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VALLE NACIONAL, OAXACA.— La casa de la pintora Carmen Javier es un jardín en paz rodeado de montañas. Un espacio detenido en el tiempo del que cuelgan cuadros con rostros de niños, colores brillantes y bestias mitológicas.
Y ella, casi dormida, con un pincel en una de sus manos eleva lentamente los brazos como si pintar fuera una necesidad que la mantiene con vida, un acto de amor indescriptible que puede conmover, pero se transforma fácilmente en la admiración profunda por una persona que decidió empezar una carrera en el arte a los 80 años, exponer en galerías teniendo 100 y que ha mantenido guardados sus dibujos en los cuadernos de sus hijas por 50 años.
Para ver a Carmen Javier es necesario cruzar la Sierra Juárez, atravesar por carreteras cual si fueran serpientes que huyen del calor de la Cuenca del Papaloapan. Tierra abajo, en Santa Fe y La Mar, una comunidad del municipio de Valle Nacional en la que nació el 16 de julio de 1923, ahí esta ella, ahí la encontramos.
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En este monte tupido, el imaginario de Carmen Javier se hizo fuerte y primitivo. Quedó huérfana a los 12 años. Su madre la tuvo a los 15 y adelantada a su época fue regidora en 1935, en un mundo dominado por hombres. Entre sus recuerdos hay una madre poderosa que se fue muy pronto y pidió ser enterrada con la Bandera mexicana. Desde entonces, ella se hizo cargo de su hermano menor. Dejó por encima de su pulsión de artista, la responsabilidad de madre por primera vez.
Carmen se casó a los 18 años en 1940 con Pablo López Méndez, asistente de un maestro rural, un extraño de rasgos bajitos del que quedó prendada.
Cuenta que por momentos se despierta para pintar con rigor, de 10 de la mañana a una de la tarde. Apenas nos habla, apenas sonríe. Lleva meses medicada para evitar el dolor. En 2000 fue su primera exposición, desde entonces ha recorrido las salas de Oaxaca, se han editado libros con sus obras, pero falta el reconocimiento en su pueblo natal, en su región.
Las voces críticas dicen que empezó demasiado tarde a mostrar lo poderoso de su plástica. Carmen Javier emprendió el recorrido un par de años después de la muerte de su esposo al final de los 90, impulsada por su hija menor Marta, ambas cómplices y amigas quienes querían que fuera reconocido el trabajo de Carmen, sin el apoyo de Maximino y Emiliano, sus hijos pintores que ya exponían obras en galerías internacionales.
“Yo nunca quise que la obra de mi mamá fuera reconocida por la trayectoria de mis hermanos, quisimos que fuera reconocida por su talento, por eso fue lento. En Tuxtepec y en Oaxaca fue muy difícil, casi nunca voltean a ver obras emergentes, menos obras de personas mayores”, dice Marta López Javier.
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Lo que mira una niña
La memoria de Carmen Javier es un misterio. Lleva años siendo una mujer fuerte que se ha ido cansando. Nombra a una abuela que llegó sola a Valle Nacional, posiblemente de Cuba. O atravesando la selva desde un lugar quizá imaginario, donde hay niños de piel bruna con rostros encendidos, como en sus pinturas. Posiblemente del Caribe, encalló en un navío atascado en el profundo río de Pueblo Viejo de dónde vienen los primeros pobladores de Santa Fe y La Mar. Una abuela mítica, fundacional, emergiendo entre los esclavos contratados a inicios del siglo XX, cuando Valle Nacional era una cañada inaccesible donde llovía eternamente.
Es posible ver a Carmen Javier quedar detenida de una pulsión. Ahora es una niña ligera que lucha contra la edad, como alguna vez aferrada a la necesidad del artista atascó sus manos en el granito para sentirse viva al dibujar con carbón.
Aprendió por décadas a soltar las manos donde nadie la viera, a quitar pedazos para expresar sus universos personales, hasta que ya entrada en años encontró que además de madre y esposa, su vocación era pintar, contar sobre mundos perdidos, atrapar personajes negros, lenguas de fuego, perros amarillos, pintar lo que había visto de niña, lo que había sentido como mujer cuando murió su primera hija a los tres meses de haber nacido.
Sus líneas fuertes y oscuras las hizo como fueron llegando sus hijos. A la pérdida de la primogénita le plasmó altares secretos con lápices de colores hechos en madera vieja.
A Hortensia, la primera, le siguió Anastasio. Cuando ellos murieron, Carmen volcó la tristeza sobre los lienzos. Después está Joaquina, la de mayor edad que aún le sobrevive y le destina muchas horas a acompañarla.
Maximino, el mayor de los varones, pintor consumado que se fue a la ciudad de Oaxaca muy joven, y que ha reconocido en ella una cualidad que no se enseña en ninguna escuela de pintura: la voz propia.
Le siguen Nicolasa, Margarita, Minerva, Beatriz y Emiliano, otro de sus hijos pintores. Marta es la menor, ella es la descubridora del secreto de Carmen, su cómplice, la promotora de sus primeras exposiciones y guardiana de su legado.