El 17 de julio de 1928, José de León Toral pretendió ser un caricaturista en el restaurante "La Bombilla", en San Ángel, para poder acercarse al entonces presidente electo Álvaro Obregón .
Con seis disparos por la espalda, León Toral, un fanático religioso, concretó el magnicidio, uno que llevaba planeando tiempo atrás, pues en 1927 también intentó asesinar al General Obregón en un atentado dinamitero en Chapultepec.
En febrero de 1929, Toral sería fusilado, pero poco antes, justo cuando se dio a conocer la sentencia contra el homicida, EL UNIVERSAL fue el único medio que tuvo oportunidad de entrevistarlo.
León Toral accedió a la conversación con una sola condición: que la entrevista se publicara poco antes de que fuera fusilado.
Directo desde nuestra hemeroteca, aquí la plática de 10 minutos de José de León Toral con EL UNIVERSAL, la cual fue transcrita con unos espacios, pues el documento no es del todo legible.
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9 de febrero de 1929
A partir del día en que fue sentenciado a la pena capital José del Toral, ningún periodista ha logrado entrevistarlo, pues (…) “interviú” que fueron (…), fueron rotundamente descartadas ya que a nadie se le permitió hablar con el sentenciado; sin embargo, minutos después haber (…) sentencia dictada contra él, el juez de San Ángel, nuestro (…) policíaco, gracias a una (…) del general Ignacio (…9, entonces jfe de la Gendarmería montada, a cuyo cargo se encontraba el servicio de vigilancia en San Ángel, pudimos entrevistar a León Toral.
Antes de que se iniciara la entrevista, el mismo José de León dijo a nuestro cronista:
Estoy pronto para contestar a las preguntas y sólo le ruego que esta entrevista no se publique, si no hasta que lleguen mis últimos momentos…
Esta fotografía fue tomada cinco minutos antes del asesinato de Obregón. Fue una imagen exclusiva para EL UNIVERSAL, publicada el 18 de julio de 1928 . Foto: Hemeroteca El Universal
Mantuvimos la promesa que nos pidió y escribimos la entrevista, y ha llegado el momento que él señalaba (…). Esta es, pues, la última y única entrevista con José de Toral…
(...) la Plaza del Carme de Rangel tenía un colorido que abarcaba toda la gama: Trajes de (…) mujeras, blanco y oro de uniformes de oficiales de policía, verde de los prados, plata (…) de la guardia…
En contraste, la boca negra de la cárcel. La prisión, codo con codo con el viejo Convento, fue en otros tiempos casa del Fraile Portero.
Dalevuelta y el repórter, habían pedido el permiso para sólo diez minutos hablar con los dos presos que por ahora son el centro de los vientos de la curiosidad, el interés, de la pasión…
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Como si súbitamente hubiera anochecido, Dalevuelta y el que (…) pasaron de la soleada plaza a la sombra de la cárcel. Un foco telarañoso en el callejón iluminadaba la (…) con cuadro entresacados de (…) de la Madre Conchita. Frente a ésta, se erguía, como puerta de una fortaleza, la de la celda de José de Toral:
— “Bueno, Dalevuelta, hasta dentro de diez minutos”… - Y la puerta de la celda de la Madre Conchita se cerró para él, cono la de José de León Toral para mí.
Había un olor penetrante de abandono, de humedad y de miseria (…). José de León Toral se encontraba de pie, parado a la entrada de su celda:
— “¿Cómo está usted?... — Saludó, animadamente extendiendo su mano (…) huesosa.
— “Vengo a conversas con usted. Represento a EL UNIVERSAL y quiero saber qué opina del Jurado que lo sentencia, cuáles son sus impresiones. En fin, que me dé usted íntimos informes de su vida interior y de su vida exterior…”
— “¡Estoy tranquilo!... Cuando la (…) casi no podía hablar ante los señores magistrados. Apenas a lo que me dediqué fue a conversar, a salir de esa atonía de la palabra a la que me había visto obligado durante tantas semanas… No era que no le diera importancia a aquel juicio, sino que no tenía para mí una gran trascendencia. AHORA sí, y noto que puedo hablar bien, que no me atormenta la dificultad de expresión…
— ¿Y de las audiencias qué impresión tiene usted?
— Yo creo que el señor Procurador como hombre y como funcionario está convencido de lo que dice y por eso sostiene sus razones con tanta energía; pero estoy cierto que un día llegará en que recapacite y vea que yo tengo también razón…
— ¿No le es poco grato el recuerdo de su acusador, el señor Procurados de Justicia?...
— No, señor, en lo absoluto. Sé que como él, otros están en error… ¿Y por qué habría de culpar sólo al señor procurador?... Le tengo el amor que debo tener a todos mis hermanos. No le guardo rencor a ninguna…
— ¿Y al juez?
— Al señor juez nada tengo que reprocharle.
— ¿Qué espera usted del Jurado?...
— Que oiga la verdad. Mis propósitos están ya definidos en cuanto a mí. Espero serenamente el final.
— ¿Sea el que fuere? … ¿El perdón mismo como final?...
— Estoy sereno. El pensamiento de la muerte no me atormenta en lo absoluto. Mi padre, mi madre, mi esposa, todos están resignados. Esperamos juntos el final…
— ¿Ha hecho usted testamento?...
— Poco tengo que dejar y si no lo hice cuando me decidí a matar al general Obregón, menos ahora: pero todo lo que tengo es para mi esposa y mis hijos…
— ¿Usted ha dejado alguna recomendación especial a propósito de sus hijos, a su esposa?
— No; tengo confianza en que ella sabrá guiarlos y educarlos. Lo único que le he rogado es que el niño que va a nacer por el mes de enero próximo, si es hombre se llame Humberto y si es mujer se llame María Rústica. Eso es todo…
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— ¿Y ese hijo que viene no le da pena por las circunstancias que rodean su nacimiento?
— Sí… ¡Pero qué vamos a hacer!...
— ¿Qué opina usted de sus defensores?
— Ellos me han ayudado en todo lo que han podido. Yo, por mi parte, cumplo lo que les prometí a ellos de no estorbarles sus esfuerzos, porque me indicaron era precioso que no les estorbara esa misión legal…
Alguien encendió un foquillo en la celda. Al fondo de ella se miraba un tablón y sobre él un petate igualitario, que estaba proclamando el paso de quién sabe cuántos presos. Sobre él, tirado, estaba el sombrero de Toral… Y a la luz del foquillo, la figura del preso adquiría un extraño relieve. Con su saco negro, impecablemente cepillado y su pantalón a rayas, parecía uno de esos horteras a quienes las contingencias de un infortunado paseo hubiera llevado a la comisaría pueblerina de unas de las municipalidades…
José de León Toral, dibujando en prisión. Foto: Fototeca El Universal
Algo se disipó de espeso y de triste con aquella luz amarillenta, y vinieron a los labios otras preguntas.
— ¿Cuándo se casó usted?
— Por el año de 1926 vivía yo en la calle del Naranjo. Frente a mi casa habitaba la familia del doctor don Alejandro Martín del Campo y allí conocí a Paz, mi esposa, que estaba relacionada, lo mismo que su familia, con la mía. Fuí (sic) su pretendiente varios meses y duramos de novios año y medio y fue cuando me casé… Fue la primera mujer que despertó mi juventud y a ella le he entregado todo mi cariño…
— ¿Ese ha sido, pues, el único episodio de amor?
— No episodio, ha sido mi historia entera.
Los angustiosos diez minutos que el señor general Ignacio Otero nos había concedido a Dalevuelta y a mí para entrevistar a los dos presos se agotaban ya. Y era preciso terminas:
— ¿Y qué hace usted ahora?
— Orar constantemente
Había llegado el momento de retirarse. La mano huesosa y delgada de José de León Toral estuvo entre las del repórter:
— ¡Hasta luego!
— ¡No! ¡Adiós!...
Dalevuelta, mientras tanto, sentado en el camastro de la celda de la madre Conchita, finalizaba su entrevista. Las dos puertas de las dos celdas se cerraron y volvió a lucir, al salir de la prisión, la luz del día sintiéndose bajo el cielo y cabe la sombra del viejo convento de las brillantes cúpulas de azulejos, un aire nuevo y cordial.
fjb