“No he muerto y, además, tengo algo por qué vivir; ese algo es la pintura”. Esas palabras le dijo a su madre cuando la pudo ver, semanas después del accidente que cambió su cuerpo, su obra, su vida. Ocurrió hoy hace 95 años.

Fue la escritora y crítica de arte Raquel Tibol, quien recuperó esas palabras; se las dijo la misma Frida Kahlo. Así lo cuenta en el libro “Frida Kahlo. Una vida abierta”. En el proemio del libro, Tibol —que llegó a México como secretaria de Diego Rivera en mayo de 1953— describe los hechos más importantes de la “corta, insólita y rica” vida de Frida Kahlo, y ahí destaca el “gravísimo accidente” ocurrido el 17 de septiembre de 1925, cuando ella tenía 18 años, un accidente que, escribe, le afectó de manera definitiva la columna, la pelvis y la matriz.

En la biografía “Frida”, Hayden Herrera también dedica un capítulo al hecho que “transformó” la vida de Frida, y afirma: “Del accidente en adelante, el dolor y la entereza se convirtieron en los temas centrales de su vida”.

A partir del accidente el dolor fue constante. Frida ya había sufrido los efectos de la poliomielitis que tuvo a los seis años, y que causó que su pierna derecha fuera un poco más corta y delgada; se había sobrepuesto. Las consecuencias del accidente determinaron su vida y el arte que habría de hacer. No era usual para ningún artista —menos para una mujer y menos en América Latina—, expresar tanto el sentir físico y emocional. El dolor en las obras de Frida no es un tema simplemente; tampoco es sólo un asunto físico. Es algo más complejo y en esa complejidad estriba la riqueza del arte suyo.

Una tarde de lluvia y oro

Era jueves, un día después del festivo por la Independencia de México, había llovido; Frida y su amigo Alejandro Gómez Arias iban de regreso a Coyoacán. En el cruce de las calles Cuahutemotzín y 5 de febrero acababan de tomar un segundo camión, pues la joven había perdido una sombrilla y se bajaron del primero para buscarla. Hallaron asientos juntos. Minutos después, un tranvía chocó con el camión, lo arrastró contra una pared, y atropelló a muchas personas. Frida sufrió graves heridas, tanto que se pensaba que ella y otra joven lesionada, que fueron llevadas a la Cruz Roja, podían perder la vida, relató EL UNIVERSAL un día después.

“Me destrozó” fue una frase que usó Kahlo en el relato que hizo a Tibol. El relato de Alejandro quedó marcado por un halo de oro, el oro que envolvió el cuerpo desnudo de ella; por eso muchos que vieron los hechos hablaban de “la bailarina”.

En la historia clínica de la artista, que en 1946 escribió la médica alemana Henriette Begun, y que Raquel Tibol reprodujo en su libro, se reporta que el accidente produjo “fractura de tercera y cuarta vértebra lumbares, tres fracturas en pelvis, 11 fracturas en pie derecho, luxación de codo izquierdo, herida penetrante de abdomen producida por un tubo de hierro que entró por cadera izquierda saliendo por el sexo rompiendo labio izquierdo. Peritonitis aguda. Cistitis con canalización por bastantes días”.

El equipo de Archivo y de Colección del Museo Frida Kahlo Casa Azul —en la casa donde nació, vivió y murió la artista—, ha documentado la ubicación del accidente en la esquina de Cuauhtemotzín a punto de salir a la Calzada de Tlalpan, con base en planos de tranvías y ferrocarriles de época.

El Museo también documenta que existen materiales relacionados con el trágico suceso. El más importante es un dibujo a lápiz del accidente, obra de la propia Frida Kahlo, que se conserva en el Museo Dolores Olmedo y que es de la colección de Juan Coronel Rivera. En el dibujo se ve al fondo el choque del camión y el tranvía, y en primer plano aparece ella sobre una cama en el hospital. Está fechado el 17 de septiembre de 1926, un año después del accidente.

Existe también un retablo o exvoto, de 1943, que representa el accidente; es de una colección particular; se desconoce quién encargó este exvoto.

En el Museo está una fotografía que tomó la artista, en blanco y negro, quien con juguetes representa un accidente.

Muchas obras fundamentales de la pintora están relacionadas con el tema del dolor y las más de 20 operaciones que tendrían que hacerle, como es “La columna rota”, que conserva el Museo Dolores Olmedo; la pintura “Árbol de la esperanza”, que también se refiere a estas intervenciones médicas.

