Hombres de caras quemadas: los etíopes de larga vida derivan su nombre del griego etiopiké. La oscuridad de su piel es, acaso, la más delicada de aquel continente, lo mismo que sus facciones afiladas. Y contra toda adversidad, la nación es “cristiana vieja”. A sus costas arribó un contingente bíblico o fue procreado por la Reina de Saba, refieren entreveradas la historia y la leyenda.
La capital etíope es poseedora temporal de las Tablas de la ley y en ella los siglos han descargado un fardo que su carácter no alcanza a asimilar. Candor e ingenuidad parecen legítimas en la sonrisa de la sensible población.
Addis Abeba: Flor nueva, su nombre ha mutado en el curso de los años y las veleidades de los hombres. Mas, perfumada y formal, su esencia se mantiene inamovible, abrazada a anhelos milenarios y a los aromas que la envuelven: a café, a trigo, a agua que fluye y a humedades de la niebla.
De origen radiante y nombre diferente, rivaliza en linaje y antigüedad con ciudades cercanas o alejadas. Mas carece de un punto donde la desborde la emoción de haber llegado. Como ciudad capital la preceden Axum y Gondar. No la distingue el desarrollo urbano, son otras sus virtudes. Como la asombrosa belleza de la población. Hombres y mujeres que irradian natural aristocracia de su semblante y sus modales.
Prevalece la impresión de que el tiempo allí se ha detenido. La calma mística de sus amaneceres contrasta con el estruendo y las recurrentes batallas fratricidas del campo y los suburbios. Las armas de fuego con que se baten de modo intermitente en su propia entraña, pretenden ser sólo asunto, sólo una cosa de varones, porque ignoran otras vías.
La realidad en el terreno la conoce la población y la padece. Todo se pierde en la abundancia misma de las cosas. Nunca se narra lo que sucede sino lo que se recuerda. Como aquel andar montuno e indolente, bajo la blancura radiante de su vestimenta y una mirada cuya intensidad organiza a su alrededor toda la existencia.
El forastero cruzaba venturoso la esquina de una calle transitada. Los viajes obsesivos del Capitán Acab ocupaban su mente cuando de improviso, a unos pasos encarnó aquella epifanía. Un portento de rasgos inmaculados y piel azabachada, bajo un atavío de algodón resplandeciente. Una cascada de cabello luminoso se derrama con levedad sobre su espalda. La venus morena sonríe. ¿Veintiocho o treinta y cuatro? Qué más da. La belleza torna invisibles las edades.
Ella parecía resuelta. ¿Cuántas cosas caben en la actitud, en una mirada? A la turbación momentánea del forastero siguió una calma temblorosa. Luego se impuso el temor o el buen sentido. La voluntad se tambaleaba frente a la hoguera de aquella mirada, de aquella cabellera y su poseedora, escudada en su espléndida presencia y en la albura de una tela.
El extranjero urdió una retirada discreta, sutil y sigilosa; resignado, asumió que se trataba de una forma distinta de derrota.
¡Ah belleza, de ti cuán poco sabemos!