audaces saltos temporales surgen regidos por un principio de asociación que no tiene que ver con la premisa de dar al relato un sentido conclusivo donde todos los engranajes cumplen, redondamente, una función, sino con el caprichoso devenir psicológico de los personajes; esto es, la estructura narrativa mimetiza el tránsito emocional de la memoria, dando pie a mutaciones en la percepción del presente. La enfermedad del padre lleva a Janet, en “Las lunas de Júpiter”, a recordar la preocupación que tuvo cuando su hija Nichola, de niña, fue sometida a exámenes médicos, por una sospecha de leucemia. Rememora cómo, de regreso del hospital en un autobús lleno, con su pequeña sobre las rodillas, “no me prohibí tocar a mi hija […], pero caí en la cuenta de que la tocaba con una diferencia, aunque no pensé que fuera evidente. Había un cuidado —no una contención exactamente, sino un cuidado— de no sentir demasiado. Vi cómo las formas del amor se podían mantener con una persona condenada a morir, pero con un amor, ciertamente, medido y disciplinado, porque tú eres quien sobrevivirás”. Nichola resultó estar sana, pero ese cuidado por no sentir de más recorre siniestra y silenciosamente las palabras con que la narradora se refiere al presente en que acompaña a su padre enfermo. Después de visitar el planetario para distraerse, Janet habla con el anciano sobre los satélites de Júpiter. Él los enumera: Ío, Europa, Ganimedes, Calisto; ambos comentan el vínculo de cada uno con la deidad Júpiter en los recuentos mitológicos. Luego de que el altavoz conmina a los visitantes a retirarse, ella dice: “Te veré cuando despiertes de la anestesia”. Cuando ella se encuentra ya en la puerta, el viejo suelta: “Ganimedes no era ningún pastor. Fue el copero de Júpiter”.
La mujer no comenta nada.
¿Fue esa la última vez que vio a su padre? ¿No es atroz que la conversación haya girado sobre los satélites de un planeta lejanísimo? La corrección sobre el papel de Ganimedes, quien, mientras cuidaba un rebaño de ovejas fue transportado al Olimpo para convertirse en amante y copero de Júpiter, ¿fue la manera tácita que tuvo su padre de despedirse, intuyendo su muerte en la plancha del quirófano? El silencio de Janet genera inevitablemente un compromiso en quien lee: ha de sentir lo que ella no cuenta, preguntarse lo que ella omite —lo que sin duda ella sintió y se preguntó, pero que ya no tiene sitio en el papel sino en la psique del lector, quien estaría en condiciones de proseguir el relato porque también tendría padres o hijos, apegos, miedos y rechazos.
Una cuestión seria y mortal
Pocos autores tienen un manejo tan magistral de la elipsis narrativa como Alice Munro. En “Miles City, Montana” —incluido en El progreso del amor (The Progress of Love, 1986)—, una voz femenina cuenta primero un episodio de su infancia: Steve, un compañero de juegos, muere ahogado. Luego, viene una elipsis brutal: pasan más de 20 años, y la mujer, con su esposo y dos hijas, hace un viaje de cinco días por carretera, de Vancouver a Toronto. Esta audacia en el salto de una época a otra de la vida del personaje central ha hecho pensar a más de uno que Munro en realidad escribe novelas condensadas en el empaque de un cuento —y el efecto es el de ser lanzado al vacío, como si se abriera un hueco súbito en las vísceras—. En el texto, el recorrido que se sigue por la geografía real da pie en el ánimo de la mujer, aún joven, al viaje interior. Puesto que ella no le puso lechuga a los sándwiches que lleva para el camino, su marido, Andrew, manifiesta una leve, casi muda, molestia, a partir de la cual ella resume en su interior los matices contradictorios de su relación conyugal: “A veces el mero sonido de sus pasos me parecía tiránico, el gesto de su boca petulante y mezquino, su cuerpo fuerte y firme una barrera interpuesta […] entre mí y cualquier alegría o ligereza que podría obtener en la vida. Entonces, sin mayor aviso, él se convertía en mi buen amigo y compañía más esencial. Sentía la dulzura de sus huesos livianos y sus ideas serias, lo vulnerable de su amor, que imaginaba más puro y franco que el mío”. La ambivalencia de los sentimientos, que Freud ya en Tótem y tabú veía venir de las etapas formativas de la psique humana, nunca explota en los textos de Munro: no se presentan desenlaces trágicos ni arrebatos truculentos. Lo propio es el registro de las sacudidas internas que se originan ante la simple amenaza. En este caso se narra cómo, en una parada que hacen en la ciudad que da título al relato, los esposos encuentran una piscina pública y, ahí, la hija menor, por descuido de la chica salvavidas, se zambulle en la sección honda. Durante los párrafos en que los esposos temen ver salir el cuerpo inerte de la pequeña, la muerte añeja del chico Steve Gauley flota en la conciencia del lector.
