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México
esperaba con gran entusiasmo la visita del tenor italiano Enrico Caruso , el dueño de una poderosa voz que el 29 de octubre de 1919 hizo vibrar a su público mexicano con la presentación de El Elixir de Amor en el teatro Metropólitan .
Caruso, fue uno de los artistas más importantes del siglo XX. Más allá de su talento notable, se caracterizó por la forma única en la que transmitía pasión a través del canto y hasta la fecha continúa como un referente de la música clásica.
Esta es la segunda entrega de cómo es que EL UNIVERSAL cubrió su recorrido y presentación en la capital de la República Mexicana.
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Pic-nic ... Lacustre
Caruso prueba el pulque - La besanzoni hace columpio - Se pierde una zapatilla - ¡Se pierde un hombre!
16 de octubre de 1919
Foto: archivo El Universal
Fue, por lo tanto, una bella idea la de obsequiar al célebre tenor Caruso con una fiesta en tal lugar [ Xochimilco ].
Tuviéronla Héctor D. Casasús, Rafael Hornedo y Francisco Tejeda Llorca. Secundáronla otros. Y el último lunes a las once de la mañana salía de la Plaza de Armas un tren especial llevando la animada concurrencia hacia el lejano pueblo.
¡Y qué concurrencia!
El Comentador ha visto seguramente en Nueva York mujeres bellísimas, pero las que lo acompañaron en la gira campestre no le iban en zaga a ningunas de las de otros países.
¡Las había para perder la voz!
Y los que no somos tenores hubiéramos dado el do de pecho con facilidad si nos lo pide así cualquiera de ellas. ¡Hasta Pepe del Rivero, que es el que tiene más mala voz - aunque es el que más grita- de toda la compañía de ópera!
El entusiasmo comenzó desde que partió el tren, y la orquesta de Torreblanca, elegantemente ataviada de charro, tocó los primeros aires nacionales.
A la llegada fue preciso enseñarle a Caruso las obras de arte que han dejado los zapatistas. No conozco las ruinas de Ypres, por ejemplo, pero estas de Xochimilco están muy bien hechas. Al César lo que es del César.
Las trajineras aparecieron de pronto artísticamente adornadas.
Decían: Xochimilco Inn. Caruso. ( Xochimilco no pudo pensar jamás que le agregaran este Inn norteamericano, que tiene algo de tender).
Acomodados en ellas lo mejor posible ( es decir, junto a las más guapas) nos encaminamos canales adentro. El día era radioso. El cielo de un purísimo azul como el zafiro.
La sensación encantadora.
Porque fíjense ustedes que una de las emociones más intensas es la de embarcarse y poner agua de por medio entre nuestros ideales poéticos ( siempre junto a alguna de las más guapas) y las personas de nuestro hogar a quienes tenemos ver aparecer de pronto surgiendo de entre las ondas, y no con la apariencia de Venus precisamente. Torreblanca había llegado hasta los fox y la trajinera seguía el compás.
Un esfuerzo más del remolcador (uno de gasolina, no Aguirre que lo había hecho muy mal al principio) y llegamos a Xochimilco Inn. Eran las dos de la tarde. Teníamos hambre. Pero fue necesario resistir la acometida de las cámaras fotográficas. Es una lata ser celebridad. Caruso no sabía qué hacer, porque lo afocaban al mismo tiempo hasta veinte aparatos, y los fotógrafos le decían:
Señor, un momento, serio.
Señor, ríase usted.
Señor, míreme a mí.
No, a mí.
Señor, alce los ojos.
Bájelos usted.
El hambre aumentó. Afortunadamente, poco después los mexicanos pudimos satisfacerla. El maestro Fucite, me decía clavando los ojos en el cielo azul, que le recordaba Italia:
Bonito el mole de guajolota, pero prefiero spaghetti.
El baile y el columpio lo nivelaron todo. La Besanzoni volaba como pájaro. Y aquí encajo otra observación que regalo también: ¿ Sabían ustedes que a los hombres les gustará tanto el columpio? ¿Sí? ¡Vaya, yo no me había fijado tanto. Pero lo cierto es que en cuanto dos o tres muchachas se dedicaron a este oscilante ejercicio, todos los hombres se instalaron en frente. Era inútil que el sol diera el “looping the loop” detrás de ellos. Fijaos en el vaivén del columpio. Yo creo que sí no se bajan ellas, todavía están “ellos” allí. Debo advertir para que no digan que hago cargos, que yo estaba también, aunque sólo hacía estás observaciones curiosas… y otras.
El regreso, al contrario de lo que suele suceder con otros días de campo, conservó toda su animación.
En el tren se inauguró un combate tremendo con claveles.
Volaban los manojos de ellos como verdaderos proyectiles.
Yo había logrado guardar un sitio junto a una morena divina, para equilibrar la desazón interior que me había producido una güera rabiosa con quien hice el viaje de ida. Pero Hornedo, con verdadera felonía, preparó su plan diciendo que se mareaba yendo de espaldas, y como el tren, a poco de salir de Xochimilco, toma una vía que lo obliga a mudar dirección, héteme aquí que tuve que cederle el sitio. Por fortuna, me vengué de él, sentándome en su sombrero.
