Cuando mi estimado maestro, Fernando Solana, fue nombrado canciller, me pidió (yo era Director General para América del Norte en la SRE) acompañarlo a una reunión con Henry Kissinger. En su fuerte acento alemán el visitante le dijo: “Me da mucho gusto conocer al primer canciller mexicano que no es antiamericano.” Solana respondió: “No todos lo fueron, y algunos acabaron siéndolo.” En efecto, quienes incursionan en las relaciones binacionales (incluyendo a los presidentes) suelen tornarse antiyanquis ante la frustración de no encontrar la fórmula para lidiar con la superpotencia. La realidad es que no existe una fórmula idónea, y nuestra actuación debe adaptarse a las cambiantes circunstancias políticas del vecino.

En un artículo anterior (25/04/2019) destaqué que, cuando dejamos de ser periféricos para Washington, padecimos las consecuencias de ser importantes porque nuestros vínculos comenzaron a ser manipulados con fines de política doméstica. A fin de atenuar esa dificultad, a raíz de la negociación del TLCAN se convino que, como era imposible evitar problemas intrínsecos a nexos tan bastos, sí podía evitarse que se transformaran en conflictos. Con altibajos, ese pragmático entendimiento prevaleció durante 20 años, hasta que apareció Donald Trump, quien ha saboteando los fundamentos de la política exterior de su país. Su destructiva actuación se ha ensañado con México, pues sin importarle que estén en juego importantísimos intereses compartidos, hemos sido el redituable blanco predilecto de su populismo, nativismo, unilateralismo y demagogia.

Los márgenes de maniobra frente al imprevisible narcisista han sido limitados, pues como su desempeño presidencial es dictada por el interés personal, es imposible llegar a arreglos, salvo que le representen un beneficio político. Lo intentaron Peña Nieto (incluso con la contraproducente invitación a Los Pinos), Merkel, Macron, Trudeau, etc., pero fracasaron y salieron raspados. Ello no es de extrañar, pues se trata de un personaje cuya estatura moral y ética la define el haber permitido, alentado o apoyado que un país enemigo interviniera en su favor en las pasadas elecciones.

Paradójicamente, la mejor estrategia surgió de los fallidos intentos de acercamiento del gobierno de Peña Nieto, pues ante el fracaso y el costo político de ello, se optó por no hacer nada, o mejor dicho: “nadar de muertito.” López Obrador, que en la campaña criticó esa pasividad y prometió patriótica combatividad si ganaba las elecciones, acabó haciendo lo mismo porque no hay de otra. Trágica pero realistamente, lo mejor es hacerse a un lado porque Trump no actúa en función de intereses nacionales objetivos o de una gran visión geopolítica, sino de objetivos electoreros y aspiraciones personales de corto plazo. Sería contraproducente contestar sus estridentes provocaciones, ya que ni siquiera van dirigidas a nosotros sino a sus nativistas e ignorantes seguidores. Siendo pacientes –aunque tengamos que aguantar vara- y negociado ecuánimemente a nivel técnico e institucional saldremos mejor librados de este funesto episodio que será pasajero. Al final ellos mismos tienen que rectificar porque las populistas y mediáticas estratagemas de Trump resultan caras, perjudiciales y poco efectivas. Prueba de ello es la cancelación de los aranceles al acero y aluminio de México y Canadá, ya que los impuestos en reciprocidad de los dos países a productos estadounidenses tuvieron fuerte impacto económico-electoral, eran un obstáculo para la aprobación del T-MEC que Trump promueve como su gran logro, y necesitan aliados frente al descomunal desafió geopolítico que representa China. ¿Estarán regresando el realismo y la sensatez a Washington?

**Internacionalista, embajador de carrera y académico.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses