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La mañana del martes 11 de septiembre de 2001, cuatro aviones comerciales secuestrados y convertidos en misiles por miembros del grupo yihadista Al Qaeda protagonizaron los mayores ataques sufridos por Estados Unidos en lo que va de su historia.
Dos de ellos se estrellaron contra las Torres Gemelas de Nueva York; otro se impactó contra la fachada oeste del Pentágono, sede del Departamento de Defensa de Estados Unidos, en Virginia; y otro más, cuyo objetivo era el Capitolio, sede de las dos Cámaras del Congreso, en Washington DC, cayó en un campo de Pensilvania, luego de que sus pasajeros intentaron someter a los terroristas.
A 20 años de aquel suceso que cimbró al mundo entero, José Luis Valdés Ugalde, investigador del Centro de Investigaciones sobre América del Norte (CISAN) de la UNAM, afirma: “El 11-S significó, en primer lugar, la fractura de la arquitectura del sistema internacional, que encabeza la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y que tiene en Estados Unidos uno de sus puntales más importantes. Asimismo, fue un atentado contra los actores de desarrollo y de identidad civilizatoria estadounidenses —el establishment financiero, el establishment militar y el establishment político, representados por las Torres Gemelas, el Pentágono y el Capitolio, respectivamente— y una embestida contra la seguridad de la sociedad del vecino país del norte.”
En opinión de Valdés Ugalde, si los estadounidenses tenían la creencia de que Estados Unidos era un espacio seguro, un espacio en el que tanto a nivel público como a nivel privado podían poner en práctica todos sus derechos y desarrollar todas sus capacidades sin ningún obstáculo, dicha creencia se vino abajo esa soleada mañana del 11 de septiembre de 2001.
Seguridización y desconfianza
A consecuencia de los ataques del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos y sus aliados de occidente establecieron de inmediato ciertos mecanismos para reforzar su respectiva seguridad nacional.
“Fue así como se instauró la seguridización de las relaciones internacionales, comerciales, fronterizas…, es decir, de prácticamente todas las interacciones sociales. El mundo se concibió a sí mismo de otra manera. La desconfianza en el otro permeó cualquier tipo de comunicación y trato”, apunta el investigador.
Por otro lado, los habitantes de las grandes urbes, sobre todo, quedaron sometidos a una suerte de terror latente por lo que pudieran hacer los grupos terroristas islámicos. Y, por desgracia, ese terror latente se concretaría el 11 de marzo de 2004 en Madrid, España y el 7 de julio de 2005 en Londres, Inglaterra, con la ejecución de otros atentados yihadistas.
Un efecto más del 11-S fue la islamofobia que surgió en Estados Unidos y que estuvo vigente con mayor fuerza hasta el 20 de enero de 2009, cuando el mandato del presidente George W. Bush llegó a su fin.
“Esta islamofobia se infiltró, a partir del discurso antiislámico de Bush, en los sectores más influyentes del establishment político estadounidense. Ahora bien, hay que dejar bien claro que el islamismo no es sinónimo de terrorismo. Los ataques del 11-S fueron resultado de una acción del yihadismo radical, que ciertamente es islámico, pero que representa sólo a una minoría de los integrantes del mundo musulmán”, indica Valdés Ugalde.
“De algún modo, Obama logró su cometido con él. Los actores internacionales le dieron la bienvenida a esta posición conciliadora de Estados Unidos y la islamofobia se atenuó. Sin embargo, con la llegada al poder de Donald Trump en 2017, las medidas antiislámicas volvieron a intensificarse, especialmente en relación con la entrada de inmigrantes musulmanes en territorio estadounidense. Esto de nuevo estiró la liga... Los países occidentales tienen esta asignatura pendiente, que incluye asumir una actitud humanitaria ante los sectores de población árabe que son marginados, discriminados e incluso victimizados brutalmente en los países donde los yihadistas han perpetrado atentados terroristas.”
Papel de la ONU
De acuerdo con el investigador universitario, desde las invasiones de Afganistán en 2001 e Irak en 2003, que se planearon y realizaron a raíz del 11-S, la ONU, la máxima representación del multilateralismo a nivel global, ha jugado un papel relativamente débil.
“A pesar de que la ONU no autorizó la invasión en Irak, Estados Unidos ignoró su autoridad y sus disposiciones, así como el consenso internacional concretizado en la Asamblea General. Es más, en el propio Consejo de Seguridad, Rusia y China se opusieron a esta invasión, lo cual tuvo una implicación grave, pues debilitó a la ONU y la puso frente a un reto que ha intentado resolver de la mejor manera posible.”
Valdés Ugalde cree que, para desempeñar un papel más proactivo con respecto a cualquier conflicto internacional y más defensivo con respecto a las hegemonías globales, la ONU requiere una reforma interna.
“Éste es un tema que se ha discutido en muchas ocasiones. En el CISAN tenemos varias cosas escritas sobre una reforma de la ONU. Si ésta no se da pronto, el Consejo de Seguridad seguirá actuando con la impunidad con que actúa, toda vez que los que llevan la batuta allí son los cinco miembros permanentes: Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Rusia y China”, señala.
En conclusión, los ataques del 11 de septiembre de 2001 no sólo dejaron un saldo de poco menos de 3 mil muertos y más de 25 mil heridos (muchos de ellos con heridas físicas y emocionales permanentes), sino también aterrorizaron y sumieron en la incertidumbre a gran parte de la humanidad.
Y hoy en día, infortunadamente, las cosas no están mejor que entonces...