Esa noche, en la cabina del barco que lo trasladaba a Buenos Aires, el Papa Francisco, sentado en el borde de la cama, boleaba con una toallita amarilla sus zapatillas de cuero rojo y meditaba en lo que habría de debatir con las monjas de la ciudad.
Les diría que el Santo Padre que está en los Cielos no admite que una monja oficie la misa. Le contestarían que les mostrara donde Dios había dejado dicho esa barbaridad. Les rogaría humildad para plegarse a las leyes santas de la Iglesia. Las más jóvenes lo mandarían al Infierno llamándolo misógino.
—Che, ni cómo Arzobispo ni cómo Pontífice me toman en serio las pibas —pensó y bajó la zapatilla roja al piso de la cabina para calzársela. —La autoridad está en grave crisis en nuestra especie.
Tan luego lo pensó, el barco perdió el ritmo en su bamboleo común: se meció de forma más pronunciada. El Papa Francisco se calzó la segunda zapatilla roja y la luz de luna que entraba por la claraboya se oscureció. Se apresuró a tomar del buró su libro de Evangelios, un precioso tomo forrado en piel roja y con una cruz dorada en la portada, pero al tomarlo una sacudida lo aventó contra una pared de madera.
De pronto se había alzado en altamar una tormenta poblada de sombras, relámpagos súbitos y largos truenos, y el mar semejaba una cordillera de agua: olas abruptas y altas como montes ascendían para desplomarse con estruendo— y una ola repentina y más alta que las anteriores lanzó al barco volando hacia la bruma.
Imposible saber cuánto duró la noche de su inconciencia. Unas horas o varios días. Al despertar, el Papa se encontró en una barca de hule negro inflado, pequeña como una tina, bajo un sol frío y con el hambre gruñéndole en el intestino. Y delante de sus maravillados ojos se acercaba una isla tan breve que le cabía entera en cada retina. Era verde, poblada de arbustos, y en su centro una montaña gris ascendía para perderse en una corona de nubes misteriosamente bajas.
La Providencia —o la marea (elija el lector, o la lectora, la clave de éste relato: teológica o natural)— lo siguió acercando a la playa. El Papa se paró en el borde de la barca, se alzó con ambas manos la túnica blanca, se miró las primorosas zapatillas rojas con una compasión anticipada, porque las arruinaría, y saltó al agua —que le llegó apenas y sorpresivamente a la cintura.
Era un agua tan clara que podía mirarse las zapatillas rojas caminando en la arena dorada. En la playa, esquivó primero a los cangrejos, diciendo:
—Perdón por asustarlos y hacerlos huir, hermanitos.
Y luego, al llegar a la tribu de más de mil leones marinos que tumbados en la arena le impedían el paso, dijo:
—Perdón, perdón animalitos —y fue saltándolos.
Siguió caminando sobre las zapatillas, que a cada paso burbujeaban, todavía ensopadas, y se adentró en un corredor flanqueado de arbustos. Fue hasta entonces que se tocó la cabeza y no encontró su gorrita y se palpó las bolsa de la túnica y no encontró ahí ni su libro de Evangelios ni su teléfono celular, que en ese momento le sería tan útil —(el libro de Evangelios o el celular, elija el lector, o la lectora, qué extrañó más en ese momento el Papa). Pero igual se sintió bendecido por haber conservado la vida.
Había caminado durante lo que debieron ser un par de horas, siempre mirando hacia los arbustos, con la esperanza de encontrar en sus ramas algún plátano o alguna jícara, algo comestible que llevarse a la boca, cuando vio salir de atrás de una gran hoja gigante un animalito: un pingüinito de plumaje gris, que rápidamente fue a meterse debajo de su túnica, como si creyera que el Papa era un pingüino mayor.
El Papa se alzó la túnica y con gran delicadeza alzó una zapatilla y empujó con ella despacio al animalito. El pingüinito rechazado alzó la mirada triste un instante, y luego se fue corriendo a pasitos y se perdió en la intrincada vegetación. Por el rumbo que tomó se encaminó a prisa el Papa y al apartar otra hoja gigante se encontró con lo que le interrumpió la respiración: una enorme meseta de piedra gris donde varios centenares de pingüinos, la mayor parte de ellos adultos, se encontraban en pie y muy quietos, luciendo con orgullo sus anchos vientres blancos y con los alones negros cerrados.
—No son los marineros que esperaba hallar —se dijo el Papa—, pero si están de pie, tendrán algo que comer.
Es posible que fuera la túnica blanca del Papa Francisco, su abdomen abultado, sus zapatitos rojos y su cabeza sin pelo lo que hizo que los pingüinos lo recibieran sin tumulto ni suspicacia, como si fuera uno de ellos, o podría ser que los pingüinos de esa isla de Los Galápagos no temieran a ese intruso porque nunca habían conocido a otro de su especie y no sabían del daño que los humanos solemos esparcir a nuestro derredor, el caso es que le permitieron integrarse entre ellos y apenas uno que otro lanzó algún gorjeo.
Ahí se estuvo el anciano Papa argentino un tiempo entre esos animales quietos como monjes en penitencia de silencio e inmovilidad, el intestino gruñéndole y los ojos buscando discretamente algo que comer, hasta que notó un huevo blanco con motas negras bajo lo que juzgó una mamá pingüina. Con suavidad y cortesía, como era su costumbre moverse en las reuniones de cardenales acaecidas en su palacio del Vaticano, fue escurriéndose entre los pingüinos para llegar a ella —y al huevo que la señora pingüina tenía entre las patas rojas.
