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VIRGINIA CITY
I
Un hombre que no era merecedor de su confianza, que había cabalgado en el bando enemigo, quizá de resultas de un compromiso recóndito, quizá de una curiosidad insaciable y a la postre dañina para sí mismo, quizá de la cobardía que como un aura oscura lo circundaba desde la cuna, un hombre que había cabalgado del lado de los enemigos quizá con menos entrega que el resto de ingratos, traidores, conjurados y que los pistoleros a sueldo contratados solapadamente para respaldarlos en la noche elegida y tan anhelada, pero que sin duda había sido uno más en la usurpación de La Tejera, el rancho que James Closter había hecho prosperar a lo largo de cinco décadas, un hombre que asimismo sin duda había contribuido al final violento del anciano Closter, aquel hombre les había prometido que serían felices, por un tiempo al menos, y se había despedido de ellos haciéndoles entrega de regalos y con buenas palabras y una suerte de agradecimiento deshilvanado e incomprensible, y junto con ellos había mirado una última vez hacia atrás y compartido congoja y rabia 18 al ver las llamas asomar por cada ventana de la gran casa de la colina, trepar serpenteando por las fachadas y congregarse, se diría que trenzándose, en la crestería del tejado, que poco después se hundió como si no soportara el peso de un fuego tan denso, y aquel hombre negó con la cabeza y dio una palmada en la grupa del caballo que cargaba con John Dunbar, Lucrecia Grouard, la niña aún sin nombre que crecía en su vientre, hija de ambos, y el perro Horacio, y el caballo se puso en marcha.
Ya con el sol en lo más alto se detuvieron en una estancia para la pernocta de los vaqueros, la misma donde solo tres días antes habían preguntado si aquellas tierras formaban parte de La Tejera, y salió a su encuentro el mismo cocinero azorado, que al reconocerlos arrancó a maldecir y a señalar a su alrededor con el índice, y luego se señaló a sí mismo y negó enfática y altivamente, jactándose de orgullo herido, y prosiguió reprendiendo a una multitud cabizbaja solo presente en su sesera, y cuando el cocinero vio las heridas de Lucrecia, trotó hacia ellos redoblando las maldiciones, pero se detuvo, indeciso, receloso de tocarlos y, asintiendo y sonriendo como un perturbado que esperara una caricia de agradecimiento por su contribución, sostuvo la brida del caballo, al que ni aliento para resoplar le quedaba. John Dunbar descolgó a Horacio hasta el suelo, descabalgó él y ayudó a desmontar a Lucrecia. Pero el caballo todavía hubo de brindarles un último sostén, porque Dunbar se agarró de su cuello y Lucrecia del cuerno de la silla hasta estar medio seguros de que las rodillas no les iban a flaquear.
Pasen. No hay nadie.
¿Cómo te llamas?, preguntó Dunbar.
El cocinero se llamaba Nazario.
¿Adónde se han ido todos, Nazario?
A La Tejera, señor, respondió avergonzado e indignado. Yo apreciaba mucho a su papá, señor. Por eso me han dejado aquí.
¿Cuándo volverán?
Nazario se rascó la barriga, reacio a contestar.
Todavía no.
Estarán celebrando. Apoyándose uno en el otro, John y Lucrecia entraron en la estancia, una única habitación con suelo de tierra apisonada y techo tan bajo que no podían permanecer erguidos. Horacio los siguió cojeando y buscó un rincón donde tenderse. Nazario se ocupó del caballo.
John ayudó a Lucrecia a tumbarse en un catre. La manta desprendía un olor rancio. Quizá allí dormía uno de los hombres que la habían golpeado. Sin esperar a que el cocinero volviera, John buscó algo con lo que limpiar las heridas de Lucrecia.
John, ven aquí.
¿Qué?
Ella le hizo un gesto para que se acercara.
¿Qué? ¿Dónde te duele?
lado. Ella le puso una mano en la nuca y acercó la cabeza de John a la suya.
Estamos vivos, dijo Lucrecia. Y vamos a tener un hijo.
Se quedaron así, respirando uno en la boca del otro, como si soplaran el último rescoldo del que dispusieran en una noche helada.
Nazario entró intentando pasar desapercibido y atizó el horno holandés donde lo cocinaba todo. Empezó a preparar arroz, alubias y tocino, y abrió un frasco de albaricoques en conserva.
No habiendo encontrado ninguna tela limpia, Dunbar hizo jirones su camisa, vertió agua en una palangana y limpió las heridas de Lucrecia. Las que no dejaban de sangrar, las restañó frotándolas con harina.
Los esfuerzos de Nazario por no hacerse notar habían durado poco. Apenas se puso a trabajar arrancó a discutir consigo mismo, y si el recuerdo repentino y breve de que no estaba solo le hacía callar, asimismo quedaban paralizadas sus manos, como si cocinar y sostener el parloteo abstruso fueran dos acciones ligadas y dependientes una de la otra. En aquellos intervalos de inmovilidad y silencio miraba por encima del hombro lo que sucedía a su espalda.