¡ Y ahora que digo sombrero! Estas prendas masculinas comenzaron a volar por los aires en cuanto se terminaron los claveles. ¡Hasta el del propio Comendador pasó de mano en mano con un riesgo enorme de caer al camino! Escapó solo un bombín blanco del marqués de Mohernando, que no se atrevieron a tocar por temor de ensuciar su inmaculada albura.
El mío - aquel clásico sombrero que me durará nada más quince años- estuvo a punto de perecer. ¡Todavía está temblando!
De pronto, sin que nadie se diera cuenta, surcó el ámbito sonoro del tren ¡una zapatilla femenina de tafilete gris!
¡Vaya manera de lanzarla! Pasaba en “vol-plané” por encima de las cabezas.
Sin embargo, no duró mucho la diversión. Mal impulsada, de la vió desaparecer por una de las ventanillas in despedirse de su dueña.
Consternación de ésta. Rápida parada del tranvía. Cinco o seis caballeros que tratan de darle alcance.
Pero la “corrida” venía en pos nuestro. Era preciso seguir el camino. Llamados los fugitivos nos pusimos en marcha de nuevo, convenciendo a la dueña de la zapatilla de que no tirara al camino la otra, como quería hacerlo, para que, según decía, pudiesen aprovecharlas completas.
Un momento después notamos la desaparición de alguno. Faltaba Luis Mercadé. Gritos, silbidos, todo inútil.
En el tren había quedado su sombrero, su abrigo, y un paraguas coqueto de puño de ágata.
Funcionó el teléfono y desde la primera estación se le dijo que volveríamos por él, que no era cosa de perder así no más a persona tan simpática.
Cuando regresamos a Churubusco, el pueblo lo contemplaba. Estaba sentado en una piedra, sin sombrero, sin abrigo, sin paraguas, sin tener nada que hacer, pero ¡de guantes!
Se le rescató como a un náufrago. Lloró cuando recuperó todas sus cosas.
Al llegar a la capital, la luna volvía de plata hasta las monedas que nos dicen que son de ese metal.
En la Colonia Roma espantaba a los Encapuchados, y gracias a ella encontró manera de volver de tal colonia aristocrática, después de durar una hora o más perdido completamente. ¡Y hasta el próximo día de campo con que nos va a obsequiar Pepe del Rivero!
La zapatilla se encontró más tarde en un bolsillo del abrigo del Comendador. ¡Se había distraído con ella!
Caruso. Entrevista de nuestro exquisito poeta Xavier Sorondo con el primer tenor del mundo
9 de octubre de 1919
En la intimidad Caruso no tiene ninguna de las extravagancias que son peculiares a estas grandes “estrellas”. Su trato es familiar. Su condición de napolitano, lo lleva a encontrar en todo el aspecto cómico, y Caruso hace gala de su buen humor constantemente.
Su aspecto es el de un hombre de carácter agrio. Los acentuados rasgos de su cara hacen su fisonomía dura y fuerte.
Pero en cuanto habla aparece su sonrisa irónica y desmayada, y sus ojos oscuros, hundidos y guardados por unas cejas gruesas y largas, miran apaciblemente. Al hablar lo hace con una voz opaca que no parece indicar que sea la del tenor que durante veinticinco años se ha sostenido victoriosamente contra la competencia de los tenores de todo el mundo.
Viste enteramente “a la americana”. Sus trajes, cortados todos por el mismo estilo, tienen los hombros recogidos, quizá para hacerlo parecer menos gordo. El saco es de un botón y un poco largo. En las camisas inquietaría un poco a un elefante de Regent Street. Le he visto alguna de seda y de color morado salpicada de florecillas blancas. No de esa seda sutil y leve que suele usarse en tales prendas sino una de seda espesa que debe ser un soberbio abrigo.
Esas camisas valen en la Quinta Avenida hasta veinte dólares. Sus zapatos, siempre intactos, son generalmente de cubo blanco. No usa alhajas. Tiene solamente un gran anillo de sello y una argolla. En la corbata un alfiler con una perla. Un reloj de oro y una finísima cadena que resalta sobre unos chalecos de seda que volverían loco a Rafael López .
El Comendador, como le llaman sus íntimos, se levanta a las nueve y media o diez. Toma un largo baño de agua tíbia. Se hace afeitar. Viste un “smoking” de seda y pasa al comedor a tomar un frugal desayuno compuesto de café y pan con mantequilla. Después , asistido por su ayuda de cámara, se encierra en su tocador, donde he visto una preciosa colección de botes de cristal con aguas exquisitas. Listo ya, recibe a las personas que van a visitarlo. Son numerosas. Amigos, representantes de la prensa, comisiones que van a saludarlo y a invitarlo a diversas fiestas, y, sobre todo, señoritas que van a pedirle su retrato.
