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Ha transcurrido un año desde la histórica jornada electoral en la que Andrés Manuel López Obrador ganó arrolladoramente la Presidencia de México y se convirtió en el primer político “de izquierda” en llegar al Poder Ejecutivo. El mayor e indiscutible logro sigue siendo el haber despertado y concitado la esperanza de millones de mexicanos que vieron en la figura y el mensaje del político tabasqueño la posibilidad de un cambio radical para sacudir y desmantelar al viejo sistema, hasta ese momento gobernado por el PRI y el PAN, y que votaron también movidos por el coraje y el hartazgo ante la corrupción, la complicidad y la indolencia de las autoridades federales.
Un año después, aquel movimiento antisistémico que le dio 30 millones de votos, mantiene a López Obrador como uno de los presidentes más populares y con mayor aceptación en la historia reciente, pero indiscutiblemente los siete meses de ejercer como gobernante, han provocado también un desgaste que se refleja en una caída de casi 10 puntos en las mismas encuestas de aprobación que lo encumbraron.
Y es que en 365 días la llamada Cuarta Transformación, como el presidente nombró al movimiento político, económico y social que impulsa su gobierno ha resultado muy efectiva, pero más en el discurso, la retórica y la propaganda presidencial, que todos los días habla y repite la idea de un país que “ya cambió”, aunque en los hechos y en la realidad, sigan sin aterrizar la mayoría de los cambios prometidos, ya sea por la profundidad y complejidad de los temas en los que se propone cambiar, porque es muy pronto para esperar que se modifiquen inercias y herencias de problemas que llevan décadas gestándose, o por la no reconocida pero inevitable “curva de aprendizaje” de un gobierno y un gabinete que, con demasiados novatos e inexpertos, no ha resultado ser todo lo efectivo y eficiente que necesitaría un cambio histórico de las dimensiones que propone el presidente.
Hoy, por ejemplo, tenemos sí un gobierno que reorientó y modificó radicalmente el presupuesto público para orientarlo a los sectores más necesitados; pero que en su afán de darle a esos sectores sociales apoyos económicos directos, no sólo canceló y desmanteló, de un plumazo y sin un análisis de eficiencias desideologizado, todos los programas y avances anteriores en materia de apoyos sociales. Tenemos sí un gobierno más austero y que eliminó muchos de los gastos superfluos y los despilfarros de la clase gobernante que tanto molestaban a la población; pero también una administración federal que, a fuerza de recortes, ahorros y una austeridad mal entendida, terminó por afectar a los mismos sectores más desprotegidos a los que dice defender al volver inoperante y provocar desabastos y carencias en un sistema nacional de salud pública que de por sí ya recibió en crisis; además de afectar también a la educación y a las madres trabajadoras, por no hablar de los miles y miles de trabajadores del gobierno federal que fueron despedidos y echados a la calle sin liquidación y sin ocupar altos cargos burocráticos.
En la corrupción y su combate, la gran bandera política con la que AMLO ganó hace un año, hay hasta ahora muchas más palabras y discursos que acciones. Tenemos sí un gobierno más estricto con la corrupción y con la actuación de sus integrantes, aunque no necesariamente un sistema más transparente y menos opaco para los ciudadanos sobre la forma en que se gastan y ejercen los recursos públicos. Y en los resultados del combate a los corruptos que prometió López Obrador, como uno de sus 100 puntos prioritarios el 1 de julio de 2018 en el Zócalo capitalino, no hay un solo expediente de un funcionario público de alto nivel que hasta ahora esté en la cárcel acusado por delitos de corrupción. Hay acusaciones y procesos abiertos, incluso órdenes de aprehensión contra el ex director de Pemex, Emilio Lozoya Austin, y su hermana, pero la mayoría de los nombres y personajes que movieron a votar masivamente por la opción del lopezobradorismo, siguen bailando y gozando de lo que pudieron saquear al erario.
A eso hay que añadir la situación de la economía, que en este año y marcadamente en los 7 meses de gobierno ha pasado de la tendencia negativa con la que cerró el sexenio pasado, a una muy posible recesión y un crecimiento que, si bien nos va, llegará al 0.7% en este año, en buena medida por las decisiones presidenciales que han generado incertidumbre, como la cancelación de contratos y obras en proceso, o la falta de claridad en un plan de negocios para Pemex, además de la política totalmente restrictiva del gasto público y la incapacidad de echar a andar obras públicas y de infraestructura en lo que va de este gobierno.
De la seguridad, los números no mienten y hablan de una crisis desbordada a nivel nacional y en la mayoría de los estados del país; desde la capital de la República, hasta Guanajuato, Jalisco, Quintana Roo, Tamaulipas, Guerrero, y un largo étcetera. Apenas ayer, entró en vigor la Guardia Nacional, que completamente militarizada y con un débil mando civil, se tendrá que dividir entre perseguir migrantes en la frontera sur y en todo el territorio y garantizar la seguridad de los mexicanos. ¿Tendremos mejores niveles de seguridad y una disminución de los delitos más graves en este primer año del gobierno? Difícilmente lo veremos.
Lo que sí vamos a ver hoy el Zócalo, es un acto apoteósico en el que, a ritmo de cumbia y discursos propagandísticos, el presidente López Obrador, nos dirá, con sus consabidos “otros datos”, que a un año de su histórico triunfo, este país ya es otro, que las cosas han cambiado para mejorar y que “vamos requetebién” en la 4T. Y habrá un amplio sector de la sociedad que así lo crea y reivindique “los logros” de la transformación en marcha; pero también habrá la otra parte que, alguna que en su momento apoyó y votó por la esperanza y otra que de plano siempre fue oposición recalcitrante, miren con recelo y desconfianza lo que se dirá y se proclamará desde la plaza pública. Y algunos hasta se preguntan ¿el 1 de julio de 2018 fue la meta final para un luchador social como López Obrador? ¿O después de ganar las elecciones tenía algo más en mente y si es así lo veremos en algún momento dejar de actuar sólo como el líder que quiere siempre complacer y agradar a las masas y empezar a actuar y a tomar decisiones, a veces impopulares pero necesarias, como gobernante y estadista?
Porque un año después y siete meses de transcurrido el gobierno, es innegable que, junto con la polarización social que arrastramos desde aquella elección, empieza a haber fisuras y grietas en un proyecto político por las que se cuela la impaciencia, el descontento y hasta la desesperanza. Por no mencionar el miedo y la incertidumbre.
sgarciasoto@hotmail.com