John Dunbar, el pistolero al que también llamaban el Basilisco, quien cuando solo era un niño de teta fue alejado de su padre y de su madre por decisión del primero y que pocos años más tarde huyó de la casa donde en un primer momento le habían dado cobijo y después nada más que palizas, y donde había crecido engañado, creyendo que aquella mujer, Zora Elizabeth, tan parca de carnes como de cariño, prima mal avenida del padre pero codiciosa y por lo tanto siempre dispuesta a embolsarse unas monedas, de las que el padre poseía en abundancia, y que aquel hombre, un tal Jerome Dunbar, tasador de tierras de San Francisco, asimismo prendado del dinero y también del whisky, que solo tenía para el niño miradas de burla y de desprecio, eran su familia verdadera, de la que de hecho cargaba con el apellido —todo eso lo sabía el cocinero Nazario, pues la historia había corrido por La Tejera hasta que el último peón la hubo aprendido de memoria en vísperas de la llegada de John Dunbar, cuyo apellido verdadero era Closter, el hijo único y perdido y añorado y lamentado del patrón del rancho, adonde a la postre regresaba para tomar posesión de lo que le correspondía por derecho de sangre, intención no plenamente consciente pero que no había logrado llevar a cabo, ni siquiera concretar en forma de proyecto, debido al arteramente planeado asalto al poder de doña Alejandra, la concubina de James Closter, con la que el ranchero había compartido cama mucho más tiempo que con su esposa, y que en los últimos años había sido gestora incontestable de La Tejera—, recorría encorvado la estancia masticando una manzana arrugada mientras arramblaba con cuanto podía. El ampliamente renombrado pistolero, protagonista de una colección de novelas —Nazario, analfabeto y nunca avergonzado de serlo, había pagado dos dólares para que le leyeran una a lo largo de cuatro noches—, pero que no había podido disparar ni una bala para defender a su padre, ni su herencia, ni a la mujer que lo acompañaba, reventaba con un martillo de herrar el candado de los cofres de los vaqueros e iba dejando caer sobre un catre prendas de ropa, munición, un quinqué, tabaco, cerillas… Gruñía cada vez que descubría algo especialmente útil: un estuche con herramientas y grasa para limpiar armas, un frasco de paregórico…
Se acercó al rincón destinado a cocina. Nazario reculó ante la mole barbuda, de pelambrera negra y revuelta. Dunbar cogió una cafetera, la sacudió; estaba llena a medias. Olió el contenido. Lo arrojó al suelo.
Prepara más café. ¿Cuándo volverán?
Se tambaleaba de fatiga. Hablaba en voz baja para no molestar a Lucrecia, que se había dormido.
Hoy no. Mañana puede.
Nos iremos esta noche. ¿Hay un carro?
El cocinero asintió y dijo que podían disponer de él. Los vaqueros no los seguirían cuando regresaran. Tendrían demasiada faena pendiente y una nueva patrona, más exigente que el anterior, a la que contentar. Además sufrirían su peor resaca en años. Y en cualquier caso no se atreverían a enfrentarse al Basilisco siendo un grupo pequeño.
John Dunbar sirvió dos platos de comida. Puso uno delante del perro y se sentó con el otro en un catre.
Mantén el resto caliente para cuando ella se despierte. Y no te olvides del café. Mucho café.
Nazario asentía una y otra vez, y seguía haciéndolo cuando a Dunbar se le cerraron los ojos y se le venció la cabeza y, en un mismo movimiento, dejó el plato a medio comer en el suelo y se tumbó en el catre, quedándose dormido antes de terminar de hacer ambas cosas.
El cocinero llenó de agua un tazón y lo puso junto al perro. Horacio, sin dejar de comer, lo miró de reojo. Cuando el perro terminó su comida, continuó con la que Dunbar había dejado a medias. Nazario observaba a Lucrecia. También sabía quién era ella: la dama del este, hija de una familia adinerada, más adinerada incluso que James Closter, hermana de un iluminado, el incitador de una peregrinación hasta una recóndita entalladura en la parte septentrional de la costa, donde era su afán y su obligación fundar un nuevo Paraíso, peregrinación abundante en penalidades y en la que ella lo había acompañado, siendo además la única mujer del grupo de adeptos, y donde había conocido a John Dunbar, contratado por el líder herético como guía, peregrinación de la que ella había tenido el buen tino de desligarse cuando el supuesto Paraíso se encontraba ya a la vista, con lo que evitó compartir el final aciago y absurdo de aquella banda de hombres desnortados, final que también John Dunbar supo evitar, para, tiempo después, desandar parte del camino peregrinado e ir en busca de Lucrecia Grouard, heredera de una factoría textil y minas de carbón inagotables.