Caruso debe gastar algo en fotografías. A nadie se la niega. Su secretario particular escribe los nombres en máquina y los prende a la tarjeta con un broche, indicando quién es la persona solicitante. Así el célebre tenor se limita a copiar lo indicado en el papel. Hay otras visitas, y son muchas, que van a venderle cualquier cosa. Delante de mí le entregaron una carta ofreciéndole los apuntes de historia de México escritos por no sé quién; una señora le llevó unos grandes cuadros que pinta su marido, según manifestó; y un miniaturista le pidió una “pose” de cinco minutos cada cinco días para hacer su retrato. Dice que le quedan tan exactos los parecidos que con una lupa se le va a ver hasta la voz…
En cuanto se ve libre de visitantes, Caruso se pone a estudiar con su maestro. Sin filtrar a ello un solo día, el tenor para todo su papel en la próxima ópera que va a cantar. En esto es tan meticuloso, que durante las representaciones, en los entreactos, estudia también.
Más tarde sale en su automóvil acompañado de su amigo el señor Stefanini, y recorre el bosque de Chapultepec y Plateros. Personalmente visita las tiendas para comprar todo aquello que le llama la atención. A medio día come bien. Por la tarde estudia aún. Por la noche un hombre tan ecuánime como Caruso supongo que se acostará temprano y soñará con que canta acompañándolo Santa Cecilia.
Aquí, en México, vive en la suntuosa residencia de la familia Limantour, en la calle de Bucareli. Todas las piezas están elegantemente amuebladas. El cuarto de tocador tiene hasta su instalación de mármol para la manicursita. En Nueva York tiene desde hace tiempo un soberbio alojamiento en el hotel Nickerboker, por el que paga trescientos cincuenta dólares a la semana. Vive allí con su mujer - Caruso está recién casado- joven, bonita. Es alta, rubia y frondosa. En el retrato que tiene el Comendador en su alcoba, está vestida regiamente, y tiene en la frente un hilo de gruesas perlas, regalo de Caruso, que le costó ochenta mil dólares. Se ha dicho que es muy rica. No es cierto. Su posición ha sido siempre modesta.
Caruso tiene dos hijos. Uno de ellos acaba de prestar su servicio militar en Italia. El más jóven, está a su lado.
El primer éxito de Caruso
9 de octubre de 1919
Las acarameladas melodías del señor Gaetano Donizetti, en “ Elixir d’ Amore ”, sirvieron a Pepe del Rivero para presentarnos, como tenor ligero, al famoso cantante Enrico Caruso.
Esta ópera cómica fue escrita por Romani y se estrenó, por primera vez en Milán el día 10 de mayo de 1882. De allí pasó a Barcelona en 1833; a París en 1839 y a Berlín en 1844. En Londres se cantó el 10 de diciembre de 1836, y, en los Estados Unidos, en la Ópera de Nueva Orleans , el 30 de marzo de 1842. Esta última presentación fue hecha en inglés; y, en el teatro Ideal de Boston, fue presentada la obra de Donizetti con el nombre “Adina”. En 1904 fue puesta en el Metropolitan, cantándola la Sembrich, Caruso, Scotti y Rossi, y en el Manhattan, en 1909, con la Binkert, Bonci, Gilibert y Trentini. Y, volvió al Metropolitan, en 1916, con la Hempel, Caruso y de Luca.
Teatro completamente lleno. ¡Magnífica entrada a pesar de los malos augurios! Y Caruso triunfó en toda la línea. Su timbre de voz es baritonal y potente. Sus agudos tienen un no sé qué de extraordinario, que hacen sentir los momentos de grandes sensaciones. Su fraseo es estupendo. Bien puede decirse que habla cantando . Modula con una maestría sin igual, y si agregamos a todo esto su soberbio trabajo como actor, no podremos ya dudar que estuvimos frente a frente del Rey de los Tenores.
“Una furtiva lágrima “, que ha servido de éxito a Bonci, McCormack, Otto Marak, Perca y Harrison, fue dicha por Caruso de manera magistral. Caruso la comenzó cantando a media voz, y poco a poco, en el “crescendo” de la pasión, su voz se agigantó hasta los límites de lo sublime.
La ovación fue grandiosa, y Caruso, un poco fatigado, ¡la pícara altura!, daba las gracias modestamente sin aquellos vanos alardes de suficiencia a que nos tuvo acostumbrados la última notabilidad “baritonal”.
Volvimos a ver a nuestro viejo amigo Ramón Blanchard en el papel del Doctor: Dulcamara, Blanchard, el creador del Scarpia; Blanchard, uno de los creadores del Hamlet, en plena decadencia, pero siempre artista, nos dijo en el dúo, con Adina: “Io sono ricco e tu sei bello” que sí había perdido el terciopelo de su voz, en cambio como actor, era siempre el mismo.
David Silva, en su Belcore, cumplió satisfactoriamente; y Adda Navarrete, en la Adina, con su voz delicada y finísima, como hilo de cristal, complementaron el cuadro que sirvió para hacer la presentación de Enrico Caruso.
Hoy en la noche se pondrá “Un Baile de Máscaras”, y Caruso, en su dominio absoluto del género dramático, nos dirá cómo se canta el Ricardo, Conde de Warwick y Gobernador de Boston, aún cuando todavía estén presentes los inolvidables recuerdos de De Marchi y Zenatello.
nrv