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Desde los 40 conozco el área que Ciudad Universitaria ocupa; viví sobre la hoy avenida Universidad a partir de que nací, hasta 1964, y estudié la primaria, de 1948 a 1952, en una escuela por el monumento a Álvaro Obregón, en San Ángel. La región entonces era sólo de piedra volcánica, zacate seco, sin construcción alguna y con fauna natural de las de su clase; tarántulas, víboras, arañas, en fin.
Para llegar, en aquella época, a la zona del ahora campus de CU, no había acceso vial alguno, de no ser la avenida Insurgentes Sur e, indirectamente, la avenida Miguel Ángel de Quevedo (entonces calzada Taxqueña), pero nada más. No existía la avenida de la Universidad; la vía se llamaba en esos tiempos calzada a México, de Niño Perdido (hoy Eje Central) a calle Francisco Sosa (otrora calle Juárez), donde continúa la Capilla de San Antonio. De Taxqueña al sur todo era pedregal.
Refiero lo anterior para dejar constancia de que nuestra Ciudad Universitaria fue erigida en una superficie con suelo y subsuelo de piedra volcánica, removidos roca por roca, para enclavar en ella toda la edificación de la Universidad, que cada día crece en aras de la divulgación del conocimiento científico y técnico superior, a cargo de nuestra gran Casa de Estudios y a favor de la juventud del país.
La construcción de nuestro campus engloba la iniciativa y participación de las autoridades administrativas entonces competentes, y fue costeada, en suma, por el pueblo de México. Así, quienes estudiamos y ostentamos un título universitario expedido por la UNAM resultamos beneficiados con esas aplicaciones, sin costo a nuestro cargo y con “charola de plata”, para adquirir las herramientas para el desempeño de una profesión, y satisfacer, adecuadamente, nuestras necesidades económicas.
La única contraprestación a cargo de nosotros los universitarios es desempeñarnos competentemente con la mejor aplicación de los conocimientos adquiridos como estudiantes; mantenernos informados de los avances de nuestra disciplina; destinar nuestros saberes a atender las necesidades de la comunidad; y servir con el mejor desenvolvimiento profesional.
Todo lo anterior no es “choro” (término juvenil que ha calificado a las afirmaciones sin sustento). Es un reflejo de lo que me ha tocado vivir en mi relación con la UNAM, a la que todo debo. Soy licenciado y doctor en Derecho por esta institución (1964 y 1972, respectivamente); me he desempeñado como profesor de su Facultad de Derecho desde 1966 y hasta la fecha; y he tenido ejercicio profesional directamente en lo jurídico, de aquellas épocas a la actualidad. Todo ello me ha permitido, como dije, servir y satisfacer las necesidades personales y familiares. Claro, nada es espontáneo; requiere vocación, aplicación, autoexigencia y, en suma, búsqueda de superación personal.
Como muestra de mi reconocimiento y gratitud incondicionales a la Máxima Casa de Estudios (que es la nuestra), el primer volumen que escribí sobre temas de lo civil, cuya primera edición se publicó en 1990 y que va por la decimoséptima edición, sólo a ella lo dediqué y así continúa siendo, con el señalamiento de que: “Es un alto honor ostentar la filiación académica de la Universidad Nacional Autónoma de México, sin duda la institución más noble en la vida del país. Todos los universitarios debemos corresponder a ello con nuestro mayor esfuerzo profesional”.
Aunado a lo anterior, bien podemos, en la medida respectivamente ostentada, aportar a Fundación UNAM lo que estuviere al alcance de cada quien, para que esta institución cumpla con su noble objeto, para bien de nuestra Universidad.