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Cuatro industriales del tapete se dieron cita en la casa de uno de ellos, para hablar sobre la crisis del tapete en los inicios del siglo 21.
La casa del tapetero en cuestión se encontraba al borde de un bosque, eran los finales del otoño y las ramas de los árboles estaban desnudas: las hojas secas tapizaban el suelo de tierra, cubriéndolo enteramente, y crujían bajo las pisadas de los tapeteros mientras se adentraban entre los troncos y enumeraban las dificultades del tapete en nuestros tiempos.
—Almacenar tapetes en las tiendas se ha vuelto ridículamente oneroso –se quejó el primero, al borde del llanto. —Ocupan demasiado espacio y en cada tienda se vende uno o dos al día.
—Enviar tapetes por correo es todavía más costoso –se dolió el segundo tapetero, y él sí permitió que las lágrimas rodaran por sus mejillas—. Por su tamaño y peso, el envío de un tapete cuesta casi tanto como la pieza en sí misma.
El tercer tapetero era especialmente sensible y tardó un tiempo en agregar fierro a la pesadumbre:
—Seamos honestos, amigos –empezó y sollozó. –Nadie necesita con urgencia un tapete –dijo y sollozó más profundo. —Un tapete da color a una estancia. Un tapete da al paso un sustento mullido. Pero nadie, nunca jamás, ha muerto por no tener en su casa o su oficina un tapete.
Al terminar de decirlo su camisa y su saco estaban húmedos de llanto.
El cuarto tapetero, que era tapetera, era una mujer de mayor edad y pelo blanco, cortado en un casquete, y era famosamente la mejor diseñadora de tapetes de la industria. Dijo sin ningún énfasis:
—Tal vez es momento de pensar en cosas más grandes que los tapetes.
Los cuatro tapeteros siguieron caminando cabizbajos, sus suelas pisando el mullido tapete de las hojas secas.
No podían saberlo, pero entraron a una zona del bosque alineada de tal forma con el sol del atardecer que propiciaba, a esa hora precisa, las iluminaciones. Lo único que los cuatro tapeteros notaron era que la luz bajaba ahí con un color de oro viejo, creando una lámina sutilísima sobre los troncos y las hojas tumbadas en el suelo.
—Evolucionar o morir –dijo el primer tapetero, de pronto inspirado.
Se acuclilló y recogió tres hojas. Una ocre. Otra roja. Una tercera morada. Y no lo dijo en voz alta, después de todo sus colegas de ramo eran también sus rivales de mercado, solo lo pensó para sí:
–Haré tres nuevos tirajes de tapetes. Unos serán ocres, otros rojos, otros morados.
Cuando los tapetes salieron un año más tarde a la venta, la belleza de los colores en efecto atrajeron a nuevos compradores.
El segundo tapetero se acuclilló y recogió otras tres hojas y pensó para su interior:
—Haré tapetes con forma de hojas, cada uno de color oro, morado o rojo.
La fortuna lo premió. La novedad de la forma de sus tapetes con forma de hojas enamoraron a los compradores receptivos a la delicada matemática de las metáforas.
El tercer tapetero, el más sensible, también se acuclilló y también recogió tres hojas, una ocre, otra morada, otra roja, pero no tuvo ninguna idea –su mirada solo se extendió por el inmenso tapete de hojas secas que se desplegaba sin fin…
Fue mucho tiempo después, tres meses después, que el tercer tapetero tuvo la revelación. Ocurrió así.
Le trajeron de la tintorería el saco azul marino que había usado esa tarde en el bosque, se lo puso y al meter la mano en una bolsa lateral encontró las tres hojas. Estaban más secas, pero sus colores habían resistido el lavado y el planchado y eran igual de intensos que antes. Una hoja era roja, otra ocre, otra morada. Y al cerrar los ojos, el tercer tapetero volvió a ver el tapete sin fin de hojas en el bosque…
Lo que hizo entonces el tercer tapetero no fue robarle a la Naturaleza un detalle. Un color o una forma. No: replicó el sistema completo de la exquisita estética del otoño.
Ordenó la producción de tapetes pequeñísimos, no del tamaño de una hoja de árbol, pero sí de 20 centímetros cuadrados. Tapetitos en tres colores, rojo, ocre o morado, que podían apilarse de 20 en 20 en una caja de cartón del tamaño de una caja de galletas, y que el comprador podía ensamblar en el orden que deseara, para formar un tapete del tamaño que precisara, de 40 centímetros cuadrados o de 3 metros cuadrados o de 3,000 metros cuadrados.
La extensión del tapete resultante era, teóricamente, interminable, e igual que en el piso del bosque, las hojas secas, cualquier combinación de colores era siempre hermosa.
—Nunca se me ocurrió ganarle en astucia a la Naturaleza –le confesó a su biógrafo.
Solo replico su método, gracias al cual la industria tapetera resucitó y vive hoy otra época de bonanza.
En cuanto a la cuarta tapetera, la mejor diseñadora de la industria del tapete, lo que le sucedió fue lo siguiente. Acuclillada, recogió tres hojas, una dorada, otra morada, otra roja, y luego las volvió a colocar en el suelo, entre otras hojas.
Se construyó ahí en el bosque, precisamente en la zona donde el sol del atardecer propicia revelaciones, una cabaña. Y ahí vive desde hace cuatro años, abstrayendo en su cuaderno de tapas negras y hojas blancas, los sistema de transición de una estación a otra. Del otoño dorado al invierno blanco, a la primavera multicolor y ruidosa al verano caliente de colores desaforados.
Con cierta inquietud los otros tapeteros aguardan su contribución a la industria del tapete.