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Ana saltó del camión escolar vestida de médico. El estetoscopio al cuello, la bata blanca, el maletín en la diestra, lista para sanar al mundo.
Entonces leyó sobre la entrada de la escuela el rótulo: Feliz Día del Niño. Lo leía por primera vez: otros años en que asistió a la celebración había sido analfabeta: no había sabido aún leer. Y Ana no quiso entrar bajo ese rótulo a la escuela.
—Yo soy niña —anunció.
Un maestro le explicó que el letrero decía Niño pero incluía a las niñas. Una maestra se lo explicó con más paciencia: la lengua hace juegos así, nombra a los niños y desaparece a las niñas, pero ella entraría a la escuela y adentro seguiría existiendo y siendo niña, se lo prometía por lo más sagrado.
El papá de Ana llegó hasta el pequeño mitin que rodeaba a su hija, lo habían llamado para convencerla de entrar a la escuela, pero al acuclillarse junto a Ana miró el rótulo desde su punto de vista y decidió algo distinto: mejor llevársela a festejar su día a otra parte, al parque de juegos mecánicos, donde Ana y su padre se dejaron ir en el cochecito del ratón loco, abrazados y aterrados.
Cuando Ana ya era una joven mujer, se graduó de médico cirujano. Mejor promedio de la generación. Al recoger su título corrigió al rector de la universidad:
—Médica —dijo.
—Da igual —dijo el rector—, en el título dice médico.
Le dio igual a ella también: años más tarde, cuando tuvo su propio consultorio, compartido con su mejor amigo, puso a la entrada con letras doradas MÉDICA Tal y Tal y MÉDICO Tal y Tal.
Menos económico y más preciso.
Fue a partir de entonces que empezó a notar que su maestra de primer año de primaria se había equivocado de cabo a rabo. Las mujeres desaparecían de la lengua y al mismo tiempo también de la vida: en los clubes de mérito de los médicos habían sobre todo médicos y muy contadas médicas.
—Já —se dijo a sí misma Ana—, así que la lengua nunca es inocente. Siempre es política.
Un amigo le aconsejó que aceptara los juegos de la lengua.
—No te vuelvas una mujer incómoda— le pidió.
Si se portaba bien y era una mujer cómoda, la llamarían a las asociaciones de prestigio tarde o temprano: sería una de las tres mujeres de excepción que siempre agracian las asociaciones de hombres.
—No nací para ser cómoda —le respondió Ana a su amigo. —Nací para sanar al mundo.
Se alió con varias médicas para dar la batalla: querían cuotas de médicas en las asociaciones de prestigio.
Y fue entonces que notó que los médicos varones se dividían entre los que estaban dispuestos a darles a ellas un espacio en la lengua como en la vida —y los que no: los que se resistían a la letra a como a un insulto, o como a una pérdida del espacio que les había asignado de antemano Dios Padre que está en los Cielos, más precisamente: que se resistían a la pérdida del privilegio de haber nacido varones.
Los compañeros de buena fe. Los compañeros de mala fe.
La lengua es algo vivo, que muta cuando el mundo que nombra muta. Por primera vez en la Historia, la mitad de la profesión médica era femenina, la otra masculina. Era un asunto de justicia de los médicos varones reconocerlo en sus sociedades de mérito, o un asunto de mezquindad no reconocerlo. En cambio para las médicas era un asunto de mayor trascendencia: era dejarse desaparecer o aparecerse de cuerpo entero.
Y así llego el calor del año 2018. El año más caliente del siglo.
Ana estaba en Buenos Aires ese 8 marzo, Día de la Mujer, y vio con asombro la avenida principal de la ciudad —diez carriles completos— colmarse de cientos de miles de mujeres —jóvenes, adultas, abuelas—, en camisetas, algunas con los torsos desnudos y pintados con lemas. Ana debía llegar a un congreso pero llamó por el celular para avisar que no asistiría y se sacó el saco y se lo amarró a la cintura. A sudar bajo el sol, a fatigar el asfalto, a levantar el puño, a corear lemas feministas hombro con hombro con las argentinas, sus hermanas de lengua y de lucha por la igualdad.
En una plaza escuchó azorada a una lidereza de 20 años y pelo pintado de rosa tomar el micrófono y dar un discurso en un español nuevo.
—Les diputades tendrán que plantearse como aquelles que dejaron que millones de ciudadanes…
¿Estaba de acuerdo Ana con eso de las les —un nuevo pronombre neutro—?
Más bien estaba azorada. Y al mismo tiempo complacida de la audacia de las mujeres más jóvenes, las millennials. Ambas cosas a la vez. ¿Por qué tendría que estar de una sola forma, y no de dos a un tiempo, si ella pedía un mundo humano donde hubiera más de una forma de ser?
Lo que sí entendía Ana es que el triunfo de la diversidad en la lengua era el final de una forma de pensar el mundo en forma de pirámide: con una sola cosa en la punta, a la que las restantes cosas deben supeditarse por fuerza. Era el nacimiento de una forma de pensar más ajustada a la naturaleza propia de la vida, que es exuberante en la diversidad de sus formas.
Nunca más teorías políticas que afirman que la economía rige toda la vida. O la lucha por la hegemonía es lo que la rige. O la manga del clavo rige sobre lo demás. Nunca más teorías médicas que afirman que en el cerebro reside la inteligencia del cuerpo. O en el hígado. O en la glándula pituitaria. Nunca más el simplismo tiránico de la pirámide.
Y el cambio siguió rodando rápido en los territorios de la lengua de la Ñ. Para el verano del 2018, en España, tomó posesión un gabinete de once ministras y seis ministros. Y en México, la Patria chica de Ana, se anunció un gabinete federal de mitad de ministros y mitad de ministras, amén de un Congreso con mitad de legisladores y de mitad de legisladoras.
En ambos países tres cuartos de la gente hablaba de la nueva clase política aún en plurales masculinos, ciega a su novedad histórica, y el otro cuarto, el más despabilado y generoso, decía las y los ministros, las y los legisladores, o más largo aún: las ministras y los ministros, las legisladoras y los legisladores.
Menos económico y más preciso.
El 2 de agosto de ese año, en una ceremonia en un auditorio con mil quinientas personas, Ana fue nombrada solemnemente presidente de la Sociedad de Médicos Cirujanos de México.
—Presidenta de la Sociedad de Médicos y Médicas —se inclinó para decir al micrófono, y entonces su mirada encontró en el centro de la butaquería a su padre sentado: le sonreía y la saludó alzando un poco la diestra.
Ana añadió entonces al micrófono:
—Menos económico y más preciso.
Como la vida misma, que despilfarra en la diversidad de sus formas y al mismo tiempo es precisa en la forma de cada cosa que es.