No se pusieron en marcha esa noche sino a la mañana siguiente. Ellos y el caballo estaban demasiado cansados. Nazario aprovisionó el carro y enganchó el animal.
Nos llevamos muchas cosas, dijo Lucrecia. ¿Tendrás problemas?
El cocinero negó con la cabeza.
Descuide. Les diré que el Basilisco y su señora me robaron. Que no pude hacer nada. Los vaqueros piensan que soy cobarde.
John Dunbar subió al pescante y empuñó las riendas. Lucrecia iba sentada en la plataforma, con la espalda apoyada en un saco de patatas y el rifle sobre las rodillas, mirando hacia atrás para vigilar si los seguían. El vestido que llevaba la víspera iba hecho un ovillo entre los víveres; en su lugar vestía ropas de hombre, demasiado grandes. Las botas eran las de Nazario, con jirones de manta retacados dentro de las punteras. El cocinero los despidió con la mano.
El caballo hizo un intento de ponerse al paso, pero en cuanto notó el peso del carro se detuvo. Se le marcaban las costillas y el hueso de la cadera. Nazario dudó que con ese animal pudieran llegar a su destino. No preguntó cuál era porque no se lo dirían. Se quitó el sombrero y sacudió con él las ancas del caballo, que resopló y arrancó a andar.
En la anterior visita de John Dunbar, casi doce años antes, Virginia City era un poblado minero por cuya longevidad nadie apostaba. La mayoría de los habitantes malvivía en tiendas de campaña plantadas en un erial llagado por las explotaciones de oro y plata a cielo abierto. Era un lugar desabrido del que Dunbar recordaba con especial desagrado el estruendo de los molinos de martillos que trituraban la mena para luego reducirla en balsas de mercurio.
Semanas después de salir de La Tejera, se encontraron con una auténtica ciudad que trepaba por la ladera oriental del monte Davidson. Al pie de este se hallaban las sedes de las compañías mineras, con oficinas, establos, almacenes y casas para los trabajadores, todo ello apenas visible entre las escombreras y las chimeneas. Y el ruido había empeorado. Las compañías competían entre sí añadiendo martillos a sus molinos para procesar cada vez más mineral —ocho martillos, veinticuatro, sesenta y cuatro…—, y a ese estrépito se sumaba el de las máquinas de vapor que accionaban los molinos y el de las bombas que achicaban el agua de los pozos y el de las que insuflaban aire para ventilarlos, pues, agotadas las vetas superficiales, la explotación se realizaba ahora bajo tierra.
John Dunbar no supo identificar dónde había estado la ferretería de su hermano Matthew, emplazada originariamente en una tienda de lona que también servía de vivienda para él y su familia. Chascó las riendas y se adentraron en las calles. Tiraba del carro una mula de labranza con el lomo hundido que habían cambiado en Modesto por el caballo. A Lucrecia no le intimidaba el fragor de la ciudad minera, conocedora como era del matraqueo de los telares hidráulicos de su padre. Miraba a su alrededor satisfecha por estar de vuelta en la civilización.
Después de preguntar a tres personas, sofrenaron el carro ante un edificio con falsa fachada de madera y cristaleras en las que un elegante rótulo negro y dorado informaba del nombre del negocio: Almacenes Dunbar. El local se hallaba en el centro de la ciudad, frente a la iglesia metodista. Una calle más allá asomaba la aguja de la iglesia católica, y otra calle más allá, la de la episcopal. Un encargado suspicaz los informó de que los dueños no estaban allí en ese momento, pero que podrían encontrarlos en su casa, en lo alto de la ladera, donde residían los vecinos más prósperos, lo más lejos posible de las minas.
Por el camino pasaron ante el teatro de la ópera, tiendas donde solo se vendían ostras, estudios fotográficos y grupos de turistas venidos en tren desde Reno y San Francisco para admirar la prosperidad fruto del ubérrimo filón Comstock.
Todas las casas en el barrio alto eran similares: de madera, una o dos plantas y tejado a dos aguas. Compartían unas líneas sencillas y el color blanco, como si buscaran distanciarse de la suciedad y del desarreglo de la actividad minera. Reconocieron la que buscaban gracias a la indicación del encargado: la que tenía a un costado un jardincito de tierra negra. La tierra había sido transportada desde las orillas del lago Washoe. El terreno arcilloso sobre el que se alzaba Virginia City, saturado de agua, inestable y que tantos peligros causaba al excavar las galerías, no era el apropiado para cultivar flores.
Ante la casa esperaba un cupé de dos caballos. Al mismo tiempo que Dunbar detenía el carro, salió al porche una mujer. Llevaba un vestido con polisón y aplicaciones de otomán, y se ajustaba los guantes mientras sostenía bajo el codo un cartapacio y daba instrucciones a la criada china que la seguía.