—Qué hermosa tarde —le dijo el Papa y alargó la zapatilla roja para colocarle la suela encima al huevo. —Miré ahí —dijo de pronto señalando al mar que brillaba a la izquierda como una plancha de acero, y cuando ella volvió la cabecita él se agachó para tomar el huevo entre las manos.
Escapaba con el huevo entre las manos, soñando en el omelette que se prepararía, cuando el pico de la pingüina se le clavó en el hombro, agujerándole la túnica y alcanzándole la carne, y el Papa se dobló por el dolor poco a poco, siempre con ese pico clavado, para regresar al huevo al piso y colocarlo entre las patas de su madre.
—No robarás —murmuró el Papa.
Entonces, repentinamente, toda la extensa tribu de pingüinos empezó a andar a pasitos hacia la izquierda y el Papa para no ser arrollado entre ellos tuvo que imitar sus pasos rápidos y con las zapatillas rojas en primera posición de ballet.
La Providencia es magnánima con los Pontífices —o la Naturaleza bípeda tiene en común la necesidad de comer de cuando en cuando: los varios cientos de pingüinos se movieron en bloque al borde de la meseta de piedra y de ahí empezaron a saltar de cuatro en cuatro al balcón inferior, también de piedra, y de ahí al siguiente balcón de piedra. Era una gradería natural de balcones por los que el Papa Pancho, empujado por los pingüinos, fue cayendo de balcón en balcón, la túnica inflándosele como un paracaídas blanco.
De un salto cayó entre la tribu a la arena blanda y dorada y no tuvo tiempo sino para admirarse aún más: la mitad de los pingüinos se tiraba sobre las panzas blancas y entraba aleteando al mar. No lo supo el Pontífice ese primer día, pero era la mitad formada por las hembras.
Las pingüinas volvieron con peces en el pico, que soltaron a los pies de los pingüinos —a las patas rojas más bien—, y volvieron a meterse a pescar al mar. Para la cuarta zambullida y el cuarto retorno de las pescadoras, en la arena montones de peces acababan de bien morir —o más exacto: de asfixiarse (elija el lector, la lectora, la clave de este relato: natural o teológica) —y cada uno de los machos empezó a recoger con el pico un pescado, para luego alzar el pico hacia el cielo, de forma que el pescado bajara por sus gargantas. El Papa se persignó.
—Perdón por esta masacre —dijo.
Se agachó, cogió un pescado, y se lo llevó a la boca para masticarlo. Llevaba comidos cinco cuando en el horizonte el sol empezó a guardarse, como una moneda de oro en la alcancía de una parroquia, pensó el Papa, y entonces se dijo en voz baja:
—Ahora, queridos míos, haré yo lo mío. Para retribuirles el alimento y la tierna compañía que procuran a este extraviado, los bautizaré, y así ingresarán a la fe verdadera.
Encontró en la arena una caracola grande y especialmente bonita, de madreperla, y se metió al mar hasta los tobillos para llenarla de agua. Regresó al centro de la tribu y se puso a caminar entre los pingüinos salpicándolos con la mano de gotas de agua y diciendo en voz alta:
—Yo vengo a traeros la claridad interior, os ofrezco la luz y el calor del alma. Tal vez la mía no sea la única religión del orbe, pero es la más eficaz. Que la imagen de Jesucristo derrita la maldad de sus corazones pingüinos divinos.
Así hablaba el anciano Papa Pancho, salpicando a los pingüinos en las caras, y como en la Naturaleza siempre la voz provoca la voz, los pingüinos le respondieron cantando —o más bien gritando a todo pulmón— y pronto toda la tribu era un coro de centenares de voces potentes como trompetas a la orilla de un mar rojo como la sangre, en cuyo horizonte el sol rojo se sumergía.
Como el lector, o la lectora, sabe, el Papa Pancho ha hablado muy poco sobre su aventura en esa isla sin nombre de los Galápagos, que además se niega a precisar en un mapa.
—No sea que los paparazzis, esos terroristas, o los turistas, esos otros gandules, vayan ahí a destruir la armonía de los pingüinos —ha explicado.
De cierto, que se sepa, solo una vez habló con franqueza de su experiencia y fue en la reunión que sostuvo con los otros líderes de las religiones de nuestra especie. Caminaba por los jardines de su palacio con ellos, el Patriarca de los cristianos orientales, el Imán Mayor de los musulmanes y el Rabino de Jerusalén, los cuatro en sus túnicas hasta el piso, cuando el Papa se detuvo y les dijo, sin ningún preámbulo:
—La de los pingüinos es una religión sin imágenes ni relato. Sin el pecado original del platonismo.
No sabemos si los otros sacerdotes entendieron lo anterior, y sin embargo el Papa continúo:
—Duermen de pie bajo la luna abrazados por parejas. Caminan en primera posición de ballet todos juntos. Van a la pesca al atardecer. No tienen príncipes ni palacios ni policías, pero castigan a quién roba clavándole el pico en el hombro o en el pecho y a quien mata lo exilian al mar, donde muere ahogado. Algo más, no cuentan el tiempo, y por eso viven en la eternidad, hasta que alguno de pronto se desploma muerto.
Lo antes escrito: el Papa Pancho no ha querido señalar en un mapa la breve isla donde se convirtió al pingüinismo, pero de su efecto hablan las nuevas y enormes reformas que ha ordenado para el Cristianismo occidental y que disputan tan pendencieramente los obispos platónicos.