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Asintió el escritor español Francisco Umbral cuando le dijeron que los escritores escribimos columnas a partir de la nada, y que al no haber acontecimientos importantes o dignos de narrar, inventamos y obtenemos historias de la nada o el vacío. Hoy lunes que no encuentro algo interesante que narrar acudiré al viento, al ser mismo, a la anécdota escolar inclusive. Ya que acostumbro a sentenciar, cada vez más a menudo: “Pronto seremos un cuento”, creo que lo que se supone trascendente o valioso lo introduciré esta vez dentro de una caja bien asegurada y les contaré que el amor también es un cuento, existe pero su duración se agota en el lapso de un parpadeo. Denis de Rougemont escribió que si el amor no tiene reveses, entonces no hay en definitiva ningún romance. Aprendí esto demasiado joven, y después concluí, como en sus tiempos los clérigos o los románticos furibundos, que uno tiene que elegir entre hacer niños o hacer libros. Ya he escrito también aquí que el amor es una enfermedad —como llegaron a pensar los griegos—, una especie de rabia que se apropia de nuestra conciencia y nos ciega a la hora de tomar el buen sendero. Cuando uno afirma que está enamorado, tendría que exclamar a viva voz que está enfermo o enferma: ¡Que nadie se acerque! ¡Que nadie escuche los lamentos o las loas de estos desahuciados! Sólo hay que esperar a que la rabia o la enfermedad amainen y hasta entonces se restablecerá la conversación inteligente o discreta. No en vano cuando dos enamorados hablan entre ellos, el sentido del ridículo de quien los escucha se despierta; yo me he llegado a sonrojar ante el diálogo de dos enamorados: ¿no acaso la medicina ha avanzado hasta grados extraordinarios? Tal parece que la cura a este calambre romántico demorará varios siglos.
Yo estuve absolutamente enamorado, absorto hasta la estupidez, obnubilado, presa de ensoñaciones y pulsiones metafísicas. Mi novia adolescente y yo nos amábamos al grado que podríamos haber cambiado la rotación de la Tierra. Confieso esto llevado por las palabras de Romeo cuando se ha entrometido a casa de Julieta Capuleto: “Aquel que nunca tuvo herida alguna / se burla alegre de la llaga ajena.” Y no es así en mi caso; no me burlo de ese mal: yo me encontraba a mí mismo enamorado, abotagado de efluvios ardientes y dichosos. Era yo puro esmog enamorado. Me parece bien, como pensaba Schelling, que uno debe liberarse del espanto del mundo objetivo, sí, pero no precipitándose al excusado de los amores ridículos. En fin, viajaba yo dentro de un autobús en la avenida Acoxpa cuando desde la ventanilla cercana a mi asiento descubro a mi eterna amada besándose con un joven guapo y seguramente agradable. El revés llegaba a mí demasiado temprano; me sentí tan desgraciado que al llegar a la terminal estuve allí, sentado hasta que el transporte volvió a recorrer su camino un par de veces durante tres o cuatro horas seguidas. Y yo un títere cuyos pensamientos habían sido borrados por una tormenta inesperada. No me consideraba traicionado, no es esa la palabra, aunque sí erosionado, carcomido, como si de pronto me hubiera convertido en un dibujo de Julio Ruelas. Al llegar a casa arremetí contra las paredes como solía hacerlo en mis estertores de ira, rompí una guitarra, deshojé libros, quebré cristales hasta que sentí sobre mi espalda los golpes de mi madre que, luego de escuchar el escándalo, fue hasta mi recámara con el propósito de ponerme en paz. Le narré lo sucedido y me escuchó atenta y sonriente para finalmente levantar los hombros y exclamar, como el murmullo de un espanto: “¿Y qué querías?”.
Después de aquel suceso guardé silencio, no reclamé a mi novia sus besuqueos —¿por qué? ¿Para qué? ¿Acaso no se trataba de... mi amor? —Los años se sucedieron al ritmo de las experiencias, hasta que llegué a la conclusión, no científica, que la atracción, el sexo, la compañía estimulante, la grata convivencia o la complicidad reemplazaban la empalagosa y efímera idea del amor. Como deducirán de esta columna, el amor y la muerte son los dos únicos y verdaderos enamorados. Los seres humanos somos aprendices y en una que otra ocasión nos enfermamos.