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La fotógrafa mexicana Flor Garduño ha retratado a lo largo de su carrera a cientos de artistas, intelectuales y comunidades indígenas con una cercanía y sensibilidad poco común, tan poco poco común como la sorpresa que aún se lleva cada vez que vende una foto: "Pienso que es un milagro".
En una entrevista por la inauguración de su exposición "La construcción del instante" en la Fundación Casa de México de Madrid, Orduño asegura que, tras 42 años de carrera, se sigue extrañando cuando alguien adquiere una fotografía suya y celebra que todos estos años haya tenido "libertad" para poder vivir de la fotografía.
"Nunca se me ha hecho normal (vender fotos), cuando las vendo personalmente a los coleccionistas les quedo mirando como qué personaje es como para estar comprándome una foto a mí y qué bueno porque eso me mantiene fresca y espontánea", dice.
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Además de la exposición en la Fundación Casa de México, la obra de Orduño podrá verse también en Madrid en la galería Blanca Berlín.
"Más que exponer en la ciudad, para mí es el lugar, estar en Casa de México es un honor porque estoy viendo las actividades que hacen, muy ricas, me da mucha emoción (...), ser parte de este escaparate cultural para mi es fabuloso ", dice.
Libertad para crear
Orduño explica que siempre ha vivido de la fotografía, "desde los 21 o los 22 años", cuando empezó a retratar a sus amigas y a venderle los retratos que obtenía.
Más tarde aprendió a fotografiar reproducciones de cuadros para libros de pintores o escultores, lo que le supuso que instituciones culturales como la Universidad Nacional Autónoma de México contara con ella para proyectos "de primera línea".
"Lo aprendí a hacer muy bien, muy meticuloso, eso me quedó para siempre, ser muy meticulosa con la luz y los paralelajes", recuerda la fotógrafa.
Comparte que siempre tuvo trabajos "que fueron muy divertidos" y le dieron "la oportunidad de no estar en una oficina o en un lugar fijo".
Orduño residió 20 años en Suiza y allí tampoco aceptó trabajos a "largo plazo" para poder organizar su tiempo:
"Si tengo que estar en un lugar a una hora cada día de la semana ahí siento que no tengo mi libertad, porque yo agarro el carro y me dicen hay una fiesta o algo que ir a ver en una comunidad, yo agarro y me voy", detalló.
Acercarse a los fotografiados "suavecito" y "sin imponerse"
La fotógrafa explica cómo empezó a fotografiar a las comunidades indígenas mexicanas, junto a la Secretaría de Educación y el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas de su país.
"Siempre tenía un referente que era un maestro del lugar, no iba sola y la gente ni me miraba, era más fácil hacer el trabajo que necesitaba yo hacer y llevar otro chasis de Hasselbad (otra cámara) para mis cosas", rememora.
Cuenta que su "gran pasión", la artesanía, le ayudó a descubrir nuevos lugares y nuevas historias. "Ha sido siempre mi pretexto (...), puedes ir a un sinfín de lugares, pero desde el principio me ayudó ver una pieza, preguntar de dónde era e ir a ese lugar", narra.
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En esos viajes "siempre encuentras cosas", "siempre son muy amables (...), sin conocerte, la gente te mete en su casa, ahí yo ya veo el corral, el animalito, el juguete, el bebé... y así me iba metiendo y así he trabajado en todo el mundo, vas suavecito y no te impones".
Cree que se trata "de ser lo más discreta posible y respetuosa con las costumbres" de los lugares donde trabaja. "He hecho cosas que no sé si no la hayan tomado los demás fotógrafos, pero nunca las he visto como las he tomado yo, en la intimidad más cerrada de las comunidades".
"Me han invitado, no solamente en México, sino en toda América Latina, funerales, cosas muy tristes, muy sentidas, he podido introducirme tratando de desaparecer, con cámaras muy discretas", apunta.
Y es que, lamenta, "la mayoría de los fotógrafos" con los que ha trabajado, "americanos, canadienses o alemanes", iban "con unos telefotos gigantes tomando las fotos de una ceremonia desde el carro dando vueltas, con una falta de respeto enorme, como si fuera un safari".
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melc