De la artista es muy conocida la frase: “Yo sufrí dos accidentes graves en mi vida, uno en el que un autobús me tumbó al suelo… El otro accidente es Diego”.

La colección del Museo Frida Kahlo también guarda corsés y calzado especial que usó por las afectaciones en su cuerpo.

En su libro, Raquel Tibol escribe que la muerte a veces “buscó a Frida”; la historia clínica que reproduce enlista los abortos en 1929, 1932 y 1934; las operaciones de su pie derecho; los permanentes y graves dolores en la columna; las afecciones que aparecieron con los años: úlceras, hongos; el cansancio; los dolores en la pierna derecha; los corsés de acero y yeso; la pérdida de peso; las operaciones; las transfusiones de sangre. Tibol también hace referencia al consumo de cognac, la depresión, los intentos de suicidio. La historia clínica se cierra en 1946; por eso no aborda la amputación que sufrió de los dedos de su pie, en 1950, y luego de su pierna, en 1953.

Los dos relatos

Raquel Tibol y Hayden Herrera, en sus libros, incluyen las fuentes originales de la historia. Tibol, el testimonio de la artista; Herrera cita, entre otras fuentes, el testimonio de Alejandro. Ambos libros también recogen las cartas que ella le escribió a él desde la Cruz Roja, donde estuvo alrededor de un mes.

En 1953, un año antes de su muerte, la pintora le habló a Tibol de su vida y ese relato está en el capítulo “Frida por Frida”. El relato del accidente contiene pequeños datos errados, como el número de meses que estuvo en la Cruz Roja. Esto le contó la artista a Raquel Tibol:

“Los camiones de mi época eran absolutamente endebles; comenzaban a circular y tenían mucho éxito; los tranvías andaban vacíos. Subí al camión con Alejandro Gómez Arias. Yo me senté en la orilla, junto al pasamano y Alejandro junto a mí. Momentos después, el camión chocó con un tren de la línea Xochimilco. El tren aplastó al camión contra la esquina. Fue un choque extraño; no fue violento, sino sordo, lento y maltrató a todos. Y a mí mucho más. Recuerdo que ocurrió exactamente el 17 de septiembre de 1925, al día siguiente de las fiestas del 16. Yo tenía entonces 18 años, pero parecía mucho más joven, incluso más joven que Cristi, a quien llevo 11 meses.

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Exposición en el Museo Dolores Olmedo, en 2009. Foto: Archivo El Universal

“A poco de subir al camión empezó el choque. Antes habíamos tomado otro camión; pero a mí se me había perdido una sombrillita; nos bajamos a buscarla, y fue así que vinimos a subir a aquel camión que me destrozó. El accidente ocurrió en una esquina frente al mercado de San Juan, exactamente en frente. El tranvía marchaba con lentitud, pero nuestro camionero era un joven muy nervioso. El tranvía, al dar la vuelta, arrastró al camión contra la pared.

“Yo era una muchachita inteligente pero poco práctica, pese a la libertad que había conquistado. Quizás por eso no medí la situación ni intuí la clase de heridas que tenía. En lo primero que pensé fue en un balero de bonitos colores que había comprado ese día y que llevaba conmigo. Intenté buscarlo creyendo que todo aquello no tendría mayores consecuencias.

“Mentiras que uno se cuenta del choque, mentiras que llora. En mí no hubo lágrimas. El choque nos brincó hacia adelante y a mí el pasamanos me atravesó como la espada a un toro. Un hombre me vio con una tremenda hemorragia, me cargó y me puso en una mesa de billar hasta que me recogió la Cruz Roja.

“Perdí la virginidad, se me reblandeció el riñón, no podía orinar, y de lo que yo más me quejaba era de la columna vertebral. Nadie me hizo caso. Además, no se hacían radiografías. Me senté como pude y les dije a los de la Cruz Roja que llamaran a mi familia. Matilde leyó la noticia en los periódicos y fue la primera en llegar y no me abandonó en tres meses; de día y de noche a mi lado. Mi madre se quedó muda durante un mes por la impresión y no fue a verme. A mi padre le causó tanta tristeza que se enfermó y sólo pude verlo después de 20 días.

