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¿Cuántas de las capacidades intelectuales se extinguen porque las escuelas no brindan las herramientas para su desarrollo?
Porque los alumnos viven ahí, en la escuela, alrededor de seis horas de su día, que deberían ser luminosas para que su potencial se despliegue en toda su amplitud. Pero insiste el hábito en que sea a la inversa; en que, sin encontrar la manera de canalizar el espíritu creador inherente a todo ser humano en diversas ramas (como las matemáticas, los ritmos musicales, la ciencia, o la lingüística), esa potencia creadora se oxide y, sin encontrar estructura para operarse, muera.
Por eso las escuelas deben ser espacios que permitan descubrir el genio de cada individuo. Una vez que el genio ha sido encontrado, y que la persona es consciente de que lo posee, la mitad del trabajo está hecho, porque ahora esa persona puede ajustar su voluntad y energías a cultivarlo. Dicha voluntad lo llevará a buscar esferas donde pueda desarrollarse enteramente.
Por supuesto que la suprema idealización es que la escuela también canalizara y otorgara instrumentos para aprovechar las habilidades geniales de cada persona. Pero como esa meta, aunque no imposible, aún se encuentra muy distante, hoy al menos las escuelas deben saber identificar la inteligencia única de cada alumno, comunicárselo y motivarlo, para que con ella fabrique una obra de vida grandiosa y feliz.
Una escuela, un impulso así, además de resultarle a cada persona un inapreciable valor espiritual, para toda la sociedad se convierte en espléndida ganancia: sociedad sin sombras, donde el miedo es poco, y el trabajo, mucho.
¿Qué hace cada escuela, cada maestro, cada trabajador de la educación, para conseguirlo? Hoy que acaloradamente se modifican las políticas educativas, no podemos olvidar que el cambio depende de cada actor del trabajo educativo; no del ambiguo e inabarcable “Sistema”, al que es muy difícil ponerle un rostro definitivo.