En Un hombre diferente(A Different Man, EU, 2024), truenacocos opus 3 del tenaz independiente autor total neoyorquino de culto marginal hasta ayer Aaron Schimberg (Desciende, muerte13, Encadenados de por vida 18), premios al mejor actor y mejor guion en Berlín 24, el lamentable actor teatral en valerosa lucha contra una atroz neurofibromatosis deformante si bien contratado precisamente por ella Edward Lemuel (el rumano formidable Sebastian Stan) parece asumir con estoicismo su solitaria existencia privada, hasta que se enamora de su nueva vecina de al lado, la rubia dramaturga incipiente con multitud de exgalanes despechados Ingrid (la noruega Renata Reinsve prolongándose como La peor persona del mundo de Trier 21), sin esperanza ni recompensa posible y sólo atreviéndose a regalarle una vieja máquina de escribir roja, pero el buen hombre deforme se somete a un milagroso tratamiento de reconstrucción facial, estrena rostro perfecto, declara un falso suicidio suyo como Edward, se muda, resurge como el exitoso agente de bienes raíces Guy Moratz, y cierto malhadado día se topa con la evidencia de que Ingrid ha escrito una pieza llamada Edwardsobre el ambiguo nexo afectuoso entre ambos y, sin revelar a la bella su flamante identidad, logra el rol protagónico de su propia vida escenificada, recupera su anterior depto e inicia una relación sexual con su antigua vecina otrora idealizada, descubriendo que se trata de una mitómana promiscua e insegura que intenta humillarlo y lo consigue, dándole celos al ligarse ante él a un simpatiquísimo y espontáneo aparecido londinense con neurofibromatosis maravillosamente bien asumida Oswald (el auténtico intérprete deforme Adam Pearson de Bajo la piel de Glazer 13), socavándolo conductualmente y motivando el ominoso despido tanto de la escena como de su empresa inmobiliaria del ahora inerme galancete Edward/Guy, cuya exasperación llegará al grado de atacar corporalmente al ganón deforme Oswald en plena función, a sufrir la caída de un techo escénico sobre él que lo paraliza de piernas y brazos, a silenciar a puñaladas a un humilde fisioterapeuta de pronto demasiado maledicente (Christopher Spurrier), a padecer una estadía en prisión y egresar años después, ya anciano, sólo para cenar con la saciada exdramaturga Ingrid en armoniosa pareja dispareja con el monstruoso Oswald rumbo a una comuna canadiense que no entienden ni hacen caso de esa siempre ajena pesadilla identitaria.

La pesadilla identitaria lleva hasta sus últimas consecuencias malvadas e irrisorias las inesperadas peripecias psicológicas y dramáticas de su tragicomedia de humor negro tan equidistante de la fábula moral/inmoral como de la parábola políticamente incorrecta, a fuerza de hacer surgir personajes tan exasperados contra su propia infructuosa corrección pretérita como Edward/Guy y criaturas tan desalmadamente atropellantes como Ingrid o el mismísimo Oswald en un insospechado límite revertido de su horripilancia, o bien, las irrupciones callejeras de un agresivo gratuito indigente barbiblanco ubicuo o las frases sentenciosas soltadas al azar cual edificantes puñaladas sarcásticas en contrapunto (“Toda la infelicidad proviene de no aceptar la realidad como es”// “¿Está mal contratar a alguien por su desfiguración, o su explotación?”// “Oswald no mató a Lincoln, sino a Kennedy”), todo ello mientras los techos se desploman, la fotografía de Wyatt Garfield simula divagar con planos sintéticos de figuras superpuestas y la música de Umberto Smerilli reinventa un puntillismo pictórico acústico.

La pesadilla identitaria se caracteriza por una puesta en escena extrañante, de ironía pura y fría, que bien pronto se revela que ya no es tal, sino más bien una puesta en situación ilógica/lógica y un enjambre de trazos absurdos subrepticiamente cómicos, como la identificación con la estatua jardinera de Lincoln, la gotera doméstica dejada crecer por reticencia tímida, la alusión a las metamorfosis civilizadas de miedo instintivo e innato, la máquina de escribir cual fetiche intocado e inútil, el imposible amor de las parejas paseantes, o la máscara de sí mismo regalada como souvenir a Edward para ser obligado a ponérsela a media cópula por exigencia de su cruel amante frígida Ingrid.

La pesadilla identitaria sitúa su delirio metafísico, más connotativo que denotativo, formando un maléfico cuadrángulo con las cintas menos glamorosas de Lynch (El hombre elefante80), de Cronenberg (Engendros del mal79, Almuerzo desnudo 92) y la bienvenida Fargeat (La sustancia 24), agitándose entre la distorsión conceptual y la paradoja, la distorsión que se provoca al introducir como punto de inflexión-regeneración argumental a ese envidiable personaje extrovertido del mujeriego deforme Oswald haciendo monerías incluso en un karaoke, la distorsión del titubeo que pasa de la delicadeza excedida a la culpa rabona, la distorsión de una piel que se arranca a pedazos en varias jornadas para dar como resultado una faz irresistible, y en general un gusto por la distorsión ya cultivado Schimberg al adaptar cuentos populares de Jonathan Mallory Sinus sobre el terrorífico arrasamiento de un pueblaco decrépito por fantasmas y plagas (en Desciende, muerte) o los titánicos esfuerzos mentales de una actriz por conectar con su partenaire interpretado por el inusitado Adam Pearson (Encadenados de por vida), la paradoja de no ser digno o quizá hasta inepto para de representar su propia vida, la paradoja de una transferida pieza metautoficcional que se corrige al capricho del cliente crítico y se mistifican y enajenan al máximo sus datos seudomíticos y los valores originales vivenciados, la paradoja de jugar con el fuego de una asediante deformación física real y una ficticia permutables.

Y la pesadilla identitaria acaba contemplando atónita a Edward demudado ante la dicha para él siempre ajena, porque acepta la fealdad propia y la del otro hasta límites venturosos y edificantes.

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