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La fiesta de Santa Cruz: un fresco de Roberto Montenegro
27 de diciembre de 1923
Manuel Horta
¿Quién puede negar rotundamente la importancia del actual movimiento pictórico en México? Lo que ayer fuera relamido cuadrito de caballete, exposición de cenáculo, tímida ilustración para la cubierta de un libro, esfuerzo mínimo y familiar, se ha convertido en fuerte realización sobre los muros de los edificios principales de la ciudad; obras de médula y aliento en los salones de conferencias libres y en las salas de conciertos solemnes. Los pintores se agrupan y su obra conmueve exégetas en Europa y Centroamérica.
Roberto Montenegro es infatigable. Su entusiasmo y su fe le acortan todos los caminos. No teme al cuchicheo ni presta atención a los elogios. Serenamente, sigue su labor en un rincón lleno de paz y de silencio hasta donde llega en sordina la voz de los colegiales felices y los ecos del caserón adusto y olvidado.
Y para contrastar con el recogimiento de aquel lugar ha pensado el artista en algo lleno de color y júbilo, en una hora primaveral y llena de sol que grita en el corazón de la ciudad entre la algarabía de los obreros y los cohetes rumbosos. Montenegro ha pintado "La fiesta de Santa Cruz". Ya no la "Marquesa Casatti", literaria y lánguida con su lacayo fantasmal y sus frutas pecaminosas; ya no los cuadros de "Las mil y una noches", que recuerdan algo inimitable de Dulac; tampoco los retratos de mujeres célebres ni las tapicerías renacentistas ni los cofres llenos de zafiros. Roberto Montenegro ha sentido el espectáculo vigoroso del pueblo en fiesta, y ha pensado como Carlos Barrera en el oscuro Bulmaro Sánchez, maestro albañil que abre los brazos al amanecer como si saludara a la esperanza.
El Dr. Atl me guía por las escaleras y las habitaciones a media luz. Siempre es amable la compañía de este cultísimo caballero, que se escapa en las noches de ventisca de alguna gruta del Popo y hace más tarde equilibrios maravillosos para llegar por una viga hasta su celda del Convento de la Merced.
Nos acompañan los ojos de Nahui Olin y las carcajadas primitivas de Guillermo Jiménez. Mientras Dr. Atl elogia la calidad del fresco y las armonías del color, yo veo el trabajo casi concluido.
En la parte más alta ha puesto Montenegro una alegoría del sol a base de oro y negro. La estilización de los rayos está conseguida con innegable talento. Los signos del Zodiaco rodean al símbolo del astro Rey. Y en el muro principal está la fiesta de la Santa Cruz con toda su imponente simplicidad y conforme la hemos visto desde niños en esta ciudad indiferente.
Con dos pequeños trozos de madera está logrado el Madero de la Redención. Y hay coronas de flores silvestres, ramas de pino y pirú, papel picado que representa el sudario. Abajo dos obreros se asoman al desfile ciudadano y bullicioso. Ha pasado ya la hora de los cohetes y de los gritos y en medio de tanta labor cristalizada, encima de todas las pasiones y de todas las pequeñeces, recortándose en el cielo está la Santa Cruz venerada por los hombres de corazón limpio y de buena voluntad.
¡Ah!, pero en una ventana vemos una cabeza socrática, a un hombre escapado de algún lienzo español del Siglo de Oro. El hombre barbado hojea un grueso infolio que seguramente tiene iniciales complicadas e ilustraciones en boj. Es un erudito respetable, un viejo poeta que sueña con tiempos muertos y ricos en historias. A su lado se pierde en la penumbra una silueta magra. Un escudo de azulejos muy siglo XVIII, unos muros que han recibido los musgos de la melancolía y los lloros de la lluvia, la silueta de unos personajes completan el fresco de Montenegro. Todo bien equilibrado, sereno, conciso.
Dr. Atl, en el punto más peligroso de un andamio, quiere ensayar el balancín de la muerte. Los ojos milagrosos de Nahui siguen el índice del caballero del Popo, que nos explica detalles y cosas de métier. El pintor González acaricia con teologal delectación un fragmento de encalado donde Montenegro ensaya sus colores.
Difícilmente puede uno apartarse de aquel sitio. Estamos ante un Montenegro renovado y sincero, ante un pintor que va olvidando al dibujante lleno de influencias.
rad