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“Estuve tres meses en la Cruz Roja. La Cruz Roja era muy pobre. Nos tenían en una especie de galpón tremendo, los alimentos eran una porquería que casi no se podían comer. Una sola enfermera cuidaba a 25 enfermos. Fue Matilde quien levantó mi ánimo: me contaba chistes. Era gorda y feíta, pero tenía un gran sentido del humor, nos hacía carcajear a todos los que estábamos en el cuarto. Tejía y ayudaba a la enfermera en el cuidado de los enfermos.

“Mis condiscípulos de la preparatoria llegaron a preguntar por mí. Me llevaban flores y trataban de distraerme. Eran los componentes de “Los Cachuchas”, un grupo de muchachos cuyo único miembro femenino era yo. Uno de ellos me regaló entonces un muñeco que todavía conservo. Conservo ese muñeco y muchas otras cosas. Yo quiero mucho las cosas, la vida, las gentes. No quiero que la gente muera. No le tengo miedo a la muerte, pero quiero vivir. El dolor, eso sí, no lo aguanto.

“Tan pronto vi a mi madre le dije: ‘No he muerto y, además, tengo algo por qué vivir; ese algo es la pintura’. Como debía estar acostada con un corsé de yeso, que iba de la clavícula a la pelvis, mi madre se ingenió en prepararme un dispositivo del que colgaba la madera que me servía para apoyar los papeles. Fue ella a quien se le ocurrió techar mi cama estilo Renacimiento. Le puso un baldaquín y colocó a todo lo largo del techo un espejo en el que pudiera verme y utilizar mi imagen como modelo”.

La historia que contó Alejandro

En el capítulo cuatro de su libro, “El accidente y sus secuelas”, Hayden Herrera cita a Alejandro Gómez Arias:

“El tren eléctrico, de dos vagones, se acercó lentamente al camión y le pegó a la mitad, empujándolo despacio. El camión poseía una extraña elasticidad. Se curvó más y más, pero por el momento no se deshizo. Era un camión con largas bancas a los lados. Recuerdo que por un instante mis rodillas tocaron las de la persona sentada en frente de mí; yo estaba junto a Frida. Cuando el camión alcanzó su punto de máxima flexibilidad, reventó en miles de pedazos y el tranvía siguió adelante. Atropelló a mucha gente.

“Yo me quedé debajo del tren. Frida no. Sin embargo, una de las barras de hierro del tren, el pasamanos, se rompió y atravesó a Frida de un lado a otro a la altura de la pelvis. En cuanto fui capaz de levantarme, salí de debajo del tren. No sufrí lesión alguna, solo contusiones. Naturalmente lo primero que hice fue buscar a Frida.

“Algo extraño pasó. Frida estaba completamente desnuda. El choque desató su ropa. Alguien del camión, probablemente un pintor, llevaba un paquete de oro en polvo que se rompió, cubriendo el cuerpo ensangrentado de Frida. En cuanto la vio la gente, gritó : ‘¡La bailarina, la bailarina!’. Por el oro sobre su cuerpo rojo y sangriento, pensaba que era una bailarina.

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Exposición en el Museo Dolores Olmedo, en 2009. Foto: Archivo El Universal

“La levanté, en ese entonces era un muchacho fuerte, y horrorizado me di cuenta de que tenía un pedazo de fierro en el cuerpo. Un hombre dijo: ‘¡Hay que sacarlo!’ Apoyó su rodilla en el cuerpo de Frida y anunció: ‘¡Vamos a sacarlo!’ Cuando lo jaló, Frida gritó tan fuerte que no se escuchó la sirena de la ambulancia de la Cruz Roja cuando ésta llegó. Antes de que apareciera, levanté a Frida y la acosté en el aparador de un billar. Me quité el saco y la tapé con él. Pensé que iba a morir. Dos o tres personas sí fallecieron en el escenario del accidente, y otras después.

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“Llegó la ambulancia y la llevó al hospital de la Cruz Roja, que en esa época se encontraba sobre la calle San Jerónimo, a unas cuadras de donde ocurrió el accidente. La condición de Frida era tan grave que los médicos no creyeron poder salvarla. Pensaban que iba a morir sobre la mesa de operaciones.

“Ahí operaron a Frida por primera vez. Durante el primer mes no se supo con seguridad si iba a vivir”.

En una de las cartas que Frida escribió a Alejandro desde el hospital le dijo: “En este hospital, la muerte baila alrededor de mi cama por las noches”. “No hay remedio” y “Debo soportarlo” fueron frases de otras cartas. Frida Kahlo sufrió y soportó el dolor, y sin dejar de sentirlo, el arte fue un remedio y su esencia.

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