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Escritores y amigos que trabajaron y aprendieron al lado de Huberto Batis lo recordaron ayer, tras su muerte el pasado miércoles.
Guillermo Sheridan: “Conocí a Huberto en septiembre de 1969, cuando llegué de Monterrey. Era mi maestro de teoría literaria. Ordenaba lecturas que me configuraron el cerebro, el gusto y la fe: Baudelaire, Schopenhauer, López Velarde, Hegel. En septiembre de 1970 me quedé sin dónde vivir y me ofreció un cuarto en su casa. Puso en la pared un póster de Marilyn. Viví ahí un año. Me invitaba al burlesque. Me hizo amigo de Inés Arredondo, García Ponce, Juan Vicente Melo. Íbamos al mar con nuestras novias. Me hizo discípulo de Tomás Segovia y compañero de Adolfo Castañón. Estuvimos a punto de ir a la cárcel dos veces. Me puso a trabajar de columnista a sus órdenes y las de Fernando Benítez. Me hizo leer muchos buenos libros. Me invitó a la UNAM y me puso a investigar al grupo de los Contemporáneos. Fue muy divertido todo. Luego se molestó porque comencé a colaborar en la revista Vuelta y nos distanciamos. Lo quise mucho”.
Enrique Serna: “Muchos escritores nos logramos forjar gracias a él porque nos dio espacio y libertad en sábado, una vitrina muy visible en la que uno podía ejercer la crítica con absoluta independencia. Le agradezco que me haya permitido criticar duramente a amigos suyos, algo que pocos editores toleran. Huberto fue una persona que le dijo
cosas a la gente en su
cara.
“Cuando llegaban escritores, aparentemente muy importantes a la oficina pero él despreciaba, no se detenía, una vez corrió a Pérez Reverte. Así se las gastaba. Claro, esto tenía un doble filo, a veces su maledicencia alcanzaba a sus colaboradores. Así era él, las cosas buenas de Huberto son mucho más importantes que los egos a los que lastimó. Él fue muy generoso conmigo.
“Batis parecía un terrorista porque le gustaba que corriera la sangre en el suplemento, pero eso ventilaba las opiniones y hacía más creíbles las críticas. Ahora es absurdo que la crítica literaria se haga en privado y, en público, todo el mundo diga lindezas de los demás, es hipocresía. Esto contribuye a crear un ambiente de mediocridad en el mundillo cultural”.
Alberto Ruy Sánchez: “No solamente fui uno de los cientos de escritores mexicanos a los cuales él abrió las puertas de la vida pública, de la publicación, sino que además fuimos amigos. Para Margarita y para mí, durante varios años, fue nuestro amigo más cercano; en su casa, en su biblioteca, alrededor de su familia, crecimos quienes nos iniciamos a principios de los años 70 a la literatura y la vida literaria. Cuando me fui de México, él siguió publicándome. Era, tal vez, el mayor conversador que he conocido. El contador de historias contemporáneo más poderoso y más grande; era un enorme mitómano que tenía la capacidad de convertir sus invenciones en aparente historia reciente y que, al mismo tiempo, sabía leer en cada persona las cualidades que iban a resaltar con el tiempo.
“Entre las muchísimas enseñanzas que nos dio está el aprender a saber que el mayor crítico que un escritor debe tener es uno mismo. Estar con Huberto era aprender a desarrollar piel de elefante ante las lecturas y las críticas para saber que no hay nada, absolutamente nada, a salvo de una lectura verdaderamente crítica. Era un sabio, increíblemen te inteligente, un típico alumno de jesuitas que había sabido explorar las paradojas de la vida en todo lo que exploraba. Tenía arranques de rabia que eran parte de su personalidad. Lo que decía con intensidad crítica de alguien, no era personal, era casi como un temperamento climático; Huberto a veces llovía y a veces era tormenta. No era alguien que tratara de destruir a los otros”.
Margo Glantz: “Fuimos compañeros en la Facultad de Filosofía y Letras, fuimos muy amigos, lo quise mucho, lo admiré mucho. Era un tipo muy difícil, un personaje muy controvertido, muy iracundo, muy generoso, muy todo al mismo tiempo. Lo lamento mucho. Su trabajo en sábado fue extraordinario. Impulsó a los jóvenes escritores a publicar. Mucha gente importantísima empezó gracias a él en sábado. Me ayudó mucho cuando estaba trabajando en la Preparatoria; mis alumnos de literatura mexicana escribieron unos textos y Huberto me ayudó a editarlos, gracias a él pudimos hacer esa primera publicación, con chicos extraordinarios como Víctor Manuel Toledo y Álvaro Matute. Huberto hizo a pulso, con su dinero, Cuadernos del viento. Publicó a gente importantísima: Juan García Ponce, Esther Seligson, a muchos. Fue muy generoso y, al mismo tiempo, muy contradictorio; amigo y enemigo, a la vez”.
Jorge Ayala Blanco: “Estoy consternado por la desaparición de uno de los intelectuales que influyeron más en mi trabajo periodístico cultural. Trabajé con Huberto en los lejanos años 60, tanto en la revista de Bellas Artes como en la revista La Capital que gracias a Huberto se convirtió en un proyecto lúdico y muy disfrutable porque su compañía no solamente era de un erudito literario sino de una persona extraordinariamente cálida, generosa y que además tenía la fama de ser terrible. Que le gritoneaba a todos sus colaboradores. Yo puedo decir que jamás me gritoneó y una vez que sí lo irrité tuve que reconocer que yo tenía la culpa.