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“A mí me tocó la cola de la escuela mexicana de pintura”, evocaba con nostalgia el pintor Arturo Rivera y lo decía por un tiempo ido, pero también por una forma de crear que en las últimas décadas no había. Rivera defendía ese arte de la pintura que, acusaba, el mercado quería acabar. El tema lo confundía y abrumaba.
Ayer, a los 75 años, que cumplió el 15 de abril, el artista falleció en su casa en la colonia Condesa. Su hija, Emilia Rivera, escribió en sus redes sociales: “Con mucha tristeza les comunico que mi papá, Arturo Rivera, falleció hoy en la madrugada debido a una hemorragia cerebral. Estuve con él y murió en paz. Lo estaremos velando en casa, entre familia. Descansa, papá”.
En 2018, a raíz de su exposición Autofagia, en la Universidad del Claustro de Sor Juana, Rivera habló de la muerte en entrevista con EL UNIVERSAL: “Puedes pensar mucho en la muerte... Si me muero y me incineran, un notario hará que mis cenizas —lo que dicen que son mis cenizas porque eso es mentira— se las den a un pintor (Mollinedo), que las mezcle bien con óleo, y que pinte un cuadro mío. Voy a dejar el retrato”. Dijo que no temía a la muerte sino a cómo sería.
Rivera nació en la Ciudad de México en 1945, creció en una familia atea, estudió en el Colegio Alemán y, desde muy chico se familiarizó con los materiales de la pintura y el grabado. El descubrimiento del cuerpo y la pintura marcaron su vida.
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Aunque fue parte de la generación que vino luego del grupo de la “Ruptura”, Rivera fue muy distinto de sus contemporáneos; tomó como sus maestros a los artistas del Renacimiento y el barroco flamenco; sus primeras influencias las ubicó en Van Gogh y en Rembrandt.
Estudió pintura en la Academia de San Carlos (1963-68); serigrafía y serigrafía fotográfica en la City Lit Art School de Londres (1973-74). Vivió ocho años en Nueva York, donde trabajó como ayudante de cocina y obrero; en 1979, el artista Max Zimmerman vio sus obras en el Instituto Latinoamericano en Madison Street y lo invitó a Munich como profesor asistente en la Kunstakademie. En los 80 regresó a México, invitado por el Museo de Arte Moderno, donde se exhibió su obra por primera vez. Su exposición se consideró un hito y un momento estelar para Rivera.
Recordaba que para muchos su pintura era difícil, que le costó entrar al mercado, pero que la crítica hablaba de su obra en otros términos: “la belleza de lo terrible”. “Son ellos (los críticos) los que lo dicen. Yo no puedo verlo así, soy el menos objetivo con mi obra”, contó.
Arte figurativo
“Mi pintura ha cambiado mucho porque yo cambio, pero no puedo meterme en el cartabón de lo que piden. Creo que el artista está contento en el momento de hacer arte, pero siempre estará inconforme, no sabe si la obra vale. Para mí, siempre una obra es algo nuevo. No puedo pintar algo que no soy; con la pintura para ser original tienes que llegar a tu origen y sólo se llega él con un trabajo de introspección”, dijo a EL UNIVERSAL en 2009.
Con sus cuadros buscaba reivindicar el lugar de la pintura. “Necesito que se reivindique la pintura. De repente algunos dicen ‘ya volvió la pintura’; pero no, nunca se ha ido, pasó una nube gris que se llama mercado. A mí me tocó la cola de la Escuela Mexicana que era de mucho rigor; pero hoy en las escuelas no hay nada de pintura. A la pintura la quieren matar los que no saben pintar, se están agandallando todos los museos”.
Rivera creó una de las pinturas más poderosas del arte mexicano, de los años 70 al presente. Una obra que abrió nuevos horizontes al arte figurativo. Las formas de lo impensable, del horror de la naturaleza y la imaginación, la locura y el enigma, los mitos, habitan sus pinturas y dibujos. Algunos ejemplos son El rito, El veedor, La flor, Ecce-Homo, La última cena, Angelito, Herodes y sus verdugos, Tragafuegos, Centauro y Clase de anatomía.
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Entre cuadros de todos los formatos, calaveras humanas, cráneos de herbívoros y mamíferos y junto al feto de una llama boliviana, Arturo Rivera conservaba en su estudio caparazones de armadillo, un animal que fue ocupando espacios en sus cuadros.
Aunque su producción en los últimos años no fue la misma, decía que buscaba que cada pintura tuviera retos. “De repente te cansas de pintar porque sabes de memoria algo y tienes que cambiar”. Daniel Sada, quien fue uno de sus grandes amigos, escribió que la pintura de Rivera produce un doble efecto: la fusión entre el horror y lo delicado: “Si la muerte o el horror en todas sus manifestaciones han sido y son constantes ineludibles de sus búsquedas, se debe en gran medida a que hay un afán por acoplarse al estado-límite desde donde despliega su imaginería”.
Las instituciones de Cultura y amigos lamentaron la muerte del artista. La secretaría de Cultura informó que , habrá un homenaje póstumo.