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San José.— José León Sánchez Alvarado se metió en México en la piel de los aztecas en un viaje por su última batalla en Tenochtitlán , se subió en California a lo más alto de una torre de un templo católico a tocar las campanas para llamar al viento y se hundió en Costa Rica en las entrañas de una isla-presidio de los hombres solos.
El libro de la extenuante travesía terrestre del hombre solo que construyó un glosario del hampa, cantó con un caracol, caminó por el infierno y retozó con el mar… se cerró por una dolencia cardiaca.
Costarricense de 93 años, de vida novelesca y sin ficciones, nació el 19 de abril de 1929 en Cucaracho de Río Cuarto y murió el 15 de noviembre pasado en Heredia… o Cubujuquí, de la lengua indígena huetar que identifica a la tierra del jefe.
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De Cucaracho a Cubujuquí transitó por más de nueve décadas turbulentas desde el estrecho mundo de un hospicio de huérfanos, de los temibles recovecos del desamparo y de las mazmorras carcelarias hasta los rincones de un vasto universo de pasión literaria. De apellidos irreales (nunca supo la identidad de su padre), hijo de Esther y hermano de Aracely (ambas prostitutas), rebelde, irreverente, frágil, sensible, perseguido, redimido, jovial y pícaro, arrastró por años el apodo: “Monstruo de la Basílica”.
Una imagen de malvado lo llevó a la fama en 1950 por uno de los más graves casos criminales de Costa Rica: el robo en la Basílica de Cartago de las joyas de la Virgen de Nuestra Señora de Los Ángeles, emblema de este país.
José León fue detenido, torturado y sentenciado a cadena perpetua y, tras disiparse en una celda de una prisión capitalina, llegó a la isla de San Lucas, donde escribió una de sus obras vitales: La Isla de los Hombres Solos, llevada al cine en 1973 en México.
En una lucha con libros y códigos contra estigmas y sombras, en la década de 1960 quedó en libertad limitada y recorrió sin ataduras y con desenfreno por los vericuetos de la imaginación literaria para romper barrotes y lograr afianzarse como escritor.
La justicia civil de Costa Rica le declaró inocente en 1999 y le absolvió por dudas. Arrepentida porque en 1950 lo culpó de sacrílego, la justicia católica le pidió en 1999 que la perdonara.
Visitante cotidiano de bibliotecas en América y Europa, el abundante saldo de su tarea de obstinado investigador incluyó Tenochtitlán: la última batalla de los aztecas, de 1984, y que enriqueció y sacudió la polémica sobre historia en las dos orillas del Océano Atlántico. Campanas para llamar al viento corrió velos y resonó en 1989 como crónica de las misiones cristianas en la California todavía mexicana.
Durante y después del presidio, con escapadas a la cinematografía y a la dramaturgia, entregó unas 30 obras; nunca dejó de escribir hasta que su corazón cedió.
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