Al final, no pasa nada trágico. La niña no sufrió ningún daño.
Para la madre, sin embargo, es otra cosa: no puede dejar de pensar en qué habría ocurrido si Meg se ahoga. Los trámites de la defunción, la apariencia que tendría el cadáver infantil, las llamadas telefónicas a la familia. Esto no acaba en una reprimenda de sí misma. La actitud de sus padres en el sepelio de Steve la ve ahora desde otro ángulo: “Era una cuestión seria, mortal. Comprendí que ellos estaban implicados. Sus cuerpos grandes, tiesos, vestidos para la ocasión, no se colocarían entre mí y una muerte súbita, o cualquier tipo de muerte. […] Ellos darían su consentimiento a la muerte de los hijos y a mi muerte no por algo que dijeran o pensaran sino por el simple hecho de que habían procreado hijos —me habían hecho— […] y por esa razón mi muerte —aunque la sufrieran, aunque la sobrellevaran— no les habría parecido imposible ni antinatural. Esto era una realidad, y hasta entonces supe que no se les podía culpar por ello”. Esta revelación la hace regresar a su presente: ella se encuentra en el papel de sus papás, su hija Meg en el papel de ella cuando niña. ¿Hay manera de escapar a esta ronda de generaciones destinadas a decepcionarse de los padres, y luego a fracasar ante los hijos?
He elegido estos textos porque, además de que soy favorable al comentario apegado al texto (el close reading), en ellos se percibe de manera emblemática la compleja deriva munriana que va de los padres a los hijos. La obra posterior de la autora no se ha quedado en el registro de las relaciones con los hijos; ha seguido la evolución de sus coetáneos por divorcios, lazos con nuevas parejas, distanciamientos familiares, la vejez y la enfermedad; así en El amor de una mujer generosa (The Love of a Good Woman, 1998), Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio (Hateship, Friendship, Courtship, Loveship, Marriage, 2001), La vista desde Castle Rock (The View from Castle Rock, 2006) y varios más.
Una constante es lo que sería una declaración de principios, una forma casi compasiva, o quizá resignada, de entender el accionar humano ante las contingencias: ningún instante de nuestra vida ocurre aislado, por sí solo, sino que se halla dominado por lo ya vivido y, al mismo tiempo, cada nueva experiencia hace volver bajo otra luz, a menudo más inquietante, aquello que habíamos dejado atrás. ¿Qué se ha de aprender de esto?
La prosa de Munro dialoga no con la inteligencia sino con la sensibilidad de sus lectores, más concretamente con sus vísceras, en las que tienen eco, como ha visto la psicología evolutiva, situaciones concretas de las etapas más antiguas de la historia humana, cuando la pertenencia a un clan, la protección que de él se recibe, resumían las posibilidades de supervivencia. Cualquier hecho, por menor que parezca, que ponga en riesgo esas certidumbres no puede sino dar paso a convulsiones emocionales difíciles de atender por la razón, aunque, eso sí, aprehensibles por la ficción narrativa, ante la cual los lectores habrán, suponemos, de verse interpelados, dando paso a la introspección. Y todo esto surge del enfoque estricto en el cosmos doméstico de las relaciones interpersonales. Se requiere ser una artista extrema de la observación y la comprensión de los motivos, carencias y errores individuales para sacar, de historias comunes sobre los vínculos de la intimidad —en una sociedad, por cierto, donde parece no ocurrir nada—, estas epifanías tan incómodas en sus implicaciones, tan difícilmente refutables.