Ha sido proverbial el famoso diálogo entre Stephane Mallarmé y Edgar Degas sobre el tema de la escritura. El famoso pintor impresionista se quejaba con su amigo sobre la dificultad para componer sus versos, a pesar de sus buenas ideas, a lo que Mallarmé le respondió, según nos lo recuerda Paul Valéry: “No es con ideas, mi querido Degas, con lo que se hacen versos, es con palabras”.

La anécdota viene a cuento si consideramos que en nuestros días es relativamente fácil difundir nuestras ideas en las redes sociales y editar todo tipo de libros, revistas, fotografías, posicionamientos, diatribas y calumnias con la velocidad del rayo, todo para un público insaciable de la nadería instantánea y la antropofagia, la cual tiene parte de su origen en la mnemofagia, un neologismo que, con humildad, me atrevo a proponer como punto de partida para una reflexión, en otro momento y espacio, respecto a la pérdida de la memoria y la conciencia histórica como “justificación” para descargar la frustración colectiva en la hoguera de los linchamientos mediáticos.

Sin embargo, y a pesar de la facilidad para poner en circulación textos falsos, siempre será fundamental tener algo que decir y luego buscar la forma para decirlo. Lo anterior puede aplicarse a todo tipo de discursos y especialmente a las novelas, porque es el asunto que nos ocupa. En consecuencia, los narradores requieren de una historia creíble para contar, la cual debe encontrar la forma de expresión que corresponda a los asuntos tratados. En algunos casos se habla del tono o el íncipit que habrá de conferir el ritmo del relato.

Es el caso de Seda (Anagrama, 2005) del italiano Alessandro Baricco, novela breve que podría considerarse una obra clásica en un entorno saturado de propuestas experimentales fallidas que suelen extraviarse en los laberintos de sus búsquedas y, por eso mismo, desesperan al lector y lo obligan a recurrir a los textos de retaguardia.

Seda podría considerarse una novela de viajes, de aventuras, decimonónica; también asume los retos de la novela histórica a través de ciertos hechos notables que impactan a sus personajes. Su estructura es lineal, y con ello renuncia a las maromas narrativas que desestructuran el relato por las necesidades paranoides de los personajes del siglo XX. Hay un narrador en tercera persona que describe con brevedad, recurriendo a las pausas y los resúmenes de las acciones de su personaje principal, quien, por cierto, no ha decidido “vivir” la vida desde un torbellino psicológico, sino estar en ella, a la manera de un actor que interpreta de manera decente su papel.

Pero la gracia de la novela no estriba en la aparente austeridad formal de su estructura, sino en la fábula contada a través de una serie de símbolos y metáforas que elevan a Hervé Joncour a la categoría de un personaje mítico como Marco Polo, don Quijote o Santiago, el célebre pescador de El viejo y el mar. También destaca el ritmo asociado a los vaivenes del viaje. Hervé Joncour realiza cuatro excursiones por tierra y mar para llegar a Japón, donde compra huevos de gusanos de seda para alimentar los telares de su pequeño pueblo.

El viaje épico es exterior e interior: al exterior consume 17 mil kilómetros en cada ciclo, al interior llega al fin del mundo, a una zona inasible donde las palabras no bastan para explicar la pasión amorosa que se evade de sus manos como los frutos de Tántalo.

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